Necesitamos una religión ciberpunk con una gran conciencia cósmica

La Vía Láctea, nuestra parte más conocida del Universo.

Que tras la muerte haya solo un ‘black out’ y que la vida sea tan solo un tuit entre dos eternidades oscuras no mola nada. Resulta increíble que podamos vivir con esa idea lúgubre en la cabeza y, sin embargo, lo hacemos: la cotidianidad lo arrastra todo, y vamos de cañas, y tenemos hijas, y nos desesperamos porque pierde nuestro equipo (aun cuando todo está ya perdido), y alguna noche de asueto jugamos a la PlayStation, como si todo estuviese OK. Mientras, ahí fuera, el Universo conspira para destruirnos.

Las ideas que cuentan que después de muerto uno va a un Paraíso celestial, que le esperan no sé cuántas jóvenes vírgenes bañándose en ríos de leche y miel, o que entra en un ciclo de reencarnaciones molan bastante más, de ahí que las religiones hayan tenido tanto éxito a la hora de proveer de bálsamo existencial. En nombre de la religión se ha matado, se ha perseguido, se ha torturado, se ha conquistado y robado, pero la promesa de la vida eterna y la explicación mitológica de este absurdo que es la existencia lo han compensado todo. A veces me hubiera gustado ser creyente, para vivir un poco más tranquilo.

Pero eso cada vez es más difícil. El progreso humano ha hecho que las explicaciones religiosas, creadas hace muchos siglos, resulten hoy inverosímiles: necesitaríamos un upgrade teológico, nuevas religiones que no protagonizasen pastores de cabras e hijos de carpinteros en pedregosos desiertos, sino que implicaran maquinismo, ciberespacio e inteligencia artificial: una gran religión ciberpunk protagonizada por una gran conciencia cósmica. Algo acorde con nuestros tiempos. Liturgias chulas, con láser y flúor. Hay quien ha hablado, como Harari, del dataísmo como una religión en ciernes que desplaza al humanismo y adora los datos. Dónde va a parar, eso ya suena más contemporáneo y no huele a incienso.

Max Weber llamó el “desencantamiento del mundo” a ese fin de la creencia en lo sobrenatural que trajo el desarrollo científico y tecnológico, la racionalidad. El fin de la visión mágica y mística, llena de sentido, de una realidad repleta de dioses, elfos y sortilegios. Pero hay algo en el ser humano que tiende a lo trascendente, porque la explicación científica no deja espacio para la esperanza, sino para el ciego avance de la entropía y la destrucción. Por eso la gente siente nostalgia de aquellas explicaciones y tiende al pensamiento religioso, de ahí el comunismo (como observó Steiner, tiene sus libros sagrados, su Fin de la Historia, sus santones y sus herejes), el ultraliberalismo, las filosofías New Age y otras nuevas espiritualidades, la pseudociencia, todo eso que trata de dar sentido a nuestra existencia tras la muerte de Dios.

En realidad, a escala planetaria, la religión sigue siendo un must para la Humanidad, pero no tanto en los países occidentales, dizque avanzados, donde alguna juventud está volviendo a mirar al cristianismo, como explica la periodista Jimena Marcos en un podcast de El País. La gente necesita guía, apoyo y comunidad en un mundo cada vez más incierto que parece abocado a un fin inmediato. Eso sí, las versiones del cristianismo en alza, como las iglesias evangélicas, son cada vez menos ortodoxas y más pintorescas y giradas hacia la extrema derecha (véase el libro Jesús y John Wayne, de Kristin Kobes Du Mez, publicado por Capitán Swing).

No desesperemos: como humanidad sufrimos una especie de síndrome de Dunnig-Kruger. Es decir, sabemos tan poco del mundo que nos creemos que sabemos mucho más, como les pasa a los creacionistas, a los terraplanistas, a todo tipo de sabihondos del Twitter: por mucho que hayamos avanzado, el noventa y tantos por ciento del Universo permanece en el misterio y ni siquiera rozamos la respuesta a la pregunta más fundamental: ¿por qué existe algo en vez de nada? Aunque, tal vez, como dicen algunos filósofos lovecraftianos, eso que nos queda por conocer no sea salvífico, sino auténticamente monstruoso e insoportable.

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