Neonavidad: la fiesta del consumo en bucle para celebrar… nada

Foto: Nukamari / CC.

Este año, en Gaza, mientras brindamos, se amontonan los cadáveres de miles de niños, que son como nuestros niños, que son como el niño Jesús. Mientras, en nuestros ‘civilizados’ países celebramos la Neonavidad, un significante vacío que no contiene nada, no celebra nada, solo se celebra a sí misma: una espiral cada vez más larga de intoxicación corporal, consumo material y despilfarro energético empeñada en darse de cabezazos contra los límites del planeta y de la cordura. Es inevitable caer en una melancolía privada, una tristeza íntima que escondemos del jolgorio general… 

En la Neonavidad, girando sobre un vacío, hay sobredosis de langostinos, champán y cocaína. Compramos a última hora regalos que no deseamos regalar: una corbata random, un perfume que vimos en un anuncio bastante chulo, una caja que contiene una experiencia alucinante para dos (cena + hotel) muy útil para sacarnos de este brete. El premio Planeta de novela: siempre tiene el volumen adecuado para sostener un envoltorio vistoso. Caminamos por el centro urbano embutidos en una masa deseante de contemplar los escaparates refulgentes, los ajados muñecos de Mickey Mouse y Dora la Exploradora, las rutilantes luces navideñas y saber, al menos, que hemos aguantado un año más. Esto es vivir.

Cuando yo era guaje, las luces navideñas eran de muchos colorines, así como los espumillones o las bolas que decoraban los abetos: rosa, azul, rojo, amarillo, todos brillaban. Entonces era hermoso, hoy se consideraría burdo como una feria de extrarradio: lo que se lleva es el blanco y el dorado, aquellas luces estadounidenses que yo veía cuando visitaba a mis tíos los americanos y que todavía no se daban en España. Hemos ahondado en nuestro carácter de provincia imperial, hemos pasado de lo populachero a lo distinguido. Ahora la Navidad es elegancia nevada, sueños árticos, la voz grave de Bing Crosby, el glamur global de Mariah Carey.

“Todo lo que quiero por Navidad eres tú”, dice la diva. Mariah nos desea, la Neonavidad nos desea, los Dioses del Consumo desean que nos sacrifiquemos prestos sobre su altar: el gran regalo de la Navidad somos nosotros mismos, peleles en una rueda de banquetes y antiácidos, borracheras y resacas, bailes pretendidamente sexys en la cena de empresa y carreras frenéticas por el centro comercial. Echamos la lotería, a ver si durante el nuevo año, durante la nueva vida, podemos aumentar el gasto y acceder a una vida de ensueño, como las de Instagram. A los niños les sometemos a una conspiración mundial e intergeneracional, basada en burdas mentiras, para introducirles con ilusión en la rueda mágica del nunca satisfecho deseo consumista.

Cuando yo era guaje, la Navidad era una festividad religiosa: salían el niño Jesús, María y José, el burro y la mula, el portal de Belén. Ahora los motivos religiosos se limitan a ciertos belenes, lo bíblico ha desaparecido de cualquier otra ornamentación, de cualquier otra publicidad o infografía, ya no vende Jesús ni venden los angelotes. Se ridiculiza a los que prefieren celebrar el solsticio de invierno, pero es que aquí ya no se celebra nada en concreto, no hay mitología cristiana ni valores de solidaridad, o fraternidad, o preocupación asistencialista por los pobres. Nadie vive la Neonavidad en Cristo. El único discurso mínimamente moralizante se da en los anuncios anuales de algunas grandes empresas. Este año, en Gaza, mientras brindamos, se amontonan los cadáveres de miles de niños, que son como nuestros niños, que son como el niño Jesús.

La Neonavidad es un significante vacío, no contiene nada, no celebra nada, solo se celebra a sí misma: una espiral cada vez más larga de intoxicación corporal, consumo material y despilfarro energético empeñada en darse de cabezazos contra los límites del planeta y de la cordura. Nuestras familias nunca serán tan guays como las que salen en la tele. Es inevitable caer en una melancolía privada, una tristeza íntima que escondemos del jolgorio general, porque el tiempo pasa inevitable, porque todo decae y se marchita, porque echamos de menos a los que ya se fueron.

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