Ninguna de las dos tenemos útero

Foto: Pixabay.

POR ANABEL PALACIOS 

“Se suponía que la gata Carla y yo estábamos juntas en esto, en lo de no tener útero. Que cuando se lamentaba una, la otra empezaba con el llanto y llorábamos las dos”. Nueva entrega de los Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado . Con perros y gatos como inspiración. Hoy conocemos a las gatas Carla y Retales.

Esterilicé a la gata y la muy traicionera se trajo una gatita de la calle. Vete a saber de dónde la sacó o a quién se la había robado. Era una gata chiquita, de esas que tienen tantos colores que parecía estar hecha a jirones. La llamé Retales.

La gata no se separaba de Retales ni un segundo. La cargaba pasillo arriba, pasillo abajo. Hasta dejó de escaparse por las noches, y eso que yo les dejaba la ventana abierta, para que se marcharan y se acabara ya esa tortura de maullido doble que me reventaba los oídos.

La gata Carla –así, dicho seguido, sin juntar los labios– la heredé de Fernando. Igual que el apartamento de su tía, que Fernando dijo que me lo quedara. Hay que ser idiota para regalarle a otro una casa por pena.

A Fernando se lo dije, que yo no tenía útero. Él se rio y dijo que a él le faltaba un dedo del pie. Era verdad, le faltaba el dedo gordo. Yo ahí me enamoré. Pensé: qué forma más bonita de quitarle hierro al asunto. Qué bien que no le importa. No me di cuenta de lo que pasaba. Que tú a un hombre le puedes decir útero, como le puedes decir bazo o escoliosis. Todo es lo mismo.

Yo estaba bien. Fue él quien me lo metió en la cabeza. Me dijo una mañana:

–Deberíamos tener un hijo.

Yo estuve de acuerdo. Era el momento. Me ofrecí a informarme sobre procesos de adopción.

Fernando me miró confuso.

–No tengo útero –le recordé.

Él empezó a decir que qué tenía que ver, que si lo que tenía era miedo de que nos naciera el niño sin útero, pero se cortó en seco y vi en sus ojos cómo ataba cabos. Se tapó la mano con la boca. Se apartó el pelo de la cara.

Qué fácil es desenamorarse.

Le insistí en adoptar, le aseguré que no sería un problema, pero al parecer hay algo en los hombres, una pulsión, un orgullo ancestral, vete a saber qué, que les impide ser felices si el semen no es suyo.

Se marchó.

–Pero te puedes quedar con la gata –me dijo, como si me estuviera haciendo un favor.

Se suponía que la gata Carla y yo estábamos juntas en esto, en lo de no tener útero. Que cuando se lamentaba una, la otra empezaba con el llanto y llorábamos las dos. Ahora lloraba sola. Ella se dedicaba a Retales. Le pasaba la lengua por todo el cuerpo, la llevaba de un lado a otro por el pescuezo y dejaba que la minina le amasara la tripa durante horas en busca de leche.

Decidí seguir adelante con la adopción. Yo sola. Vino una mujer a casa y nada más cruzar el umbral empezó a tomar notas. Llevaba una falda oscura y cuando se acomodó en el sofá me di cuenta de que había olvidado pasar por allí la aspiradora y se le había forrado del pelo blanco de Carla.

Observó el salón. Para nada un lugar que pudiera albergar niños. Conservaba algo de la decoración de la tía de Fernando, pero el resto estaba vacío. La bombilla colgaba sin lámpara, las estanterías tan solo contenían algunos libros descoloridos y había uno de esos muebles de salón enormes de madera oscura que ocupan toda la pared y que son difíciles de extirpar.

La gata Carla y Retales maullaban en el pasillo, rascaban la puerta. Yo me puse nerviosa. Cuanto más me sudaban las manos, más se me pegaban a mí también los pelos al cuerpo. Los gatos no paraban quietos. Tuve que disculparme y encerrarlos en la cocina de un portazo. Regresé al salón con la sonrisa forzada y el rodillo quitapelusas en la mano. El informe negativo no tardó ni dos días en llegar.

Empecé a salir de casa más a menudo, a dar largos paseos para estar horas sin ver aquel espectáculo. En lo máximo posible, evitaba los parques y los colegios. Cuando hacía frío me metía en el metro. Me sentaba en el asiento preferente y me cubría la tripa con las dos manos. Daba vueltas durante todo el día. Línea arriba, línea abajo.

Uno de esos días fríos una mujer me atropelló el pie con un cochecito de bebé. Además del bebé, llevaba a otro niño de la mano. La observé. Abrió un plátano y se lo dio de comer en pedazos al niño, que no paraba de brincar y de dar vueltas. Consiguió detenerlo unos segundos para limpiarle los mocos. Sacó un peine. El niño no paraba quieto, mientras su madre intentaba ordenarle el pelo y salió huyendo hacia el fondo del vagón justo cuando llegamos a la siguiente parada. Un barullo de gente salía y entraba y perdimos al niño de vista. La madre gritó su nombre antes de salir tras él. Yo, por instinto, coloqué la mano en el cochecito. Sentí el plástico cálido, el asir de la madre hacía apenas unos instantes. Las puertas aún no se habían cerrado, y la madre se abría paso de vuelta con el niño a rastras. Si yo fuera la gata Carla, habría salido corriendo. Si yo fuera la gata Carla, hubiera gritado que alguien impidiera el cierre de puertas. Si yo fuera la gata Carla el bebé y yo habríamos puesto rumbo a casa.

Deja tu comentario

¿Qué hacemos con tus datos?

En elasombrario.com le pedimos su nombre y correo electrónico (no publicamos el correo electrónico) para identificarlo entre el resto de las personas que comentan en el blog.

No hay comentarios

Te pedimos tu nombre y email para poder enviarte nuestro newsletter o boletín de noticias y novedades de manera personalizada.

Solo usamos tu email para enviarte el newsletter y lo hacemos mediante MailChimp.