No dejaría que repararan a Eva, ni aumentar su memoria o re-programarla

Foto: Pixabay.

Miguel y Eva sienten una fuerte y mutua atracción. Pero los dos se acercan a su obsolescencia programada. “Eva era tan hermosa y expresiva que a veces olvidaba que solo era un androide más, que en breve debería desechar”. “Ella a veces olvidaba que Miguel no era más que un humano viejo y cansado”. Nueva entrega de nuestros ‘Relatos de Verano’ en colaboración, como en años anteriores, con el Taller de Escritura Creativa. Esta vez el tema propuesto es el futuro.

POR ÁNGELA NAVARRO

MIGUEL

Miguel observó inquieto a Eva, que no parecía saber en qué se había equivocado, a pesar de que la barra de alerta no dejaba de parpadear. Si no accionaba le opción de sellado inmediatamente, se produciría otra pérdida de agua desalada. Temió que no pudiera completar la tarea en los 14 minutos de los que disponía. Eva precisaba recarga con demasiada frecuencia. Por un momento sus miradas se cruzaron y ella esbozó una sonrisa, eso pareció activar su concentración y finalizó la tarea con éxito. Acto seguido, se dirigió hacia él y le abrazó.

Seguían produciéndole emoción sus manifestaciones afectivas. Eva era tan hermosa y expresiva que a veces olvidaba que solo era un androide más, que en breve debería desechar. No dejarían que la repararan, ni aumentar su memoria o programar opciones más eficaces. Estas decisiones escapaban a su control; se hacía mayor y pronto alguien de arriba le propondría un atractivo retiro en la zona alta de ciudad.

Aun con los privilegios de los que gozaba, Miguel detestaba el mundo en el que vivía, en parte por el drástico muro que dividía a la población: la zona alta, rica y confortable con androides al servicio de la escasa población, y la zona baja o de exclusión, donde el resto de los humanos luchaban por sobrevivir y con suerte acceder al otro lado de un altísimo muro, custodiado por fuerzas político-militares. Se hablaba de otro inmenso mar azul más allá de la zona baja. O puede que solo fueran leyendas para alimentar las ilusiones de los desheredados.

Eva entró en la sala de recarga y se dejó caer abatida en la butaca articulada. Farfullaba frases inconexas: sabía que le faltaba coordinación, pero no quería que la desarticularan, aún no, ¡quería vivir! Miguel le sonrió: “No te preocupes, duerme un poco y descansa”, le dijo. La observó con pesar. Tenía que reconocer que la amaba; nunca antes se había implicado tanto con alguna de sus creaciones. En el diseño de su mente, no había podido evitar recuerdos de una vida pasada, cuando era uno más entre los muchos jóvenes que luchaban por acceder a la de la zona alta. Sus padres le dieron mucho amor y todo el apoyo en su formación. Por suerte le vieron despegar, pero no vivieron lo suficiente, por suerte también, para ver el drástico y discriminatorio mundo que no hubo forma de evitar.

Inició la rutina de siempre: accionó todos los dispositivos para acceder al interior del cráneo, tórax y extremidades. Conectó los dispositivos de carga y se sentó al lado de ella. Estaba cansado y deprimido. Accionó el icono de alimento en el panel de virtual y una optimista voz masculina le saludó y le indicó cuál era el menú del día. Optó por la hamburguesa de espinacas.

Siguió observándola y empezó a calibrar la posibilidad de un cambio de destino para ella. Pero no. Era imposible. No podía, no debía. Se jugaba su propio futuro. Sin embargo… ¿Quién podía garantizar la subsistencia de los humanos? La natalidad estaba en manos de la ingeniería genética. ¿No terminarían todos ellos siendo robots? Eva era inteligente, emotiva y más vital que la mayoría de los humanos que conocía. No podría procrear, pero pocas humanas lo hacían; había demasiado ocio y el sexo era un divertimento más sin otra finalidad que descubrir nuevas zonas erógenas. El propio Miguel había participado en la elaboración de los mejores prototipos.

Qué vulnerable parecía; sería muy sencillo detener la carga, dejarla inoperativa. Sería lo más correcto y coherente. De hecho, sería peligroso actuar de otra manera. Sin embargo, tal vez… Pero no. No debía pensar en ello. Su tarea era innovar, no preservar aun cuando se tratara de las mejores cualidades humanas. Tras el alimento y el descanso, sintió reforzar esa idea que le rondaba y tuvo la certeza de que debía recuperarla y dejar que ella sobreviviera. ¿Por qué no iba a preservar algo bueno? Podía diseñar una fisonomía distinta para su rostro y cambiar su nombre. O podrían escapar a ese mítico mar donde todo podía ser posible o distinto.

EVA

Eva observó inquieta a Miguel. Parecía distraído, no acertaba a ver dónde estaban los pedacitos de piña; le temblaba el pulso cada vez con más frecuencia y su delgadez era preocupante. Sus miradas se cruzaron y él esbozó una sonrisa de agradecimiento. Eva le abrazó y le besó con ternura. “Tienes que intentar comer un poco más, Miguel”, le dijo sonriendo.

A veces olvidaba que no era más que un humano viejo y cansado. No tenía otro interés que dejar pasar los días junto a ella. “¿Nos equivocamos?”, le preguntó. “No, claro que no”, Miguel le contestaba.

Desalentada y triste, Eva sabía que no podría hacer mucho por él. Se recostó a su lado en el lecho de hojas de bambú que ella misma había elaborado y dirigió su mirada hacia un horizonte azul y limpio. Evocó los últimos años. Cómo consiguieron llegar a ese mar azul, más allá de la ciudad baja y la inocente felicidad de ambos por saberse juntos y libres. Se sentían fuertes y capaces de conseguir algo importante. Una nueva vida mejor o distinta de la que tenían.

Durante un tiempo sobrevivieron de los frutos y de peces marinos. Improvisaron un hogar de ramas y hojas de palmeras. Las temperaturas extremas entre la noche y el día empezaron a afectar a Miguel. No había señal ni rastro de vida humana, y aunque en principio no pareció ser un problema, los suministros que alimentaban a Eva y la energía de Miguel menguaron de forma considerable.

Eva sintió reforzar su liderazgo y empezó a seguir su propia intuición. Sabía que no estaban solos allí, alguien les observaba y estudiaba sus movimientos. Eva no puedo evitar sentirse atraída por ese magnetismo y halló el momento para buscar el lugar del que procedía. Descubrió unas naves subterráneas a pocos kilómetros. Como imaginaba, la fuerza que percibía procedía de otros como ella, androides de versiones más avanzadas. Obedecían a fuerzas magnéticas que irradiaba una inmensa estructura de metal cristalizado, ubicada en la nave más grande.

En su interior, se confundió entre los demás, imitando sus pasos y movimientos. Logró incorporarse a una especie de foro donde numerosos grupos atendían instrucciones emitidas por una voz metálica y sugerente que procedía de una gran pantalla.

Los grupos se diferenciaban por el color de sus atuendos. No había niños ni ancianos ni personas de mediana edad. Todos eran jóvenes, esbeltos y atléticos. No vio tampoco distinción alguna entre razas ni sexos. Intrigada, escuchó con atención las instrucciones que les daban. Eran horarios y rutinas de recarga de dispositivos, tareas y tiempos de descarga. Entendió el procedimiento, pero no la razón o finalidad de esas tareas.

Miguel lo entenderá, pensó, mientras regresaba junto a él. Seguía dormido y le zarandeó varias veces; primero con dulzura, luego con mayor energía. No se despertaba. No. No era posible. Gritó su nombre entre lágrimas. Nada. No oía su respiración, ni latir su corazón. Permaneció días y noches a su lado llorando, velando a su creador, su amigo, su amor. Supo que necesitaba más energía para continuar a su lado y que él ya no podría dársela. Y marchó, sin mirar atrás, de forma automática e inevitable hacia esa fuerza magnética, sin pensar en el por qué, solo en la supervivencia.

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