Nostalgia de Grecia, símbolo del desfallecimiento de una cultura

Vendedor ambulante en Atenas. Foto: Ana Estéban.

Café de media mañana en Creta. Foto: Ana Estéban.

Café de media mañana en Creta. Foto: Ana Esteban.

«Tengo una rara nostalgia de Grecia. Casi todo el mundo en estos días parece tenerla. Quizá porque no sabemos qué va a pasar con ella, o porque su hundimiento significa el derrumbe de algo abstracto que está más allá de una economía común: el progresivo desfallecimiento de una cultura de la que, en muchos aspectos, ya nos van quedando solo unas pocas ruinas salpicando las colinas de algunas de nuestras ciudades más visitadas». Así termina la escritora Ana Esteban esta crónica sobre sus viajes a Grecia. El drama de Grecia nos toca tanto porque es un icono, un símbolo de una cultura y una manera de entender la vida, la mediterránea, que sirve ahora de carnaza a un capitalismo rabioso que no entiende de plácidos horizontes azules.

Tuve la dicha de visitar Grecia en un par de ocasiones, en 2009 y 2010. Por aquel entonces, el tobogán de su economía estaba ya en un descenso irreversible y empezaban a llegar los primeros paquetes de ayuda europea. El sufrimiento del país asomaba en muchos rincones de la capital: en la ruina de algunos edificios, en los comercios cerrados, los mercados donde languidecían las verduras y el pescado dormitaba en su cama blanca de hielo ante la indecisión de improbables clientes. En Atenas me alojé en un hotel modesto cerca de la plaza Syntagma, en una habitación diminuta y fresca que daba a un patio agradable habitado por gatos donde se podía salir a fumar. La entrada al hotel se encontraba en una calle pequeña, a la vuelta de un edificio en cuyos soportales, entre papeles y colillas, dormían algunas personas tumbadas en el suelo. Al contrario que otras ciudades muy turísticas donde los visitantes parecen alterar su idiosincrasia, Atenas siempre era ella misma. Te sobrecogían sus ruinas, por donde paseabas boquiabierto con la veneración y el temblor de estar profanando tu propio pasado; pero, luego, en las calles y avenidas había un desaliento cotidiano que en cierto modo ignoraba al viajero, o lo asumía como un factor más de su progresivo cansancio.

Mercado de Atenas. Foto: Ana Estéban.

Mercado de Atenas. Foto: Ana Esteban.

Vendedor ambulante en Atenas. Foto: Ana Estéban.

Vendedor ambulante en Atenas. Foto: Ana Esteban.

Me gustaban esas pequeñas tiendas abarrotadas de cosas dispares, nuevas o usadas, donde igual podías adquirir unos zapatos que una lámpara, más o menos en buen estado, o revolver en un cajón de libros y revistas viejas o comprar un mapa antiguo del Peloponeso. No eran tiendas para turistas y tampoco los griegos entraban en ellas, así que los tenderos se apoyaban en el quicio de la puerta mordisqueando un palillo, tratando de entablar conversación con cualquiera o midiendo palmo a palmo el contoneo de alguna chica que pasaba.

Pasadizo en Atenas. Foto: Ana Estéban.

Pasadizo en Atenas. Foto: Ana Esteban.

Parece un tópico, pero los griegos eran hospitalarios, amables, sonrientes. Algunos hombres tenían una dignidad hermosa, como estatuas clásicas, o como Ulises. Sí, recuerdo que al verlos pensé que quizá Ulises se paseaba por todos los puertos de Grecia enfundado en la piel de sus pescadores; con su barba y su cabello espeso y gris, sus hombros recios, su piel morena y esa increíble mirada transparente como de mar pero buscando siempre en la tierra un punto al que volver. Las mujeres griegas portaban esa misma dignidad a la altura del pecho como una medalla y a veces caminaban en pareja cogidas del brazo, lo que hacía sospechar que compartían algún secreto que las amarraba una a otra con un lazo fuerte, inalterable. Tenían en el rostro ese aire fuerte de penélopes que tienen muchas mujeres latinas, como de valentía, o de resignación.

Pescadores en Santorini. Foto: Ana Estéban.

Pescadores en Santorini. Foto: Ana Esteban.

En las islas había otra Grecia que parecía anclada en el tiempo. Salvo por la ocasional algarabía de las hordas turísticas vomitadas por trasatlánticos gigantes, la vida transcurría bajo el sol implacable con un rumor intermitente de chicharra, como si Grecia estuviera allí siempre durmiendo la siesta. Es seguro que a Ulises la visión de Ítaca se le nublaría entre las lágrimas, porque la impresión, al surgir la primera isla por la proa del barco en la travesía desde Atenas, era la de que en el mar turquesa flotaba como una joya un bloque de azabache sobrevolado por gaviotas. El mismo color del agua parecía un espejismo, y también esos pueblos blancos y azules con sus sencillas iglesias que colgaban de los acantilados, y que desaparecían de noche en un tapiz oscuro salpicado de palpitantes luces amarillas.

Hombre y burro en Santorini. Foto: Ana Estéban.

Hombre y burro en Santorini. Foto: Ana Esteban.

Se diría que lo que conservo es una Grecia idealizada, imaginada incluso. Es verdad. Para ser un país al que no he ido mucho, tengo una rara nostalgia de Grecia. Pero casi todo el mundo en estos días parece tenerla. Quizá porque no sabemos qué va a pasar con ella, o porque su hundimiento significa el derrumbe de algo abstracto que está más allá de una economía común: el progresivo desfallecimiento de una cultura de la que, en muchos aspectos, ya nos van quedando solo unas pocas ruinas salpicando las colinas de algunas de nuestras ciudades más visitadas. Que alguien salve a Grecia, se oye estos días en todas partes. Ojalá que los dioses del mercado lo escuchen.

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