Nunca te querré, chillaba tu madre, nadie te querrá nunca, monstruo

Foto: Pixabay.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

Hoy toca una historia negra en nuestra serie de Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado. Como en muchos otros relatos, también aquí hay un primer amor de infancia que nos marca la vida.

Por FULGENCIO GARCÍA 

“Aunque estaba mal escrita, era una historia” (William Saroyan, ‘Cartas desde la Rue Taitbout’)

Preparas la maleta en tu piso del extrarradio. La camisa, collage de sangre y piel y pelos, no sabes muy bien cómo esconderla en el equipaje. Una bolsa de plástico, dos tres cuatro cinco. Tu mente piensa en la contaminación, la memoria te ofrece las imágenes que te mandó la ONG con la que colaboras, tan cívico, tan social siempre y ahora malgastando plástico. Entre la ropa limpia y las bolsas en las que escondes la verdad de tus actos inmediatos queda la otra verdad, la verdad que era tu realidad hasta esta mañana. Sólo piensas en eso, en que te gustaría que fuera mentira, pero sin nerviosismo.

Mantienes la calma, inspiras y espiras con la misma naturalidad con la que te comerías un helado, un lametón tras otro. Con la misma naturalidad con la que golpeaste su cabeza contra la mesa de mármol, un golpe tras otro uno tras otro.

Cierras la maleta y el sonido metálico te lleva de nuevo a esta mañana, cuando subiste en el ascensor de ejecutivos. Tu descaro engominado visto desde el acero de la puerta, comentarios sueltos sobre los resultados de la tarde anterior. Sonrieron, pero nadie te respondió. Vigésimo cuarta planta, dos más y pasarías al grupo de los que mandan. Se iban a enterar, pensaste. Esta mañana habías vuelto a soñar con los cielos que te prometieran en aquella entrevista, hacía tan pocos años. “Si eres lo que esperamos de ti, tendrás tu jubilación asegurada, y en la última planta del edificio”.

Esas horas antes.

Llegaste a tu despacho, más grande que la barraca donde te criaste. Donde compartiste afición junto a aquel niño; ése que te enseñaba a despellejar gatos o mutilar erizos. Tu primer amigo. En el pueblo, solo tú entendías que su manera de mostrar cariño eran los animalejos despedazados que te regalaba, y los guardabas fascinado bajo tu cama. Cómo evolucionaba el conocimiento, tu habilidad carnicera dirigida por sus palabras. La mirada de estupor de tu madre, cuando abrió de golpe la cochiquera y te vio con el niño que gemía. El chillido, el miedo al ser descubierto, corre, corre, te susurraba tu amigo, huye por los bancales regados, no te claves en el barro. Cuando te pillaron aguantaste, sufriste los latigazos mordiendo las raíces para no llorar. A cada restallido del cinturón te querían menos, te repudiaban, no entendían tu vocación, nunca te querré, chillaba tu madre.

Aquella frase, nunca te querré, nadie te querrá nunca, monstruo.

Monstruo.

En tu despacho, con baño propio y sala de juntas, te sentías mimado, aunque fuera por un Consejo de Administración. Esta mañana todavía eras poderoso pero te resultaba insuficiente, querías más. El mundo entero entre esas paredes de cristal. Mirabas por la ventana. Ya casi. Ya casi, golpeando con ritmo la tarjeta contra el espejo sobre tu escritorio.

Vuelves a tu realidad inmediata y ves la maleta sobre la cama, la sangre que se coagula huele a metal oxidado. Miras tu teléfono. Hay decenas de avisos, llamadas que te buscan impertinentes desde la oficina, números desconocidos. Son las tres y media, deberías haber comenzado el viaje.

Regresas mentalmente a tu despacho, las diez y cuarto, el móvil. Es el jefe. Quiere verte en la planta veintiséis. De inmediato. Te pones nervioso, resoplas, sudas. Puede que sea por fin lo esperado. Corriste al ascensor, pulsaste el botón marcado con el 26. Código de acceso, parpadeaba la pantalla; vibró tu móvil; tu propio código personal.

Tu cielo, tu meta en la vida, tu único amor se abría por fin ante ti. La secretaria del jefe te hizo pasar a la Sala I. Temblabas. La Sala I, con capacidad para dos. No; para tres, para tres casas de cuando estabas en el pueblo. Habías oído hablar de los robots que te traen bebidas, de la salida al helipuerto privado. La Sala I. A tu espalda oíste una puerta. Pero estabas tan absorto en los detalles. La mesa inabarcable, la luz tenue, las alfombras gruesas. Dos micrófonos, dos pequeños altavoces, uno situado a kilómetros del otro. Bajo un foco, la carpeta con tu nombre, el vaso de agua. Te sentaste nervioso, la coca hacía su efecto, sudabas un poco mareado. Habló tu jefe, te pidió que leyeras la primera frase del documento. “Yo, renuncio y firmo la renuncia a mi cargo y a todos los derechos que…”, te detuviste pero la grabación estaba hecha. Traición. Tu jefe agradeció tu colaboración, argumentó que no era por el rendimiento. Su amigo de la infancia necesitaba el trabajo. La indemnización será generosa, oíste que te decía algo así, recomendaciones dignas de los cantares de gesta, el coche de empresa te lo puedes quedar, ya nos lo hemos desgravado.

Restallido de cuero sobre cuero.

Sin mirarte, tu jefe sigue parloteando.

Tan claro todo de repente.

Tu jefe sigue cotorreando, ha sido todo como un primer amor, dijo, primer trabajo, primer triunfo en la gran ciudad, no te preocupes, seguro que habrá otros; un clavo saca otro clavo. Eso creíste escuchar: que habrá otros que te quieran tanto o más, pero aquí no te queremos.

Monstruo, susurró tu amigo, desde la infancia.

Frente a la maleta, las uñas rotas, las pupilas dilatadas. La respiración tranquila. La cabeza de tu jefe no está tan cerca de su tronco como debiera, tampoco sabrías decir dónde la has olvidado. Primero golpeaste varias veces, para atontarlo, no dio resultado y los chillidos del cerdo llamaban la atención. Y recordaste lo del punto en la nuca. Ese punto donde, con un manotazo seco. Ese punto, como con tu madre.

Coges la maleta, cierras el gas, cortas la luz, echas todos los cerrojos. Suspiras y no te preocupas. Seguro que habrá otros.

¿Quieres escribir? Ven al Taller de Clara Obligado. En septiembre reanudamos nuestros cursos de verano.

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