Frente al odio, la Europa de los Erasmus, la paz y el respeto  

Tras el ‘melonazo’ en Italia, conviene mantener la cabeza alta y recordarle a los radicales / extremistas / nacionalpopulistas ‘sin complejos’: Europa ha prosperado en la cooperación y superación de sus fronteras y barreras lingüísticas, en aras del entendimiento y la paz, y de valores como el respeto a la diversidad. Ningún proyecto político como la UE ha sabido integrar con más libertad tantas identidades distintas. Y pese a sus flaquezas o injusticias pasadas, hoy lo sigue haciendo en búsqueda de un horizonte verde, tolerante y pacífico. Es el mayor proyecto supranacional del planeta, y quizá por ello objeto de admiración y rencor.

Una tarde, al salir de trabajar, me fui a cenar a Alemania. En apenas media hora de coche varios amigos de España, Italia, Polonia y Alemania cruzamos la frontera, entramos en un restaurante y nos sentamos a la mesa. Con tanta naturalidad como si ese camino nunca hubiera estado minado de miedo, controles aduaneros, guerras encarnizadas o millones de vidas truncadas. Al sentarnos a la mesa, el peso de tanta historia pareció vencer de golpe y sentarse también con nosotros: ciudadanos de distintos países unidos por el trabajo en el extranjero, intercambiando anécdotas cotidianas de las que unen a los amigos de barrio.

El mesón, en pie desde el siglo XVII, era un superviviente europeo, y sus viejas vigas y paredes, testimonio de tantas cosas, parecían contemplar nuestro encuentro en algo así como un desenlace a tan larga historia. Lejos del Happy End, muchos probábamos suerte fuera de nuestros países en el marco de la crisis y de un modelo comunitario que considerábamos en jaque, pero que también hacía de Europa un espacio de convivencia al que queríamos sacar provecho. El progreso no es lineal ni homogéneo, no valen enmiendas a la totalidad. Igual que no es deseable renunciar a la democracia pese a sus flaquezas y contradicciones, no lo era renunciar a la integración europea, pese a parecer estancada y carecer de una hoja de ruta que motivase o cohesionase a muchos de sus ciudadanos. Trascender las fronteras nacionales es una condición del progreso, tanto científico como moral, y el marco comunitario era un medio para hacerlo posible. Que el modelo elegido pudiera lograrlo o no era lo discutible.

Con motivo del Día de Europa, no mucho después y en la misma ciudad, el presidente francés recibió de manos de la canciller alemana el premio Carlomagno por ser allí donde descansan los restos del emperador, que unificó buena parte del continente. Ante el desafío de los euroescépticos, Macron y Merkel escenificaban la voluntad de refundar Europa. ¿Pero refundarla bajo qué criterios? En mi cena entre amigos me rodeaban parejas Erasmus. Amores nacidos en idioma extranjero durante los estudios universitarios. Y me sentí afortunado de formar parte de esa generación, de haber interactuado con nuestros vecinos del Norte y del Este. Al decir interactuado digo compartiendo ideas y experiencias, tejiendo lazos afectivos. Supranacionales. Gracias a los Erasmus que conocimos, descubrimos la Europa de carne y hueso e hicimos amistades en Roma, París o Bruselas, integrándolas en nuestra vida. El proyecto Erasmus fue para muchos jóvenes más palpable que el Euro. La mejor contribución de la UE a sus vidas. Y para quienes crecieron con el soplo a la espalda del violento siglo XX, ver los vestigios de esa historia habitados por nuevas generaciones en paz, la mejor escuela. Umberto Eco resumía el proyecto Erasmus así: “Un joven catalán conoce a una chica en Flandes, se enamoran, se casan y se convierten en ciudadanos europeos, como sus hijos. La idea Erasmus debería ser obligatoria no solo para los estudiantes sino para los taxistas, fontaneros y otros trabajadores. Pasar tiempo en otros países es el mejor camino para la integración”.

¿Pero cuánta gente y cada cuánto puede hacer eso? ¿Qué pasa con quienes no frecuentan más horizontes que los propios, por voluntad o por necesidad? Una vez más parece una tarea inacabada del arte y la cultura, tan americanizadas, salvar esa brecha. De libros y series alternativas a Friends, en formato europeo, o de una industria cultural que visibilice la diversidad real de Europa, desde los Balcanes a Escandinavia, y la experiencia supranacional de estas generaciones que hicieron suya la historia política y familiar de sus amistades italianas, holandesas o polacas, memoria común que los libros de texto fragmentan por naciones, distanciándonos, pero que se siente como propia y transnacional cuando se vive y comparte. Cuando esas diferencias identitarias se enamoran y encarnan una nueva vida con una sola memoria. Más o menos representativas, reflejan un hito social de la Europa contemporánea que solemos obviar bajo el ruido mediático nacional. Y que el populismo aprovecha para socavar la integración. El director alemán Wim Wenders, en su conferencia Un alma para Europa, denunció este déficit de cultura o de soft power, el vacío espiritual del continente, colonizado por Hollywood, y la necesidad de cultivar un sueño europeo que hiciera frente al manido sueño americano. ¿Qué puede aportar el sueño europeo? Para Wenders, liberación del materialismo, pues Europa no es solo mercado, sino valores y una historia tan larga como la Humanidad.

Iniciativas mediterráneas como el movimiento Slow Food, fundado por Carlo Petrini en 1986 en Italia, se difundieron por toda Europa y son una demostración práctica de la contestación cultural al American Way of Life. Pero hay muchas más. El sábado pasado se celebró en Bruselas el Día del Multilingüismo. La Casa de la Historia Europea organizó visitas para explicar cómo los puentes que tendió Europa para superar sus barreras lingüísticas tejieron el mosaico actual. La guía insistió en el reto que supuso para los comisarios del museo recabar piezas sobre los hitos que a lo largo de los siglos hilaron su historia y edificaron la UE, desde sus raíces lingüísticas a las filosóficas y políticas, como la democracia. El museo, que es una maravilla en la forma y el fondo, fue inaugurado en 2017 con el objeto de servir de hogar a la memoria colectiva, hogar donde todas las naciones, con sus diversas lenguas e historias, se reencontraran.

Para nuestra cultura material esos vínculos e influencias mutuas son tan imperceptibles como las interrelaciones que sostienen los ecosistemas que tanto maltratamos. Justo lo que el populismo aprovecha para socavar la integración. Pero para visibilizarlas, la impresionante escultura El vórtex de la historia vertebra todo el museo en el hueco de su escalinata central. Está formada por una larga filigrana de metal tipografiada con citas escritas en diversas lenguas que se entrelazan, materializando el lema de la UE: “Unidos en la diversidad”.

El recorrido empezó ante la réplica de una metopa del siglo VI a.C. encontrada en Sicilia, en la que se representa el mito del rapto de Europa. Europa era una princesa fenicia a la que el dios Zeus, metamorfoseado en toro, secuestró en lo que hoy es Líbano y llevó a la isla de Creta. Como todo buen mito, bebe de la realidad. La influencia fenicia en el Mediterráneo es patente, hasta el punto de que el propio alfabeto griego procede del fenicio. A lo largo de la visita recorrimos la historia del continente, pasando por la revolución editorial y la expansión de las ideas, la literatura y el arte, la revolución industrial, el movimiento obrero o el nacionalismo. Al llegar al fin de la Segunda Guerra Mundial, ante una Europa devastada, Robert Schuman, entonces ministro de Asuntos Exteriores de Francia, propuso que Francia y Alemania, eternos rivales, combinaran sus producciones de carbón y acero. Al unir esas industrias, imprescindibles para la guerra, el conflicto sería «materialmente imposible» y facilitaría el camino hacia la paz y la unidad europea. Impresiona pensar en el esfuerzo de traducción e interpretación del vasto cuerpo de leyes y Derecho que sostiene la Unión, y que dentro de su complejidad burocrática, articula y hace posible la utopía de Víctor Hugo. Es el tipo de esfuerzo que no sale en la foto y que solo se valora cuando lo perdemos. El tipo de esfuerzo que, pasado el tiempo, la amnesia colectiva banaliza.

Nos recordaron entonces que quienes respaldaron el Brexit olvidaron la razón por la que germinó esa unión (o la tergiversaron dándole la vuelta). Y aunque emplearon otras palabras, venían a decir: «Aunque el vínculo fue económico, la economía no era el objetivo. El objetivo era la paz, idiotas». La visita remató ante una biblioteca rebosante de diccionarios de todas las lenguas de la Unión presidida por otra cita de Umberto Eco: «La lengua de Europa es la traducción», otra buena forma de definir la tan esquiva alma europea: Europa ha prosperado en la cooperación y superación de sus fronteras y barreras lingüísticas, en aras del entendimiento y de valores como el respeto a la diversidad. Y pese a sus flaquezas o injusticias pasadas, hoy lo sigue haciendo en búsqueda de un horizonte verde, tolerante y pacífico. Es por ello objeto de admiración y rencor…

En las guerras –nos recordaba nuestra guía– la lengua es una de las primeras armas. Se afila para denigrar o se retuerce para manipular. Llevamos años viendo cómo el lenguaje se caldea. Por eso conviene ser cautos y saber identificar las trampas del lenguaje que, muy a menudo desde dentro, boicotean el discurso de la paz por «ingenuo» o «políticamente correcto», mientras alientan el discurso del odio desde su realismo «honesto» y «sin complejos». El progreso no es lineal, está lleno de traspiés y desvíos, como el vórtice de la historia, pero entrelíneas están las constantes que lo apuntalan y han hecho de Europa el mayor proyecto supranacional del planeta.

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