Paco de Lucía, 10 años desde que quedaron en el aire sus guitarras

El músico y guitarrista Paco de Lucía. Foto: Victoria Iglesias.

Cuando se cumplen 10 años de la muerte de Paco de Lucía, hoy, tengo la suerte de encontrar en el estudio unas diapositivas. No están todas, solo unas cuantas. Pero son lo suficientemente evocadoras para que recuerde aquella sesión en su casa de Madrid. Apenas unas pinceladas, que me devuelven la mirada y la sabiduría de un genio tocado con una de esas bolitas de colores, como decía Camarón. Para él llenas de música, que es aquello que no se puede ver y que se queda unos segundos en el aire, en su caso desde las cuerdas de una guitarra ( o desde un laúd).

Cerró los ojos y pareció desaparecer. Poco a poco, vibrando con su propia creación, atrapado en ella. Haciendo que la vida levite donde el mismo cuerpo perece. Se hizo líquido y abundante, y el público empezó a ser arrastrado por esa corriente, entre peces de colores, y especies saladas de la marisma, adheridos a esa energía que salía desde el centro del escenario. Él siguió moviendo los dedos y levantando sonidos encadenados. Sin mirar, solo sintiendo. Todos le imitaron, y cerraron también los ojos. Un buen rato, hasta que alguien se atrevió a pestañear. Fue entonces cuando el instrumento pareció desaparecer. Porque allí, bajo los focos, solo estaba una figura a contraluz, o su energía; ya que cuando Paco tocaba casi que no le hacía falta guitarra.

No hablemos entonces de acordes, ni de arpegios, obviemos el mástil y las cuerdas, que se deshaga el instrumento, que apaguen las luces, que los altavoces enmudezcan, que se detenga la respiración…Ya que a él solo le bastaban sus dedos y el aire, para hacer música.

Nada más que un genio puede mantener 6 minutos (Entre dos Aguas) una pieza instrumental. Atrapando, como lo hacía, a todo un gentío, incluso ajeno al flamenco. Tal vez lo consiguió gracias a que había sentido la mezcla de dos mares, el aire lleno de sal, la luz del sur con el sol colado por el viento que murmuraba sin parar y a veces soplaba, pelando la piel con la arena que arrastraba las olas mientras echaba salivazos de espuma a la playa.

Como Camarón, era el niño que no había tenido estudios, ni de música. Que nació en un rincón perdido del mundo, pero que, desde chico, enseguida fue aquel muchacho que dominó todos los palos del flamenco.

Los señoritos alargan la juerga, la algarabía en la casa familiar, y Paquito, el de la portuguesa, lo aprovecha, y abre los ojos y los cierra para memorizar, y así el oído se le va haciendo inteligente. Todo lo que ya sabe con seis años, y con once, y que empieza a tocar después, sale solo, como
sin esfuerzo. Su precocidad innata hace que incluso creen el premio Javier Molina para él, porque era demasiado chico para las reglas de la competición: ¿Y ahora qué premio le damos? Se preguntaron en el Concurso Internacional de Arte Flamenco de Jerez de la Frontera, en 1962.

Luego pasan los años y sigue evolucionando. Después se viene a Madrid y todo lo demás…Todo lo que significó y significa Paco de Lucía.

Entre las planchas de diapositivas que interpreto gracias a una bombilla, veo un laúd. No suena, pero apenas unos milímetros de imagen me bastan para identificar la foto.
Olé, es la foto, mi Paco. ¿Laúd? Busco como loca las fotos en las que debe aparecer con la guitarra, pero no las encuentro. Acepto laúd.

Entonces recuerdo aquel sofá en su casa de Madrid, y que aquella noche iba a tener concierto. Recuerdo que Paco tardó en aparecer y que allí, a mi lado, estaba su guitarra. El redactor me dijo: “Tiene muchas”, y salió del salón tal vez para ir a preguntar por el artista. No sé en qué estaba pensando yo, tal vez tenía la falsa certeza de que aquellas clases que me había dado el vecino, en Basauri, me hacían apta para tocarla. Y lo hice. Llevada por mi ingenuidad, la cogí, la acaricié y la olí. Y nunca pensé que estaba haciendo algo incorrecto. Así que me solté con lo que sabía, una de José Alfredo Jiménez:

“Por la lejana montaña
va cabalgando un jinete.
Vaga solito en el mundo
Y va deseando la muerte”.
Hasta que cuando iba por «lleva en su pecho una herida…”, aparecieron los dos: el redactor y De Lucía.

Sí. Estaban allí, mirándome, plantados en la puerta…

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