Papaionnou, el deseo del cuerpo masculino perfecto

Dimitris Papaioannou y Haris Fragoulis en un momento de ‘INK’. Foto: Julian Mommert.

Dos hombres, uno vestido y otro desnudo, comparten durante una hora el mismo escenario, les empapa la lluvia y les envuelve la luz. Sin embargo, les separa un lienzo transparente, las espigas agostadas, la ropa y la piel. Casi se tocan o casi sin tocarse, ambos permanecen en constante movimiento ante los ojos ávidos de los espectadores. La pieza se titula ‘INK’ y puede verse los días 23, 24 y 25 de noviembre, como parte de la programación del Festival de Otoño, en los Teatros del Canal de Madrid. Autor: Dimitris Papaionnou (Atenas, 1964).

El coreógrafo griego no es ni mucho menos nuevo en la ciudad. En 2017 presentó en Matadero The Great Tamer y, antes, algunos fragmentos de sus creaciones habían circulado de forma viral a través de las redes sociales. Recuerdo especialmente una escena de Nowhere (2009), en la que una fila de bailarines movían al unísono sus brazos para quitarle la camiseta a una mujer. El Festival de Otoño acogió en la edición anterior Transverse Orientation.

Dimitris Papaionnou es uno de los grandes creadores escénicos de la actualidad. Aunque solemos referirnos a él como coreógrafo, su obra rebasa los límites de la danza contemporánea, e incluso de la danza teatro y de la estela iniciada por Pina Bausch, de la que es un gran deudor, como expresó en Since She (2018). El circo, la pantomima, los títeres o la performance son otras de las disciplinas que configuran sus montajes: máquinas dramáticas que pese a hablarnos de los mitos griegos (y cristianos) –los conocemos al dedillo– consiguen devolvérnoslos con frescura. Desde que fundó Edafos Dance Theatre junto a Angeliki Stellatou en 1986 hasta su posterior camino en solitario, Papaionnou ha abordado la tragedia de Medea, el deseo de Pigmalión, la furia del Minotauro, el rapto de Europa, el nacimiento de Venus, la epifanía de la Virgen, la Guerra de los Gigantes…

Su trayectoria tuvo un punto de inflexión en el año 2004, cuando se encargó de organizar las ceremonias de apertura y clausura de los Juegos Olímpicos de Atenas. Los espectadores de todo el mundo descubrimos entonces la imaginación inagotable de un artista que por el momento solo se había movido por los teatros independientes de Grecia. Una estatuilla cicládica de escala colosal, suspendida en el aire del estadio, se abrió como una piñata para dar nacimiento a toda la historia del arte en Occidente. Así, por todo lo alto, comenzó la carrera internacional de Papaionnou, con una gran ópera barroca en la que no faltaba ningún elemento. A partir de entonces ha ido alternando espectáculos multitudinarios con creaciones más experimentales, en las que el humor y la ternura se entremezclan con imágenes milagrosas, que parecen extraídas de la pintura bizantina.

Pintura, cómic, cine

Tras haber pasado por el taller de Yannis Tsarouchis, el pintor griego que en la década de los 60 renunció a las vanguardias y apostó por un estilo de corte figurativo obsesionado por el desnudo del hombre, Papaionnou estudió en la escuela de Bellas Artes de Atenas. En los cómics del joven estudiante –llegó a tener cierto reconocimiento en este campo– y en los posteriores espectáculos del creador universal podemos ver el mismo homoerotismo que atraviesa la obra de su maestro: marineros, héroes, ejecutivos o dioses en aparente calma, en lugares cotidianos y ajenos a nuestra mirada.

El éxito de su propuesta se debe a la tensión permanente entre dos polos: la comedia y la tragedia, la desnudez y el decoro, la historia y el progreso. Hay en todas las obras de Papaionnou una narrativa del encuentro y la separación que las hace accesibles incluso para los menos aficionados a la danza contemporánea o al teatro experimental. Pongamos algunos ejemplos. En 2 (2006) vemos a una pareja de hombres caminando al encuentro. Por muchos pasos que dan, cierta inercia –como si fuera el viento–, parece oponer resistencia a que avancen. Cuando casi van a cruzarse, uno enciende un cigarro y otro un mechero; sin embargo, por mucho esfuerzo que hagan en acercarse, no lo consiguen. En Still Life (2014) un personaje trata de despegarse de la roca en que está incrustado. Se retuerce sobre sí mismo, la horada hasta poder sacar parte de su cuerpo, como si fuera Sísifo tratando de escapar de su condena.

Los dos bailarines de ‘INK’. Foto: Julian Mommert.

Probablemente debido a esta misma tensión, en la obra de Papaionnou abundan las escenas de equilibrismo y contorsionismo. En las manos de los intérpretes, las silla, escaleras, mesas, lámparas y espejos cobran vida como si estuvieran insufladas por un espíritu. Podríamos hablar de teatro de objetos y también de teatro de sombras, cuando, en ocasiones, la escena consigue superar los efectos especiales del cine con recursos que forman parte de las periferias de las artes escénicas: los espectáculos de magia, el cabaret o el clown. Entre sus grandes referencias se encuentran Federico Fellini o Jacques Tati, por lo que tienen de carnavalesco. Consigue que caminar sobre el agua, emerger de los abismos, levitar a varios centímetros del suelo, desdoblarse en dos y más personas, intercambiar las extremidades de los bailarines, hacer brotar la yerba o el fuego, o sostener rocas de mármol que caen del cielo sea posible gracias a las tramoyas y la iluminación, y a una manera muy particular de entender el cuerpo, como si fuera la marioneta con la que trabajan los propios intérpretes.

La belleza del cuerpo masculino

Parte del público acude a ver las piezas de Papaionnou con la alegría de contemplar los cuerpos jóvenes de sus bailarines. Pero lejos de ser un espectáculo morboso, el teatro se convierte durante un tiempo en una verdadera lección de anatomía. En The Great Tamer cita literalmente el cuadro homónimo de Rembrandt y en Primal Matter (2013) imagina una suerte de taller mecánico para esculturas clásicas, en el que uno de sus bailarines, con proporciones que nos hacen pensar en el hombre vitruviano, encarna un ideal que va mucho más allá de lo concreto, más allá de la atracción sexual o el placer escópico.

Lo que hoy hace realmente original el trabajo de Papaionnou es la reivindicación de un concepto de belleza idéntico al que entendían los griegos antiguos. En estos tiempos convulsos en los que la mayoría del teatro, aunque pretenda comprometerse con alguna causa política, suele quedarse en un panfleto pornográfico, sus piezas de danza brillan con la luz propia de las primeras veces. Tienen algo de surrealismo, están cuajadas de poesía, su humor es blanco y su erotismo, inocente. Sobre el escenario esos jóvenes desnudos no son un mero objeto de placer, sino la expresión de un deseo de belleza. Y la belleza, como decía Platón, es la imagen del bien y la verdad.

‘INK’, de Dimitris Papaioannou. Foto: Julian Mommert.

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