¿No es hora ya de parar el feísmo que devora nuestros paisajes y pueblos?
¿Cuántas veces nos ha dolido ver un paisaje herido, mutilado? Es una mezcla de vergüenza, impotencia y rabia que produce nuestra cada vez más frustrada relación con la naturaleza y con todo el patrimonio local que demolemos o reemplazamos sin respeto al valor intelectual y emocional que lo levantó. Durante décadas, la violencia del paisaje que desató el feísmo se transmitió como una epidemia por España tapiando nuestros horizontes y el mínimo sentido de armonía a nuestro alrededor. Aunque se contagiaba por incultura, brotó por una falta de higiene política, teniendo su principal foco en las concejalías de urbanismo, donde dicha incultura se conchabó con la fiebre desarrollista y la especulación. Ante semejante panorama, el arquitecto Carlos Henrique Fernández Coto comenzó hace unos 30 años a divulgar las atrocidades que el llamado “nuevo urbanismo” (“desvertebrado, salvaje y especulativo”) estaba cometiendo en Galicia, uno de los territorios donde el feísmo más daño ha hecho.
El decano de los geógrafos españoles, Eduardo Martínez de Pisón, ha advertido más de una vez con preocupación la necesidad de aprender a mirar. De levantar la vista de las pantallas para abrir los ojos al mundo real, en el paisaje. Porque eso que descuidamos como si fuera un simple decorado de la vida es precisamente su escenario, el centro de la acción, y nosotros, los que estamos ciegos y al margen, en una burbuja a punto de pinchar. El paisaje es ese gran libro olvidado que alberga la vida, nuestra historia, y los misterios de la ciencia. El primer libro que deberían enseñarnos a leer, del que éramos parte pero cerramos al salir de un portazo. Deberíamos reabrirlo y contar el paisaje a los niños antes de que los monstruos lo borren con la voracidad urbana del llamado feísmo.
Érase una vez el paisaje que nos rodea. Antiguo como los dinosaurios, escrito en la lengua de los bosques y montañas como un gran libro abierto a la intemperie, lengua que la humanidad aprendió en su infancia prehistórica, pero que fue olvidando hasta dejar de entenderlo y abandonarlo. Lo que le era familiar enmudeció y pasó a un segundo plano, cosificándose hasta quedar relegado por simple valor estético a decorado de autopistas, fondo de Instagram o reclamo inmobiliario y turístico. La cáscara del progreso. ¿Cómo la sustancia de la que venimos, de la que estamos hechos y a la que estamos unidos, ha podido quedar reducida a eso? ¿A un simple conjunto de materia del mismo tipo que una bolsa plástica o un vidrio?
Para geógrafos como Martínez de Pisón, nuestros ojos se han acostumbrado tanto al lenguaje de las pantallas que se han vuelto analfabetos ante el mundo real, eclipsado por el virtual. El politólogo Giovanni Sartori lo advirtió en su obra Homo videns, la sociedad teledirigida (1997), como tantos críticos de la cultura de la imagen. Otros geógrafos, impulsores del Manifiesto por una Nueva Cultura del Territorio, atribuyen a la incultura la gestión irresponsable del suelo perpetrada por el ladrillazo, y nos previenen de retos globales como la pérdida de dependencia del espacio físico. En la Antigüedad, la geografía era la base del conocimiento por acotar la realidad, o sea, lo que justo antes del cuerpo nos rodea y nos sostiene. Pero hoy esto parece no importar.
Hoy la realidad ha sido superada por el discurso global y su espectacular representación del mundo, tan simbólica desde el lenguaje a los píxeles que nos cultiva como seres abstractos antes que como seres vivos. Aprender a mirar significa romper esa burbuja para volver a leer el horizonte como un libro abierto, cuya encuadernación vegetal y páginas de piedra carcomen y apolillan a diario los monstruos que produce el sueño de la razón: la explotación urbanística e industrial, la deforestación, el fuego. Porque al materializarse la ideología en un mundo funcional (ciudades, aviones, pantallas), nos hemos acostumbrado tanto a disfrazar el planeta que ahora vivimos en el disfraz y creemos que la realidad es eso, esa máscara bajo la que lo hemos plastificado.
Así lo asumen los nativos digitales, a los que cada vez más les parece ajeno el paisaje que contemplan desde las autopistas o desde el avión, desde los no-lugares que definió el antropólogo Marc Augé, lugares de paso, tan frecuentes ya como los virtuales, sustitutos del territorio físico donde el ser humano esculpió su historia y al que, por mucho que su imaginación reniegue, su cuerpo pertenece. Es el riesgo de una cultura más mediática que empírica, con los pies en la tierra: vendarnos los ojos con un paisaje imaginario (hecho de imágenes), antropocéntrico y sesgado, a contracorriente del real que nos sostiene, la biosfera, por el que vamos dando palos de ciego hasta ponernos en peligro, como advierten los científicos con los límites planetarios.
El dolor de los sentidos
¿Cuántas veces nos ha dolido ver un paisaje herido, mutilado? No sabemos dónde duele, pero duele. Como el dolor fantasma de un miembro perdido en personas que han sido amputadas. Es una mezcla de vergüenza, impotencia y rabia que produce nuestra cada vez más frustrada relación con la naturaleza. Y con todo el patrimonio local que demolemos o reemplazamos sin respeto al valor intelectual y emocional que lo levantó. Quienes reducen esta afección a la vista lo llaman contaminación visual, indolencia que podría estar detrás de muchas otras agresiones ambientales. Porque cuando ya no te importa dañar la vista de tus ojos, ¿qué te importa dañar el aire o el mar que apenas ves? Enseñar a leer el paisaje podría ser la clave para acabar con todas las formas de contaminar. Porque no es una cuestión de gusto. Si el paisaje es la síntesis que hacen nuestros sentidos del medio del que dependen y para el que fueron predispuestos al nacer, el impacto paisajístico, que también rasca, apesta o rechina, duele porque va directo a la línea de flotación de nuestra supervivencia.
Personalmente, recuerdo bien cómo me afectó la degradación del paisaje que era mi vida, territorio milenario donde los juegos y experiencias se entrelazaban con los de generaciones pasadas. Aquel rastro se perdió tras la deforestación, urbanización y llegada de materiales no biodegradables que, dispersándose por el lugar, lo devoraron hasta amputarnos el paisaje. Más que una disonancia o cuestión estética era como si la tecnodiversidad sepultara la biodiversidad y cada nuevo material atascara cada vez más la resiliencia del ecosistema, que en un grado u otro siempre se había regenerado.
El feísmo, una enfermedad contagiosa
En Galicia la contaminación visual se diagnosticó como feísmo urbanístico, por todas esas construcciones improvisadas o de diseño que desfiguraron su paisaje costero y rural, minando un fértil patrimonio natural al que su cultura tanto le debía, desde la poesía a la fantasía. En el clásico El bosque animado los árboles de una fraga despertaban ante el progreso intruso que representaba un poste eléctrico. El propio himno gallego da voz al rumor de los pinos, que al mecer sus copas se quejan del olvido en que ha caído Galicia. Si hoy los árboles hablasen se quejarían de un paisaje desolado por el olvido de los gallegos, por los devastadores incendios y por los monstruos del feísmo. La diversidad de dichos monstruos demuestra el fraude del progreso cuando pone en manos de homínidos el poder de materializar sus ocurrencias sin aparejar cultura científica o responsabilidad ética.
Durante años, la violencia del paisaje que desató el feísmo se transmitió como una epidemia por los pueblos gallegos. Aunque se contagiaba por incultura, brotó por una falta de higiene política, teniendo su principal foco en las concejalías de urbanismo, donde dicha incultura se conchabó con la fiebre desarrollista y la especulación. Hoy en día cualquier vecino contribuye a propagarla si no toma precauciones. Puede reconocerse por síntomas como protuberancias de ladrillo, cemento o uralita, cierres de finca con somieres, bañeras para el ganado como abrevaderos, casas de estilos y colores a gusto del consumidor, malformaciones y apaños chapuceros, monstruos que fueron arrancando páginas de vida y de historia al paisaje. Los expertos lo achacan al hambre urbanística de los 60 y 70, caracterizada por el irracional racionalismo estético, y reavivada en los 90 con el boom del ladrillo, hasta dejar un paisaje sembrado de escombros, cual museo de los horrores.
Guardianes del patrimonio
Ante semejante panorama, el arquitecto Carlos Henrique Fernández Coto comenzó hace unos 30 años a divulgar las atrocidades que el llamado “nuevo urbanismo” (desvertebrado, salvaje y especulativo, como lo describe) estaba cometiendo en Galicia. La llegada de las redes sociales le permitió concienciar e involucrar a más gente desde 2012 con la página ‘Canibalismo urbanístico e maltrato da paisaxe’. Una vez que la difusión tomó dimensiones relativamente interesantes (10.000 seguidores, que hoy son 21.075) los propios medios se fueron interesando. “Hoy los políticos ya van cogiendo miedo a que publiquemos sus vergüenzas urbanísticas. De vez en cuando se ve cómo un ayuntamiento demuele por vergüenza algo que nosotros publicamos”. Desde el momento en que Fernández Coto puso el «mal llamado Feísmo” en la agenda del pueblo, comenzó a interesar a los políticos. Sobre todo desde que presentó al Presidente de la Xunta un documento llamado «40 medidas para combatir el maltrato del paisaje» que pasó a formar parte de la legislación. El tema llegó a suscitar debates, congresos y hasta una Tesis Doctoral en una universidad británica.
Para este defensor del patrimonio, el feísmo tiene una explicación sociológica, no económica: la ciudadanía se fue desapegando de la herencia recibida -patrimonio natural y construido- y dejó de respetarse, especialmente tras la segunda emigración, la de Europa: “La arquitectura tradicional para ellos tenía un paralelismo con la pobreza que vivieron, y al regresar la rechazaron construyendo un mundo nuevo, de casas distintas con distintos materiales”. Insiste en que no es cuestión sólo de legislar (“el aparato español es muy lento y poco eficiente para combatir los excesos urbanísticos”), sino “de aprender a amar, de formar a los niños a querer y cuidar todo lo que heredarán”. Recuerda también que durante años caló aquello tan individualista de «mi finca es mía y en ella hago lo que quiero», cuando la propia Constitución y las leyes hablan de «la función social de la propiedad» y la armonización con el entorno, cosa muy presente en países como Francia o Suecia. “Debería aplicarse la norma de armonización, impidiendo que cada cual haga su casa según la última película que vio. La responsabilidad es colectiva, de una sociedad que al no estar informada y formada en valores de protección y orgullo, desprecia y maltrata. Habría que revisar casi todos los planes, porque todos están basados en números sin tener en cuenta lo preexistente”.
Fernández Coto preside Apatrigal (Asociación para a defensa do patrimonio cultural galego) creada en 2016, que imparte conferencias y presenta denuncias formales por agresiones al patrimonio. Con muchos más proyectos en la cartera y unos 40 asociados, busca patrocinadores y recomienda proyectos afines como Galicia es más (de turismo sostenible), esta irónica guía que distingue tipos de feísmo, o La ciudad del mañana que mediante talleres inculca el amor por el patrimonio a niños y jóvenes.
La voz del paisaje
Siempre que vemos un paisaje lo hacemos con un filtro. El que la cultura de nuestro tiempo nos ha puesto en la mirada. De hecho, por más que vayamos al campo para aproximarnos al paisaje, lo seguiremos viendo con ese filtro si no sabemos leer o interpretar el territorio libre de él. Tal como lo define Martínez de Pisón, el paisaje es una suma de territorio y de cultura, pero la cultura actual y su interpretación utilitarista del mundo se han materializado tanto que rivalizan con el territorio y lo impregnan de sentido. La biosfera y la tecnosfera se entremezclan y nuestro propio ruido lo deja mudo. Una simple casa en medio de un paraje virginal, una papelera o una bolsa de supermercado bastan para frustrar nuestra percepción biológica, porque la cultura que arrastran es más significativa para nosotros que la información que el ecosistema dirige a nuestro organismo desde hace miles de años. Y que ya no sabemos leer.
El paisaje no es plano y estático, sino profundo y dinámico, un mar de estímulos. Así lo era al menos en el mundo analógico. El geógrafo Jorge Pickenhayn, en su trabajo Semiótica del paisaje, señala: “El paisaje habla por medio de sus distancias y volúmenes; por sus claridades y sombras, por sus colores, sus formas y contornos; por sus perfumes y sabores; por sus filos, puntas, tersuras y rugosidades; por sus ruidos y su música. Pero también habla por lo que los hombres quieren que diga; por el libreto que le asigna poder; por el guion que le construyen los medios de comunicación masiva”. Asumiendo que el territorio es la superficie del mundo real, que empieza en la tierra que pisamos y al respirar leemos, la atención y la percepción son clave para educar la mirada y leer los paisajes en clave biológica, patrimonial y científica. Aunque tengamos ante nuestras narices la historia más grande jamás contada, y más medios que nunca para descifrarla, la menospreciamos replegándonos en ciudades y prefiriendo historias televisadas. Las nuevas generaciones metabolizan así el paisaje urbano que las rodea, creyendo que el asfalto y el ladrillo son tan inherentes como el aire o el agua, insonorizando su cuerpo y su mente del mundo real. En ese contexto de incomunicación territorial, el cambio climático y el feísmo son solo otras caras del mismo problema que causa también la despoblación.
Réquiem por el paisaje de nuestra vida
Muchas personas sueñan con tener una casa frente al mar o un chalé con vistas. Un trocito de mundo particular. Si no pueden, les basta con construir una casa a capricho sin importar su impacto ambiental. Porque su propiedad privada es más cara que ese viejo solar sin urbanizar. Así, con esa mentalidad, poco a poco hemos ido colonizando costas y montes, urbanizando lugares que precisamente apreciábamos por su virginidad. Privatizando oasis de vida como las islas. Y no lo hacemos con respeto, sino edificando monumentos a la ignorancia, rodeándonos de un descarado menosprecio al patrimonio natural y cultural. Finalmente, la mayoría vivimos rodeados por los monumentos a la ignorancia de los demás, tapiando nuestro horizonte y todo lo que en algún momento nos hizo libres pero terminaremos recordando con un resignado “Antes, todo eso era campo”.
Durante años nos convencieron de que el precio del progreso era sacrificar la naturaleza, excluyéndola de éste y haciendo de ella algo obsoleto. Quien se opusiera a esto era un idealista o un reaccionario. Ahora el problema del plástico parece evidente, solo tras haber inundado de plástico los océanos. Lo mismo ocurre con el cambio climático y los negacionistas, que son ahora los ilusos. Lo mismo pasará con el paisaje si no lo abanderamos como propio con realismo. Poblar colonias aisladas del sistema que nos sostiene y diseñar una ingeniería virtual al servicio de su distracción ya no es práctico ni racional, sino la paranoia colectiva de una sociedad expuesta a un paisaje imaginario y una cultura de la imagen. Los geógrafos firmantes del Manifiesto por una nueva cultura del territorio apelan al gran arquitecto clásico, Vitrubio, que hace más de 2.000 años dijo: “Los territorios deben ser útiles, bellos y sostenibles”. Si el paisaje es el libro más grande que se ha escrito, las nuevas generaciones tienen mucho que aprender de él. O le contamos el paisaje a los niños o los monstruos lo devorarán, arrancando a cada bocado páginas irremplazables de nuestra vida y de nuestra historia.
COMPROMETIDA CON EL MEDIO AMBIENTE, HACE SOSTENIBLE ‘EL ASOMBRARIO’.
Comentarios
Por Enrique, el 11 enero 2019
Yo sufro el feísmo a diario (vivo en la costa levantina) y no puedo mas que entristecerme por los desmanes estéticos que han cambiado nuestro precioso pais y paisaje hasta el absurdo. Desprecio a los políticos que lo permitieron, a los arquitectos que lo validaron y a los promotores que lo financiaron.
No estoy en contra del urbanismo, pero hemos dejado nuestro territorio en manos de ignorantes codiciosos que, con el pretexto de crear empleo y riqueza, han destruido el que podía haber sido el litoral mas bonito de todo el mediterráneo. Así no se crea riqueza. Empleo si, claro. Del malo, del que no dura ni 10 años, a no ser que se siga construyendo… ¿pero dónde está el límite?, Este desarrollo empobrece realmente a los pueblos. Construyamos, si, pero construyamos BONITO y con mesura. En fin. Palabras vanas, lo se.
Por José María Silva Alvarez, el 11 enero 2019
Es un artículo muy trabajado, se nota que el autor está súper informado. Enhorabuena eres Grande.
Por Armando, el 11 enero 2019
Buen artículo, pero criminal ausencia de fotografías si consideramos el contenido del mismo.
Por David, el 11 enero 2019
Qué pena que el valor de la vida se resuma al valor del dinero. Por ejemplo, aquí en la Costa del Sol sólo verás abominaciones de hormigón, y todavía continúa el desastre. Lo peor es que ya ni siquiera cabemos tanta gente aquí. Y quien habla lleva aquí viviendo toda su vida, soy autóctono, fauna local. Mis ojitos han visto cómo ha cambiado todo, a peor, en tres décadas de nada.
Encima esto ya no parece tener arreglo, o mejor dicho, no parece que a ningún político le interese remediar el problema.
Por manola, el 07 junio 2019
Los responsables son los gobiernos ,centrales autonómicos y municipales, que sólo han tenido en cuenta el terreno para especular con el. Si no ha habido en España ninguna norma constructiva, es porque no ha habido ninguna ley urbanística.
Son los gobiernos del Poste, los culpables del desastre. No los cidadanos
Por manola, el 07 junio 2019
He querido decir los gobiernos del PP y del PSOE, no los del Poste