La pasión por los pájaros de la interiorista

Foto: Pixabay.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

“En la primera hora no sentí absolutamente nada. Sus manos se desplazaban de manera torpe por mi piel, obvias, perezosas de explorar rincones; su fogosidad me aburría. Me centré en las cortinas del ventanal. Un atentado a la luz. Gruesas y recargadas, podrían haberse escapado de un castillo”… Hasta que pasó algo. Un nuevo relato en torno a un amor de verano… (o un polvo de verano).

Por ESTHER PÉREZ 

Mi pasión por los pájaros viene de una época en la que me dedicaba a la decoración de interiores, una época en la que no había nada que me excitara más que un proyecto de casa a rehabilitar. Quizá el atractivo residía en que entrar en una vivienda ajena me parecía algo tan íntimo que a veces hasta me ruborizaba, respirar la cotidianidad de otros, cambiar las cosas de lugar, imaginar momentos vividos en cada estancia por personas que me inventaba, o tener el poder de desechar objetos. Aquello me proporcionaba un placer sólo comparable al buen sexo, el que no solía tener, no por falta de ganas, sino porque los azares esporádicos me hacían coincidir en tiempo y espacio con individuos, digamos, poco o nada compatibles con mi pasión y ritmo.

Vicente, recién separado, de unos cincuenta y un mal gusto casi exquisito a la hora de vestir y perfumarse, me contrató para dar un nuevo aire a su casa. Es decir, para enterrar en el olvido cualquier atisbo de la influencia femenina de su ex. Me citó en un rellano de poca luz a las tres de la tarde un viernes de agosto. Vente sin comer -me dijo- si te parece llevo algo de picoteo.

La casa era, cómo decirlo, áspera, rancia, insípida. Con un tufillo a tiempos pasados que se negaron a evolucionar. Los muebles tenían la impronta de la estanqueidad, la falta de aire, pero Vicente me trasladaba de habitación en habitación como quien recuerda un festejo. Aquí solíamos cenar las noches de verano, Lourdes se empeñó en poner esta chimenea decorativa…

No sé si fue el calor, la falta de luz del cuarto donde estábamos o la botella de Somontano que nos bebimos, el caso es que antes de empezar con el postre, tenía a Vicente encima de mí, con los pantalones a la altura de las rodillas, gritando “sí, sí, síiiii», sobre un sillón de cuero agrietado que no compaginaba nada con la vitrina art déco que tenía a sus espaldas, sin duda una de las primeras cosas que mandaría eliminar.

En la primera hora no sentí absolutamente nada. Sus manos se desplazaban de manera torpe por mi piel, obvias, perezosas de explorar rincones; su fogosidad me aburría. Me centré en las cortinas del ventanal. Un atentado a la luz. Gruesas y recargadas, podrían haberse escapado de un castillo. Él seguía a lo suyo, todo su afán era ponerme en posturas imposibles que apuesto sólo funcionaban en su imaginario. Lo que sí merecía la pena conservar era el suelo de la habitación, ya no se hacían piezas de barro así.

Asfixiado por el calor, mi ardiente acompañante se detuvo un momento para abrir la ventana, y la luz desveló nuestra desnudez. Mantenía un cuerpo deseable. Como a la mayoría de los hombres, le había dado por entregarse en cuerpo y alma a la causa del running en cuanto cumplió los cuarenta. Lo mío era genético, era delgada y fibrosa, pese a que el único deporte que practicaba era el de subir y bajar las escaleras de las casas que rehabilitaba, la mayoría sin ascensor. El receso duró lo justo. En cuanto se recuperó, Vicente volvió a tirarse sobre mí al grito de “Dios, qué buena estás». Yo me senté sobre él, y entonces los vi. La pared estaba repleta de decenas de pájaros de colores vivos y colas infinitas que se unían. Me parecieron bellísimos. Apoyé mis manos sobre ellos, mis dedos se pusieron a dibujar siluetas. Respondieron con pequeños movimientos bajo mis yemas. Uno de ellos abandonó la quietud del papel para posarse sobre mí. Sentí calor y escalofríos. Desplegó sus alas sobre mi cuerpo. Se hizo grande. Me cubrió pluma a pluma. Acarició con ellas lugares que otros no supieron encontrar. Me hizo volar, abrazada a él recorrí bosques y crucé ríos. Nos encaramamos a ramas desde las que vi el sol ponerse. Hizo que mi piel se erizara.

Cuando acabó, exhausto y lleno de sudor, me preguntó qué me había parecido.

–¿La casa? –apunté–. El papel de estas paredes, el papel, seguro que se queda.

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