Pensé que era posible volver a la fiesta en bici una y otra vez

Foto: Pixabay.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

“Pensé que era posible no parar, seguir pedaleando siempre en pantalones cortos, volvernos a la fiesta, tirar de nuevo al blanco, llenarnos los bolsillos de bolitas de anís, quedarme inmóvil entre sus brazos tensos y el calor de su pecho”… Precioso nuevo relato de nuestra serie de Agosto en torno a un amor de verano.

POR ISABEL CIENFUEGOS

Mi amor tenía un diente roto. Quizá por eso me gustó. Se le notaba en la sonrisa que no acababa de abrir, como si esperase algo para hacerlo, quién sabe qué.

Ahora yo no veía su diente ni su sonrisa, ni el pelo negro y rizado, ni los hombros derechos. Me llevaba sentada delante, en la barra de la bici, agarrada con fuerza al manillar, sus brazos tensos alrededor mío. Volvíamos del pueblo, de la última fiesta del verano, de la música y el algodón de azúcar, el tiro al blanco y los autos de choque. Íbamos tan deprisa que el viento se metía en mis ojos y me hacía llorar. Él se reía un poco y no frenaba, iba silbando. No sé lo que silbaba, cualquier cosa. Música triste de película. Un fuerte que no quiere rendirse. Luchar hasta morir por defenderlo. Tener que abandonar un lugar. Eso veíamos en la pantalla cuando quise coger su mano. No sé por qué. No me gustaba especialmente. Había otros chicos. Román fuerte, muy descarado, Alberto, que tocaba la guitarra, Pedro tan serio y tan, tan guapo. Pero él estaba junto a mí esa tarde en el cine. Me llegaba el olor de su pelo. Un olor de avellana tostada y calor. El calor de su cuerpo a mi lado. Calor sobre el calor del cine. Escuchaba a la vez la película y su respiración pausada, más rápida en la caída de los héroes. Sentí mi mano a punto de tomar la suya. Mi mano avanzó por su cuenta hacia su mano tan morena y tan grande. Qué anchas sus muñecas, qué gracia en las quebradas líneas de los dedos sobre el reposabrazos. Cuánto me costó detenerme. Qué vergüenza la burla de los otros si él rechazaba mi caricia. Era mejor no hacer. Volví a mirar la pantalla. El fuerte ya se había perdido, todos estaban muertos, era triste y daban ganas de llorar. El fresco del atardecer tan dulce a la salida, quedarnos juntos, pero con los demás. Lo vi mirarme. Apenas me dio tiempo de esconder las estúpidas lágrimas. Te acompaño, me dijo. Los otros se rieron, pero ya no importaba. Subíamos la cuesta hasta mi casa. No hablar era tan dulce y tan espeso como el aire. Tan delicioso como fundirse con las nubes, el cielo azul rosado, la luna inmensa sobre los pinos a lo lejos, la noche más brillante que el día, la verja de la casa de mis padres que los jazmines abrazaban, el olor a comienzo de verano del aligustre en flor, mi madre llamándome a cenar. Mis ojos nadaban en los suyos, sin nada que decir, ni siquiera cogernos de la mano. ¿Vas a venir mañana? Sí, sí, claro, mañana hacia las seis, donde siempre, con todos, ya se verá lo que se hace. No faltes. No, no te preocupes. Adiós, me voy, me están llamando. El ruido de batir huevos mientras crucé el jardín. Qué grandes las estrellas.

Eso había sido a principios del verano. Ahora bajábamos de vuelta hacia mi casa, y los días se habían acortado. La barra de la bici se clavaba en mis muslos, me dolía el azote del pelo, el viento frío de la tarde y la velocidad. No sentía las manos de tensas y apretadas para sujetarme. En el bolsillo de atrás del pantalón se ahogaba el osito que me había entregado en la feria, premio del tiro al blanco. Todas las escopetas tenían truco, quizá por eso se acertaba mejor sin apuntar. La caricia del peluche en mis dedos se volvía un recuerdo, no iban a sonreír en octubre los duros botones de sus ojos. Todo iba descendiendo. Su mano se encontró con la mía aquella tarde en el pinar. La retiró justo a tiempo para que no nos vieran. Ya no quiero jugar a prendas, ya no quiero bailar con nadie más, te acompaño a tu casa. El silencio en la verja otra vez. Mis manos en sus manos. Un poco de vergüenza y de temor. Tantísima felicidad. Y no saber qué viene ahora. Hasta mañana entonces. Sí, mañana, donde siempre para irnos al río. Habrá que salir pronto. No sé si me van a dejar. Es igual, yo te espero, llevaré bocadillos, sonreía mi amor con su diente partido, el pelo tan moreno. Estás muy atontada, no sé que te estará pasando, qué haces fuera que te vas a insolar. Pon la mesa y recoge los platos, tiende la ropa luego. Y no vas a salir hasta que acabes de planchar. Sí, pero luego me voy, nos vamos de excursión. Ya veremos. Y el hueco de su mano en la mía. La dulzura que traían sus dedos subía a mi garganta. Tenía que llenarme con suspiros de aquel aire cuajado de resina y calor para aliviar la espera.

La carretera parecía una serpiente bajo las ruedas de la bicicleta. Abrí la boca. Quise que el viento me borrase el sabor de la bola de anís, tan dulce cuando me la entregó, y que se había vuelto harinosa y amarga. El calor de su cuerpo era tibio a mi espalda, tras de mí; los brazos a los lados de los míos. El aliento en mi nuca era un consuelo del atardecer. Qué calor aquel día, junto al río. Cómo brillaba en las pozas el sol, chocando con el agua donde escondí mis piernas flacas, mi cuerpo tan infantil en bañador. Otras se exhibían en la orilla, nadando en el deseo de los chicos, bromas, risas. Buceé sin mirarle y notando sus ojos, la entrada de su cuerpo en el río, la forma de acercarse bajo el agua hasta que tuve que salir a respirar y nos reímos juntos, y nos hicimos aguadillas. Qué pereza tan dulce luego sobre la hierba tibia que arañaba mis piernas. Todo el bochorno de la tarde se colaba por las agujas de los pinos calentando el pan con chocolate. Se había hecho muy tarde, era bronca segura. En el camino de vuelta no apartó su mano de la mía. Por eso nos quedamos atrás, escuchando a los otros más lejos cada vez. Me detuve para atarme bien las zapatillas. Se agachó junto a mí. Qué calor me llegaba de dentro. El sol era tan fuerte ese verano. Y su cara tan cerca era como algo mío. Cómo no abrir mis labios a sus labios. Qué roce tan distinto. Qué firmeza tan tierna. Todo mi cuerpo comenzó a temblar, se puso del revés el mundo, algo se deshacía en mí, más yo que nunca, gritando de alegría y de temor a un tiempo. Ni siquiera necesitamos abrazarnos. Acabé de anudar la lazada. Guardamos el secreto entre las manos juntas y caminamos de vuelta sin hablar. El silencio más dulce que cualquier caramelo. Era de noche cuando llegamos a mi casa. Nos despedimos sin decirnos adiós, mirando cada uno en los ojos del otro, y yo corrí sabiendo que lo iba a pagar.

Se escurrió de repente el verano. Días de regañinas y escapadas. Tardes de sol y espera para dar esquinazo a los otros. Un secreto que todos conocían. Las risitas de burla. Y ahora seguíamos bajando. Me dolía en los muslos la barra de la bici. Y algo me dolía más adentro, un hueco, la deliciosa urgencia de lo que aún no había ocurrido. Bajábamos cada vez más deprisa. Ya no podía contener el llanto, las lágrimas me resbalaban sueltas, desmedidas, redondas de placer y de nostalgia. Se iba haciendo de noche y las casas se acercaban al final del paisaje con su luz y sus cenas y sus camitas, y los juguetes viejos y todos los tebeos que ya no iba a leer. Pensé que era posible no parar, seguir pedaleando siempre en pantalones cortos, volvernos a la fiesta, tirar de nuevo al blanco, llenarnos los bolsillos de bolitas de anís, quedarme inmóvil entre sus brazos tensos y el calor de su pecho en mi espalda, sin repetir los besos, sin haber aprendido a abrazarnos. Pero no era posible, y no iba a pasar. Y no iba a dejar de pasar en el recuerdo.

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