‘Peter Grimes’, la peligrosa hipocresía de la muchedumbre biempensante

Una escena de la representación de la nueva producción de ‘Peter Grimes’ en el Teatro Real de Madrid. Foto: Javier del Real.

Cuando todas y cada una de las aristas presentes en una ópera que se estrenó en 1945 forman parte del discurso actual, no solo podemos aventurarnos a decir que nos encontramos ante un clásico, también podemos asegurar que subirla hoy a los escenarios es casi imprescindible. ‘Peter Grimes’, una de las grandes óperas del siglo XX firmada por el británico Benjamin Britten, cumple con creces estas premisas y la lectura que de ella hace la dramaturga Deborah Warner –en esta nueva producción del Teatro Real en coproducción con la Royal Opera House, la Ópera Nacional de París y el Teatro de la Ópera de Roma, estrenada el lunes en Madrid– es como mirarnos en un espejo. ‘Peter Grimes’ habla del miedo, del odio al diferente, de los rumores y las noticias falsas, de la incultura y la pobreza, del linchamiento público, del peligro de la masa desinformada que opta por tomarse la justicia por su mano.

También habla de acoso continuado, de una opresión de tales dimensiones que es capaz de interiorizar en el alma del personaje protagonista una culpa que no le pertenece. Peter Grimes es hosco, duro, rugoso, solitario, misántropo, pero no un asesino. Es tal la alienación y el maltrato continuado que sufre a manos de sus vecinos que termina por creerse un monstruo y un desecho. Una persona que no merece vivir.

En la taberna El Jabalí vemos cómo la honorable viuda Mrs Sedley acude a la cita con su camello para recoger su jarabe de opiáceos; vemos al reverendo Horace Adams contratar los servicios de las dos sobrinitas de Auntie, la madame y dueña de la cantina. Vemos reflejada a esa turba que asoma cada vez más en los telediarios clamando «¡a por ellos, oé oé oé!» o hipnotizados en masa al ritmo tribal del lolololololo.

Prólogo de ‘Peter Grimes’ en la nueva producción de la directora Deborah Warner en el Teatro Real. Foto: Javier del Real.

El Jabalí es ese lugar en el que, tras una larga jornada de duro trabajo mal pagado, puedes reconciliarte con la vida mientras fuera la tormenta azota con crudeza las calles del pueblo. Porque ¿qué mejor salvavidas vital que poder tomarte una cerveza al final del día? Menos Peter Grimes. El pescador entra en la taberna y se niega a participar de esa catarsis alcohólica, borrega e hipócrita. Apuesta por su singularidad y su vida vivida al margen de convencionalismos. Prefiere afrontar la tormenta en soledad que con el rebaño. Su horizonte vital consiste en lograr unos recursos económicos suficientes que traigan aparejado su reconocimiento social y el amor de Ellen –su alter ego y luz en la oscuridad de esta obra–; y para lograrlo trabaja obsesiva y obstinadamente. Es peligroso y por eso ha de ser señalado, criticado y acosado hasta su aniquilación completa.

Como explica Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, en su texto al programa de mano, alrededor del personaje de Peter Grimes “campa a sus anchas la comunidad biempensante de Borough, reaccionaria, cerrada, beata, compacta, de estrechas miras, constituida por hipócritas sin humanidad erigidos en un auténtico coro de tragedia». Un metafórico y gigantesco espejo alzado en el escenario del Teatro Real en el que parte de la sociedad española y madrileña pueda verse fielmente retratada. “La lucha de Peter Grimes es contra la intolerancia, la ignorancia, la hipocresía y la falta de compasión de una sociedad monstruosa, que no deja vivir a quien no encaja dentro del estrecho patrón de sus mecanismos tribales de comportamiento”.

La dirección de escena de Deborah Warner

El trabajo de la directora de escena Deborah Warner apoyada en su equipo –el escenógrafo Michael Levine, el iluminador Peter Mumford y el coreógrafo Kim Brandstrup– compone un ecosistema perfecto para lograr esa atmósfera opresora y hostil que requiere el libreto y que rezuma insistentemente desde la partitura. Durante las casi tres horas que dura la representación apenas ofrece momentos de respiro. Pocos espacios para el lirismo, pero de una brillantez sanadora. Es el mismo equipo artístico que triunfó con la multipremiada producción de Billy Budd, también de Britten, estrenada por el Real en 2017.

El prólogo resulta especialmente onírico y plástico: la barca premonitoria levitando sobre el escenario, el muchacho que vuela sobre las tablas como si lo meciera muerto la marea en el fondo marino. Pero, sobre todo, la turba, la multitud, tratada como un banco de peces, o una mancha de petróleo iluminada por linternas sobre el mar y de la que se desgajan gotas, como el capitán retirado Balstrode o la profesora Ellen Orford y el resto de personajes que serán imprescindibles para construir el terrible camino de Peter Grimes hacia la autoinmolación.

A partir de ahí todo es sórdido y realista. La luz sombría, las casas tapiadas para evitar que las embestidas del mar entren hasta la cocina, el olor a pescado y a tierra removida por los desprendimientos. El alcohol barato y la gasolina de las antorchas dispuestas a quemar al pelele en una representación pública de un linchamiento deseado. La niebla y el frío. La lluvia que cae sobre el escenario. Y sobre todo, el olor del odio. Todo eso golpea al espectador, pero no solo a través de los ojos, también de oído gracias a la intensa música de Britten. De esto último tiene mucha culpa Ivor Bolton, director musical de esta producción que junto a la orquesta del Teatro Real ofrece una interpretación repleta de matices y dinámicas que contribuyen a partes iguales a realzar los momentos descriptivos de la partitura, pero sobre todo una continua y fina atmósfera inquietante y nebulosa.

En las manos de Warner el coro del Teatro Real se crece y multiplica. Sus intervenciones musicales traspasan la cuarta pared con una fuerza que sólo está al alcance de conjuntos muy bien engrasados. Tan fantástico es el trabajo de dirección de Andrés Máspero como el de Warner. Él, logrando que el grupo suene con la violencia de una sola voz amplificada hasta el terror; ella, utilizando todos sus efectivos inteligentemente por separado para construir el costumbrismo necesario de un pobre pueblo pesquero del sur de Inglaterra, pero sobre todo como una marabunta implacable, peligrosa y fría. Como dice Joan Matabosch: “La imagen de un barco que se está hundiendo en el horizonte, en el que sabemos que Grimes se está dando muerte a sí mismo ante la indiferencia general, es una de las más devastadoras de toda la historia de la ópera”.

El tenor Allan Clayton en el papel de Peter Grimes en el Teatro Real. Foto: Javier del Real.

El tenor inglés Allan Clayton borda el papel protagonista hasta unos límites que hacen dudar de que debute en el papel. Christopher Purves está soberbio en el papel del capitán Balstrode y la soprano sueca Maria Bengtsson imprime mucha verdad en el papel de la maestra Ellen Orford, la única luz en la zozobra de Peter Grimes, pese a terminar siendo cómplice del marino retirado en darle el consejo de que se suicide. “Saca tu barca al mar, navega hasta que no veas tierra y húndela”.

Contagios y dificultades aparte, resulta casi un milagro que esta producción se haya podido estrenar con éxito en tiempos de pandemia cuando los datos de contagios y de ocupación hospitalaria sitúan a la Comunidad de Madrid en riesgo extremo de alerta. Describe una vez más el fortísimo compromiso que ha demostrado el coliseo madrileño con su público y sus abonados, aunque el estreno haya tenido que retrasarse una semana y se hayan recibido quejas por la recolocación en el calendario de las nueve funciones de la que es sin duda una de las grandes óperas del siglo XX.

Puedes consultar aquí el calendario de funciones en el Teatro Real

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