Pia Pera: Cuántos tesoros descubrimos al quedarnos quietos

Más allá del jardín, el prado, y más allá del prado, más prados. El ‘jardín gigante’ que rodea un pueblito del norte de España. Foto: Manuel Cuéllar.

Seguimos con otro de los libros que la italiana Pia Pera (1956-2016) escribió en los últimos años de su vida sobre naturaleza, huertos y jardines, cuando decidió hacerse cargo de una finca abandonada para transformarla en un maravilloso conjunto de huerta y jardín, y que ha publicado Errata Naturae entre 2021 y 2023. ‘Aún no se lo he dicho a mi jardín’ es toda una lección de vida en comunión con el todo, de un ser humano dialogando con la naturaleza en el último tramo de su trayectoria.

“Este año no hay gordolobos: ¿habrán sido víctimas del nuevo orden jardinero? Llevaban años sobreviviendo a la siega: yo marcaba con una caña todas y cada una de sus rosetas, para no pasar por encima con el cortacésped. Sin embargo, llevo año y medio sin hacerlo, me faltan fuerzas. Sería triste haber perdido esas maravillosas plantas altas, amarillas y peludas. En compensación, veo erguirse las altísimas malvas arbóreas, unas rosa carmín, otras de un rojo oscuro que recuerda las uñas pintadas de las seductoras mujeres que aparecían en la publicidad de una estación termal en los años cincuenta. Me gustan esas flores, que se alzan de repente y cambian el sentido del espacio. Las flores de acanto, verdes y camufladas hasta el último momento, que no se notan hasta que no se abren; el hinojo silvestre que, entre las cortinas de boj, se eleva y se extiende a ojos vista”.

“El ermitaño elude la forma de vanitas más poderosa, tan rápida y rompedora que no puede observarse; se refugia en lugares donde el tiempo discurre con mayor lentitud, donde prevalece el ritmo cíclico de las estaciones, esa dimensión que permite al repetidor ver una vez más, si no el mismo espectáculo –por un río nunca fluye la misma agua–, al menos algo similar. El ritmo lento facilita la contemplación. No descarto que, después de años de entrenamiento solitario, el ermitaño tenga los músculos contemplativos lo bastante entrenados para poder sumergirse en la vorágine de la vida mundana e, incluso ahí, conservar una mirada lúcida y penetrante.

Así pues, ¿qué hace realmente el ermitaño? Busca un sitio tranquilo desde el que contemplar el paso del tiempo, atravesar su corteza hasta percibir, en su interior, la eternidad del instante. Sentado en una balsa zarandeada por el mar picado de la nada, transforma su memento mori –su rechazo a dejarse engañar– en una conexión con la fuente profunda e invisible de la vida”.

“Cuántos tesoros descubrimos al quedarnos quietos, inactivos, atentos a lo que sucede a nuestro alrededor. Mi inmovilidad desvela una vida furtiva: las cañas que, como los sauces, se mecen ligeramente con el viento; el enorme cardo en flor que de lejos parece una figura cómica, de innumerables cabezas hirsutas. Qué bonito es sentir que formamos parte, una ínfima parte, del mundo; y mirar sin más, y entrever el carmín de las dalias que empieza a apagarse en el verde crepuscular del huerto, la pincelada violácea de unas cuantas glicinas fuera de temporada, mientras una leve brisa nos sopla a la cara la semilla plumosa de la alta margarita, entre el lirio y la euforbia, que nadie cortó”.

“El ciruelo en flor, completamente blanco, parece una nube de nata montada. Me pierdo en la contemplación: no hago fotos, no llamo por teléfono; y mientras la mente, incorregible, se impacienta preguntándose cómo traducir todo esto en palabras, intento no pensar en cómo lo contaré. Las abejas entran y salen de esa melena arbórea formada sólo por pétalos. A finales del invierno el almendro siempre es el primero en florecer; ahora le toca al ciruelo. Los manzanos aún no; los cerezos tampoco. No florece todo a la vez; así, cada cual disfruta de su momento de gloria, pueden mostrar por turnos su máximo atractivo, conquistar toda la atención de abejas y abejorros. Me gustaría que los humanos también fueran así, que se conformasen con destacar en su momento de máximo esplendor y luego aceptaran quedarse discretamente a un lado, como actores secundarios, sin ensañarse con tintes de pelo, cosméticos, cirugías plásticas, bótox, siliconas y miserias por el estilo.

En el jardín están los últimos tulipanes botánicos, amarillos rosados, y en el huerto los dobles y extradobles que compré en Clifton Nurseries. Pronto florecerán también los cerezos. El campo está cubierto del oro de los ranúnculos y el rosa de las flores de cuclillo.

En primavera la vida consiste en empujar. Los bulbos subterráneos empujan para salir a la luz del sol. Las yemas presionan, salen de la corteza, que se ablanda para dejar que se abran paso, que la atraviesen, que se desplieguen. Las yemas empujan, empujan, revelan las primeras escamas. Las del fresno parecen puños cerrados, que luego se alargan y se despliegan en racimos de flores. En la morera son un sinfín de diminutas moras verdes que quizá acaban abriéndose en pequeñas flores. Así es la primavera, así es la vida”.

‘Aún no se lo he dicho a mi jardín’. Pia Pera, 2016. Publicado por Errata Naturae en abril de 2021. Traducción de Miguel Ros González.

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