Un planeta herido sin peces, abejas, pizzas ni natillas

Foto: Pixabay.

El colectivo ‘Las letras del cambio’ acaba de publicar Crónicas de un planeta herido(Soluciones Culturales), 18 relatos de ficción que conforman una mirada múltiple sobre el cambio climático y un planeta futuro azotado por pandemias y pérdida fulminante de biodiversidad. Relatos que pintan un futuro desalentador, lleno de tecnología, realidades inmersivas, colonias en otros planetas y mascotas robóticas, un planeta en el que no hay peces en los mares, se come plancton y las pizzas y natillas son una excepción. Relatos que pintan un futuro desalentador, sí, pero demuestran que va calando la toma de conciencia sobre los riesgos que corre la seguridad de la Humanidad en la Tierra. Hemos elegido uno de esos relatos como muestra de esta interesante recopilación: ‘Todo pasa y todo queda’, de Damián Saint-Mezard Opezzo. “Aunque no tenía sueño, le tocaba la siesta que las autoridades y sus padres le obligaban a dormir. Nadie salía al exterior por la tarde, y sólo se desplazaban por las calles aquellos que llevaran una protección especial. Al atardecer, las ciudades salían de su sopor y pesadez”… 

Salvador alimentó sus peces del acuario de especies exóticas en la penumbra que reinaba durante el día. Divisó aquellos ejemplares que parecían mirarlo a los ojos, un robusto ejemplar de salmón de mar y un bacalao al que aún le faltaba crecer y que sería, pensó, inmenso. Estaba orgulloso de su pecera que le permitía cuidar, simultáneamente, tres o más especies con distintas temperaturas, condiciones de salinidad y composición del agua. Quizá para que no se sintieran tan solos, en el tercer compartimento había peces mecánicos que, de tan perfectamente acabados, sólo ojos expertos habrían determinado su falsedad. Sus amigos tenían en sus casas algunos articulados u otros animales artificiales, mucho más baratos, pero los originales, los nacidos naturalmente, estaban al alcance de pocos.

Amaba investigar lo ocurrido en la Tierra en los últimos siglos, dentro de su rama de conocimientos preferida, la geohistoria. Imaginó cómo serían los animales en otros tiempos, como los que él mismo cuidaba en su acuario y que ahora eran tan escasos. Le costaba creer que hubiesen vivido en libertad en los océanos y la gente se los comiera en su dieta habitual. Aunque no tenía sueño, le tocaba la siesta que las autoridades y sus padres le obligaban a dormir. Nadie salía al exterior por la tarde, y sólo se desplazaban por las calles aquellos que llevaran una protección especial. Al atardecer, las ciudades salían de su sopor y pesadez, con personas que se desplazaban andando o en los transportes, de manera que cada urbe volvía a recobrar la vida que no había tenido las horas previas, y en las calles desérticas, en una especie de acuerdo tácito, aparecían de golpe los hombres y mujeres que habían permanecido a resguardo.

“Alexandra, te echo de menos… Qué pena vivir tan lejos; no puedo reunirme contigo en las colonias ni tú conmigo aquí, en la Tierra. Pero ya verás qué sorpresa te tengo”. Su imagen lo acompañó durante la siesta y aún se resistía a marcharse cuando se despertó. Sus padres no volverían hasta la noche. Como muchas otras veces, hubiera querido una compañía humana, y especialmente de ella. “Sé que vernos por videoconferencia es mejor que nada, pero no eres tú, no dejan de ser pixeles. Quiero un abrazo de verdad”, pensó.

También le apetecía ver a su colega Johan y, además de charlar de lo que surgiera, disfrutar juntos en su juego de realidad inmersiva preferido, siglo XXI, a través del cual recreaban experiencias de ese período. La última vez que habían jugado tuvieron una larga discusión, porque se habían topado con una especie llamada oso polar, y su amigo sostenía que no era un animal histórico, sino mitológico, imaginario, como el unicornio, y la duda se resolvió consultando archivos del pasado. Salvador también reparó en que en aquel siglo, al parecer, existía una curiosa especie de insectos, las abejas, que producían una sustancia, la miel, de gran dulzura –“debía de ser parecida a nuestra jalea industrialmente procesada”, pensó– pero sobre todo le llamó la atención que esos insectos se alimentaran de flores, normalmente silvestres. “Qué curioso que no necesitaran invernaderos”.

Terminada la tarde, Salvador se conectó con Johan para repasar su clase de geohistoria. Aplicaron, como era habitual, los equipos sobre sus cabezas y la conexión tuvo lugar con la instantánea transferencia de datos.

“La península ibérica perdió aproximadamente el diez por ciento del territorio debido a la subida de las aguas, desapareciendo la mayoría de poblaciones pesqueras. Sólo se libraron algunas del norte, las cuales, debido a su altura, se convirtieron en islas. Las zonas bajas fueron inundadas por el aumento del nivel de las aguas y sus pobladores se desplazaron año tras año hacia el interior, a zonas más altas, a salvo de las aguas. Las especies supervivientes en esos océanos pasaron a ser las que antes sólo se reproducían en áreas cálidas” –leyó Johan–. “Esos mismos cambios fueron produciéndose también en el resto del continente”.

“Johan es como el hermano que no tengo”, pensó Salvador mientras escuchaba. Le interesaban las mismas cosas y, sobre todo, podía hablar con él con franqueza. De hecho, no podía hacerlo con nadie más, incluyendo sus padres.

–¿No deberíamos hacer una referencia a la energía?– preguntó Johan. –Porque todo lo que ocurrió no podría haber pasado sin la mayor la influencia del sol sobre la Tierra, con más aprovechamiento de energía. En la época de nuestros bisabuelos utilizaban principalmente una serie de combustibles que no me acuerdo cómo se llamaban.

–Johan, ¿qué tal si nos encontramos de verdad, en lugar de conectarnos? Se está más a gusto. Mis padres no han vuelto, y hay mucha comida, aunque también podemos pedir pizzas. No digas que no, en teletransporte es solo un momento… –interrumpió Salvador –Y podemos avanzar en el trabajo de educación emocional –insistió. Luego de recibir la aprobación de su amigo y cortar la comunicación, hizo otra videollamada.

–Padre, va a venir un amigo, Johan. Tenemos comida, pero si estudiamos mucho rato, igual pedimos unas pizzas.

–Sí, Salva, no hay problema, tal vez lleguemos cuando todavía estés despierto. Se lo diré a tu madre, que está ocupada en el montaje de unas células. Te quiero, hijo.

–Y yo. Adiós, padre.

Cuando acabó la videollamada, observó la planta que empezaba a darse a conocer, como un misterio, como un pequeño milagro que nunca había presenciado. Se esforzaba en seguir, paso a paso, las instrucciones para hacer crecer las semillas compradas con sus ahorros en el Banco de Vida Vegetal. Durante un tiempo se dedicó, de forma regular, a regarla e incluso a hablarle, tal como decía el manual de instrucciones. Allí ponía que hablar con cariño a las incipientes plantas favorecía que brotaran y se desarrollaran. “¿Será verdad esto?”, se preguntó Salvador, sin dejar de decirle cosas agradables a su futura rosa, por si acaso el manual tuviera razón.

–Crece, bonita, verás qué grande y fuerte te pondrás –dijo despacio y modulando la voz, por si acaso a la planta le costara entender su manera de hablar o solamente comprendiera su propio lenguaje. Se prometió incluir aquel ejemplo en el trabajo de educación emocional.

–Hola –saludó escuetamente Johan al entrar en la casa.

–Pasa –invitó Salvador.

Se acomodaron en dos ergonómicos sillones, con memoria de distribución del peso y masa corporal, en los cuales era posible elegir el grado de dureza. Johan se puso a jugar con los mandos. Siempre le gustaba poner en modo “agua” la rigidez de esos muebles. Salvador lo observó, pero después le siguió los pasos y actuó según sus preferencias, así que puso la superficie al estilo “pluma de ganso”, y Johan, descontrolado, empezó una frenética sucesión de cambios de programa, pasando bruscamente de “tabla de madera” a “colchón de agua”, permaneciendo un tiempo en diferentes opciones intermedias, como “superficie irregular” y “lana mullida”.

Después, Salvador lo llevó a ver el estado de sus dos peces auténticos, ya que Johan los había visto de pequeños, y habían experimentado grandes cambios. Quería presumir de ellos, pero en el fondo le hubiera gustado regalarle uno. Después de todo, era su mejor amigo.

–En mi casa tenemos un acuario con varios peces, pero son todos artificiales –dijo Johan.

–Lo que ocurre es que no cambian: los compras así hasta que se vuelven obsoletos. O hasta que te aburres y los tiras.

–Si son originales, si te aburres los puedes vender. Mi padre me ha dicho que cuestan mucho dinero, así mejor que no me canse de ellos, y menos que se me ocurra tirarlos –dijo Salvador.

–Mis padres me han prometido que si este año les va bien –replicó Johan– compraremos peces articulados que cambian de tamaño con el tiempo, que son casi… casi… –hizo una pausa– como si tuvieras unos de verdad.

Hubo unos minutos de silencio, cada cual sumido en sus pensamientos, ignorándose, sin saber en qué estaba meditando cada uno. Salvador al final habló, saliendo de su ensimismamiento y poniendo en palabras lo que estaba en su cabeza.

–¿A veces no sientes que tus padres trabajan demasiado y al final no los ves, y pasas la mayor parte del tiempo solo?

–Sí. No los culpo; se preocupan de que no me falte de nada, pero a veces me gustaría estar más con ellos. No sé, que surja contarle mis problemas. ¿A ti no te pasa? –replicó Johan.

–Eso mismo, colega. Pero es que quizá no sea solo que vemos poco a nuestros padres. Nosotros mismos nos vemos poco, y además, fuera de tú y yo, la verdad es que tenemos pocos amigos. Y de los buenos, casi que tú solo. Y cuando tienes un problema de verdad, la puta realidad inmersiva no te soluciona nada, porque no quieres información, sino otra cosa. Igual resulta que lo que te pasa es una tontería, pero si nadie te escucha… Estos sistemas no sirven para nada si buscas ayuda emocional, aunque sean todo lo realistas que quieras –opinó Salvador.

–Deberíamos explicar eso en nuestro trabajo de educación emocional –puntualizó Johan.

–Sería una manera de que otros conocieran cómo nos sentimos, no sólo lo que pensamos. Por lo menos el profesor.

–Sí, tienes razón. Es que cuesta hablar de uno mismo, ¿verdad? –admitió Salvador. Permaneció un rato pensativo, tras lo cual cambió por completo de tema–. ¿Has visto esta semana qué gracia, el profesor Adams, que en vez de ponernos una realidad inmersiva de su clase de tecnología, nos metió en una escena de una relación sexual vivida por él?

–Sí, me partí. El profesor es bastante descuidado, se le habrán mezclado los archivos. Pero no estuvo mal, ¿verdad? Casi se me escapó decirle que prefería la realidad inmersiva de su experiencia que la sesión de tecnología que estaba prevista –rio Johan.

–¿Pedimos la pizza? A no ser que quieras que comamos lo de siempre… Pero la verdad es que ahora mismo quiero ¡pizza! –enfatizó Salvador, haciendo referencia a que el plato básico de los hogares solía ser alguna de las numerosas presentaciones en las que se consumía el plancton.

–Y yo, ¡basta de plancton!, ¡arriba la pizza! –dijo riendo Johan.

Cuando terminaron la cena, pasaron al postre. Salvador puso sobre la mesa unos exclusivos alimentos preparados a partir de leche natural, según una receta del pasado y que todavía algunos consumían, llamados natillas. Luego de jugar un rato en una realidad inmersiva, Johan se levantó abruptamente.

–Gracias, colega –dijo mientras daba un abrazo a Salvador. Luego, saludó desde la puerta antes de marcharse.

Salvador recogió todo lo que había quedado esparcido sobre la mesa y por los suelos después de la cena, incluyendo restos de pizza. Luego se conectó por videoconferencia con Alexandra. Su rostro se presentó en la pantalla, llorosa.

–Salvador, me alegra verte, porque me siento muy triste.

–¿Qué te pasa?

–No podremos salir de aquí en bastante tiempo, y espero que al menos podamos escapar. Han muerto muchas personas por la exposición al sol, ya que el calor se ha vuelto más intenso, y llega a niveles difíciles de soportar. Están evacuando a la gente, pero no sé si nosotros llegaremos a tiempo de ser enviados nuevamente a la Tierra. Ya sabes que eso lo determina la autoridad según unos algoritmos de selección de las personas que deben ser rescatadas con preferencia.

Salvador respiró profundo, intentando dar un mensaje de esperanza.

–Tranquila, Alexandra –titubeó–. Seguro que todo irá bien. No nos adelantemos.

–Me hubiera gustado viajar y estar contigo. Quiero decirte algo, acércate.

–Sí, Alexandra –Salvador pegó su rostro a la pantalla.

–Te quiero, no lo olvides.

–Y yo también a ti –dijo Salvador en el mismo momento en que una llorosa Alexandra se despedía.

Se quedó quieto, sin saber qué hacer. Permaneció así un largo período de tiempo, absorto, hasta que su cuerpo reaccionó y le brotaron lágrimas. Se había dado cuenta de cuánto la quería, pero no podía hacer casi nada por ella. La necesitaba; sintió dolor, rabia. Fue hasta el vivero y allí vio que la rosa que tan cuidadosamente había cultivado, la que había conseguido con sus ahorros en un banco de semillas, asomaba con sus primeras hojas y ofrecía, sutil, vestigios de una flor. Una rosa que para él simbolizaba a Alexandra y se prometió cuidarla como no podía hacer con ella.

Sus padres llegaron en ese momento. Se esforzó en no mostrar preocupación; no tenía ganas de dar explicaciones. Pronto anunció que se iba a dormir, ya era tarde, no era infrecuente que él ya hubiera cenado y se acostara cuando sus padres regresaban. Los saludó con un beso a cada uno, en la rutina de una jornada en la que no ha ocurrido nada extraordinario, anodina, y se metió en la cama. Le pareció el mejor lugar para estar solo con sus pensamientos, en lugar de distraerse con algún juego de imágenes inmersivas. Allí, solo con él mismo, pensó que le gustaría que alguien pudiera darle una respuesta o al menos consolarlo y se sintió impotente, poca cosa; él, con sus sistemas de inmersión y sus pertenencias, su salmón y su bacalao naturales. Tuvo la certeza de que nadie lo podía ayudar, y a nadie podía pedir ayuda.

Pero recordó haber aprendido en sus clases de geohistoria que los hombres primitivos creían en entidades superiores, a veces los llamaban dioses, otras ángeles protectores, a veces era un único Dios. Y recurrían a ellos cuando sus fuerzas no eran suficientes, cuando tenían un problema que se veían incapaces de resolver. Sabía también que para convocarlos y pedirles ayuda usaban algo llamado “oraciones” que, intuía, era la manera más propicia para que tomaran en cuenta los ruegos. No conocía ninguna oración, ni siquiera estaba seguro de creer en esas entidades, pero tenía la esperanza de que estuvieran allí, en alguna parte, y que pudieran escucharlo. De manera que inventó una, unas palabras que creyó podían merecer el nombre de oración, ya que nunca había aprendido ninguna de las que los hombres y mujeres habían pronunciado en el pasado. La repitió varias veces, esperando que su mensaje fuera escuchado. Y poco a poco, se fue relajando hasta quedarse dormido.

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Comentarios

  • Ángela Villarrubia

    Por Ángela Villarrubia, el 19 marzo 2021

    El cuento de Damián Saint-Mezard podría tener como escenario los días actuales. Las diferencias pueden ser interpretadas como metáforas, lo que es asustador.

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