¿Por qué leer libros es más importante que nunca?
Es lo que planteaba en un artículo reciente el neurocirujano francés Michel Desmurget, a cuenta de la publicación de su libro ‘Más libros y menos pantallas’ (Península). El científico galo cuestiona el alcance de la lectura que hacen los jóvenes en internet; las cifras son engañosas, dice, y advierte de que, precisamente, es la lectura la única forma de desarrollar un lenguaje avanzado que permita construir un pensamiento complejo. Sin esa construcción, aumenta la posibilidad de que nos engañen y manipulen, como de hecho está ocurriendo. Para encontrar luz, volvamos –siempre– a los clásicos. Y en este caso, a leer a Virginia Woolf en ‘El estrecho puente del arte’.
La lectura, nos dice Desmurget, es un auténtico simulador emocional, hace que seamos más empáticos a las emociones de otros, a las distintas perspectivas sobre un mismo hecho. “Por supuesto, podemos vivir sin la lectura. No es esa la cuestión. Lo importante es que entonces perdemos una parte esencial de la humanidad”, escribe.
Ese mismo día, en el mismo periódico, el diario El País, la escritora Irene Vallejo, una autora que siempre alumbra y da cobijo con sus columnas, hablaba de la importancia de la literatura, de las narraciones y de los mitos. “A menudo pensamos que las leyendas pertenecen a tiempos tribales y que nos llegan –en nuestro mundo moderno, racional y evolucionado– como un rastro de humo procedente de hogueras encendidas en el amanecer de los tiempos. Pero la historia sigue entretejiéndose hoy con los mimbres de los símbolos más que de los hechos. El siglo XX creó mitos extremadamente destructivos, que gestaron terroríficas masacres y genocidios. No podemos oponer resistencia a esos mitos solo con argumentos lógicos, razones que no hablan el lenguaje de los temores, deseos y rencores profundamente enraizados. Se necesitan otros relatos poderosos, en son de paz. Gracias a las narraciones forjadas al calor del encuentro logramos –a veces, tal vez– afrontar juntos las ansiedades de las que está constelado este nervioso presente”.
La lectura de ambos artículos me llevó a unas palabras escritas por una joven Virginia Woolf hace más o menos un siglo, cuando comenzó a publicar reseñas en el diario The Guardian. “Pero, más allá de toda generalización, no resultaría nada complicado demostrar, a partir de una serie de hechos contrastados, que la mejor época para leer es aquella que va de los 18 a los 24 años”. La cita está recogida en Horas en una biblioteca, un ensayo clásico incluido ahora en un volumen ineludible, El estrecho puente del arte (Páginas de Espuma), con una impecable traducción de Rafael Accorinti.
¿Qué pensaría hoy la autora de La señora Dalloway? Uno de sus contemporáneos, Aldous Huxley, aventuró un mundo tiranizado por la tecnología y la ciencia no muy diferente al que vivimos. Que una mujer publicara, y menos reseñas, era algo poco usual para la época, aunque las cosas estaban empezando a cambiar. Estamos en los albores del feminismo y sabemos que Woolf es una referencia ineludible. “De todas formas, necesitamos de todo nuestro conocimiento de los escritores de antaño para seguir la pista de lo que los nuevos escritores intentan plasmar, pues solo así podremos aventurarnos entre los libros nuevos con una mirada mucho más aguda a la hora de afrontar los viejos”, sostiene Woolf en el mismo texto.
¿Pero qué ocurre cuando la base lectora es cada vez más deficiente? ¿Cómo evaluar una obra literaria cuando se desconoce el canon, sea el que sea, o ese canon obedece a criterios más influidos por el mercado que por la calidad literaria? En otro texto recogido en El estrecho puente del arte (que incluye también Mujeres y ficción, germen del célebre ensayo Un cuarto propio), Woolf habla de la lengua griega como la lengua perfecta. “La literatura griega no es tan solo otra clase de literatura como lo es cualquier otra, sino el ejemplo supremo de lo que se puede conseguir con las palabras”, escribe la autora de Orlando, un texto que parece molestar mucho a la ultraderecha de nuestro país.
El estrecho puente del arte, me explica Accorinti, es una metáfora; alude “al camino que ha de seguir un escritor o una escritora decidiendo qué llevarse, qué atesorar de sus antecesores y qué ofrecer a sus contemporáneos. Y esa era la principal idea a la hora de elegir cada uno de los ensayos”. El libro está dividido en dos partes, El arte de la ficción y El arte de la biografía, por el que desfila una vasta lista de autores sobre los que Woolf pone el foco: Thoreau, Chéjov, De Quincey, Tolstói, Dostoievski, James o Stendhal, entre otros autores que hoy son considerados parte del canon universal.
Una estructura con la que Accorinti ha buscado mostrar que cualquier libro, aunque sea un ensayo, “ha de contar una historia”, me dice. Escritos más o menos entre 1919 y 1928, los textos funcionan como el gozne de un cambio de época, en la que las mujeres y las traducciones de otros autores empezarían a cobrar peso en la literatura inglesa. Woolf era muy crítica con la crítica que se hacía en ese momento, con la forma de analizar y de escribir sobre los libros, desde un púlpito. La de Woolf es más cercana, sin la petulancia habitual de muchos varones. En eso fue también una pionera. “Para la época, escribir crítica desde el yo, que ahora es súper moderno y es casi lo normal, era un acto de rebeldía. Un yo además de una mujer. No adoptaba una posición de poder, de erudita”. En ese sentido, apunta el traductor del libro, “hay una frase que me gusta mucho, que dice que la opinión pública no puede meterse en algo tan personal como es el criterio lector de uno”.
Su oficio como crítica literaria y como lectora para Hogarth Press, la editorial que dirigía su marido, Leonardo Woolf, influyó de varias maneras en su propia obra. “Debemos tener en cuenta que en esa época se empezaron a traducir a autores extranjeros que antes no podían leerse si no era en su lengua original. Claro, eso en una tradición literaria como la inglesa, con sus normas y sus costumbres, fue una suerte de terremoto. De repente, los escritores ingleses contemporáneos empezaron a plantearse qué era lo bueno. Hasta ese momento pensaban que Dickens era lo mejor. Pero todo cambió a partir de entonces”. Henry James, Dostoievski o Proust son algunos de los autores que más influirán en Virginia Woolf a la hora de abordar su escritura.
Aunque se suele aludir al rechazo de Woolf a la publicación de Ulises en Hogarth Press –un error, admite Accorinti–, no hay duda de que Woolf tuvo un gran ojo como lectora. Lo prueba el hecho de que casi todos los autores que desfilan por El estrecho puente del arte son hoy clásicos a los que es necesario regresar siempre. ¿De cuántos críticos de la actualidad se podrá decir lo mismo? Esperemos, al menos, que no sea la llamada inteligencia artificial quien tome el relevo de la crítica, como ya está ocurriendo en algunos ámbitos del mundo editorial.
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