¡Mi Pulguita ardiente!

Una pulga vista al microscopio. Foto. Creative Commons.

Una pulga vista al microscopio. Foto. Creative Commons.

Una pulga vista al microscopio. Foto. Creative Commons.

Una pulga vista al microscopio. Foto. Creative Commons.

“Las pasiones son vicios o virtudes a sus más altas potestades”. Con esta cita de Goethe presenta la autora su relato de hoy dentro de nuestra serie de Agosto, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado. Va de una pulga viciosilla.

Por GLORIA SORIANO GARCÍA

Cómo un manco despechado se enfrenta a una pulga y a toda su descendencia no lo voy a contar. Me he vuelto celoso guardián de mis astucias. Baste con saber que el amor que atonta también espabila.

La Pulga pertenecía al mundo de los sin alas. Era pequeña y ágil, muy difícil de atrapar. Por esas cualidades, o su pesar, me enamoré. Yo tampoco tengo alas. Soy un manco de clase media.

Siendo yo primerizo en amores y ella tan escurridiza, me sentía muy orgulloso de haberla conseguido. Iba a saltos de aquí para allá marcándome el cuerpo con chupetones apasionados. Aguantaba embebido los picores, pues la única forma de rascarme era frotándome contra una pared, o revolcándome por el suelo, gesto impropio para un enamorado.

¡Mi Pulguita ardiente!

Lo nuestro era tan físico que no necesitaba palabras. La tuve un tiempo detrás de la oreja pero nada le oí decir. Tampoco cuando se adentró hasta el tímpano. ¡De qué hubiéramos podido hablar! Carecer de alas no nos convertía ni en filósofos, ni en poetas.

A la hora más concurrida de la tarde paseábamos por la calle principal. Yo, para presumir de ronchas, iba con el pantalón remangado. Ella, siempre tan recatada, se escondía debajo de algún pelo. La recompensa a mi amor eran estremecimientos inesperados. ¡Ay, sus besos en partes insospechadas! Yo vivía entre la desazón y el placer. Abrazarla era imposible. Fui un amante pasivo. Ella, una ninfómana que me sorbía la sangre.

Cuando ya no quedaba un milímetro de mi piel sin succionar, la vi. Lucía gorda y fuerte. Antes de que pudiera acariciarla con la nariz, tomó impulso sobre sus largas patas traseras y saltó casi medio metro, la distancia que había entre mi pecho y un brazo peludo. Es verdad que en aquel tiempo yo empezaba a hartarme de granos, pero nunca tuve voluntad para dejarla. Sin embargo, que ella tomara la iniciativa hirió mi orgullo, y que el elegido fuera un hombre con brazos, me humilló incluso más.

Si carecer de ciertas extremidades había hecho de mí un ser alicaído, su abandono añadió a mi naturaleza el perfil de un ahorcado. Fue un estado temporal. La sangre volvió a circular hasta mi cerebro y decidí vengarme en todas sus larvas, que también eran algo mío. Ocultas bajo la alfombra de casa, y en rincones oscuros de tantos paisajes compartidos, cambiaban de muda esperando el momento de salir a la luz.

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