¿Qué sentimos al mirar a los animales encerrados en un zoo?
Un zoo vuelve a estar, de nuevo, en el punto de mira. El miércoles murió Kanelo, un orangután de un año, en el Zoo de Barcelona. Lo hemos sabido gracias a la denuncia de ZOOXXI. A propósito de este tristísimo episodio, os proponemos volver a John Berger, ‘¿Por qué miramos a los animales?’, y a otros escritores, como Alejandro Palomas, ‘Un país con tu nombre’. Y también reflexionar sobre el sentido actual de los zoológicos. A John Berger le consolaba mirar a los animales. En su mirada podía verse a sí mismo de otra manera. ¿Qué sentimos nosotros al mirarlos?
‘¿Por qué miramos a los animales?’, se preguntaba John Berger en 1977 en un texto ineludible. Ahora lo ha reeditado Alfaguara, aunque podía leerse en castellano en Mirar (Gustavo Gili, 2019), un libro fundamental en la historia de la fotografía y el arte. “Los ojos de un animal cuando observan al hombre tienen una expresión atenta y cautelosa. El mismo animal puede mirar a otra especie del mismo modo. No reserva para el hombre un estatus especial. Pero, salvo la humana, ninguna otra especie reconocerá la del animal como algo familiar. Otros animales se quedan atrapados en ella. El hombre toma consciencia de sí mismo al devolverla”, escribe el autor británico.
Cuando Berger publicó este artículo, la etología estaba empezando a desperezarse del silencio que la ciencia había impuesto al estudio del comportamiento animal a lo largo del siglo XX. En buena parte de esta centuria, los científicos se alejaron de Darwin, quien nos había enseñado lo que nos une a los animales humanos y no humanos, y regresaron a la concepción cartesiana y antropocéntrica de los animales, al considerarlos como seres-máquinas, movidos por el instinto y no con una inteligencia diferente.
¿Somos suficientemente inteligentes como para entender la inteligencia de los animales?, se preguntó mucho después el primatólogo holandés Franz de Waal. La respuesta es que no. Jane Goodall, Dian Fossey y Birutè Galdikas, tres mujeres, demostraron sobre el terreno que los primates merecen una consideración diferente a la que solemos otorgarles aun hoy.
A John Berger le consolaba mirar a los animales. En su mirada podía verse a sí mismo de otra manera. Cuando era pequeño, iba con su padre al zoo, algo que no le hacía demasiada gracia a su madre, vegetariana. Y hasta que no se mudó a un pequeño pueblo de los Alpes franceses, donde pudo encontrar la mirada de los animales muy cerca, siguió yendo al zoo. En parte, para reencontrarse con un bonito y reconfortante recuerdo de infancia, con su padre, pues Berger no se engañaba y era muy consciente de la situación en la que vivían los animales encerrados en los zoos.
“El zoo solo puede desilusionar. El fin público de los zoos es ofrecer a los visitantes la oportunidad de mirar a los animales. No obstante, la mirada del intruso no se encontrará con la de animal alguno en todo el zoo. Como máximo, los ojos del animal vacilan y luego pasan de largo. Miran de lado. Miran sin ver más allá de los barrotes. Escudriñan mecánicamente. Están inmunizados contra el encuentro, porque ya nada puede ocupar un lugar central en su interés”, escribe Berger (no se pierdan la retrospectiva sobre su obra en La Virreina, en Barcelona) .
Pues bien, un zoo vuelve a estar, de nuevo, en el punto de mira. El miércoles pasado murió Kanelo, un orangután de un año, en el Zoo de Barcelona. Lo hemos sabido gracias a la denuncia de ZOOXXI, porque los responsables del centro de internamiento (es como habría que llamar estos lugares en los que se les priva de libertad a los animales) han tratado de silenciar su muerte. ZOOXXI y otras ONG como Proyecto Gran Simio, gran parte de la sociedad civil o escritores como Alejandro Palomas (lean su novela ‘Un país con tu nombre’), llevan tiempo denunciando las condiciones de vida de los animales en el Zoo de Barcelona y, especialmente, de los orangutanes.
Unas obras realizadas supuestamente para mejorar las condiciones de vida de estos primates han acabado por empeorar aún más su ya dramática situación. Desde su página web, ZOOXXI ha explicado que la calvicie que presentan es una prueba de que sus condiciones de vida no son buenas. “Es un indicador infalible de que algo está mal. Dada la ubicación de las zonas sin pelo, se puede inferir que es el resultado de conductas aberrantes autoinfligidas (antebrazos y piernas) y a su vez producidas por terceros (cabeza y espalda)”.
Como otros simios, los orangutanes, en peligro de extinción, cuentan con una gran inteligencia, son capaces de construir herramientas y, aunque tienden a ser solitarios, son a la vez muy sociables, con lazos muy fuertes entre las madres y su prole. Por eso, opinan desde el Proyecto Gran Simio, “Kanelo no debería haber muerto ni tampoco haber nacido en las condiciones en que se encontraba su madre”.
¿Qué sentido tienen hoy los zoos,?, me pregunto. Son una institución anacrónica. Quien sienta algo de compasión por los animales no creo que haya salido indemne después de ir a un zoo y haber visto el movimiento perturbado de un león en una cárcel de cemento o la mirada tristísima que nos devuelve un primate encerrado entre barrotes. Aunque siempre se los ha revestido de una cierta pompa científica, sabemos que casi desde su origen los zoos han estado ligados al comercio de especies exóticas, al expolio y a la colonización del hombre blanco. Sin que fuera su intención, lo ha contado muy bien Hollywood. Vean, por ejemplo, Mogambo, uno de los clásicos del gran John Ford.
“Tanto la cautividad como el nacimiento de homínidos no humanos debe estar prohibida, ya que no existe ningún aval científico independiente que apoye los programas de reproducción en cautividad para especies en peligro de extinción. Mantenerlos cautivos solo es un negocio y los nacimientos en cautividad es mantener las colecciones y atraer al público”, dicen desde Proyecto Gran Simio.
El desencuentro con los animales se debe en gran parte a nuestra incapacidad para mirarlos, para entenderlos. Tal vez necesitemos un nuevo Pedro el Rojo, el mono convertido a la fuerza en humano en el Informe para una Academia, de Kafka, para que nos hable en nuestro lenguaje ya que somos incapaces de comprender el suyo. Por la forma en la que tratamos a los animales y la consideración que les damos, podríamos pensar, si verdaderamente fuéramos sapiens, que estamos sordos y ciegos. O que tenemos un corazón embrutecido.
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