Rafael Reig y las miserias de la historia reciente de España

De derecha a izquierda, el dictador Francisco Franco; su mujer, Carmen Polo y los reyes eméritos de España Juan Carlos y Sofía.

De derecha a izquierda, el dictador Francisco Franco; su mujer, Carmen Polo y los reyes eméritos de España Juan Carlos y Sofía.

De derecha a izquierda, el dictador Francisco Franco; su mujer, Carmen Polo y los reyes eméritos de España Juan Carlos y Sofía.

De derecha a izquierda, el dictador Francisco Franco; su mujer, Carmen Polo, y los reyes eméritos de España, Juan Carlos I y Sofía.

Rafael Reig es, junto a Rafael Chirbes, uno de nuestros mejores narradores de la historia reciente de España. Con todas sus miserias y claroscuros. Desde el final de la dictadura a la Transición y la victoria del PSOE. En su última novela, Para morir iguales (Tusquets), Reig vuelve a los recovecos de nuestro pasado, que nos producen esa mezcla de caspa y melancolía, que no terminamos de quitarnos de encima.

Cuando murió Franco yo tenía siete años. De ese día solo recuerdo que el maestro del colegio público y de barrio al que iba, en Plasencia, nos dijo que teníamos una semana de vacaciones y que debíamos estar tristes. Las colas para ver el cadáver del dictador que nos ponían en la tele me hacían pensar que sí, que debería estar triste, a juzgar por la solemnidad, los llantos y los sofocos de la gente que acudía a darle el último adiós al pequeño pero gran tirano.

Lo cierto es que tanto mis amigos como yo no estuvimos tristes, más bien todo lo contrario, y no por rebeldía ni nada parecido, sino porque teníamos una semana de vacaciones por el morro y ponían dibujos a todas horas. Entonces no sabía muy bien quién era Franco, solo que una foto suya presidía la clase junto a un crucifijo. También que era el dueño de todo. En casa, mis padres aún tenían miedo a hablar de política. Eran adolescentes cuando el golpe de Estado del Generalísimo de todos los ejércitos, y jóvenes cuando acabó la guerra. Ese miedo, como el polvo que cubrió el país durante 40 años, nunca les abandonó, hasta bien entrada la democracia.

De la Transición recuerdo pocas cosas, embebido como estaba entonces en mis preocupaciones infantiles. Aunque inventamos nuestros recuerdos y moldeamos la memoria, me vienen a la mente algunas imágenes de esa época, como la publicidad en la tele para que se votara la Constitución, las primeras elecciones, Adolfo Suárez (a quien mis padres admiraban, sobre todo mi madre), el golpe de Estado de Tejero, el miedo de esa noche. Recuerdo sobre todo el triunfo del Partido Socialista, que ya me pilló con 14 años y con unos principios políticos que desde entonces no he abandonado, aunque los años los hayan matizado. Fue un triunfo agridulce porque la alegría de esta victoria aplastante (aunque hubiera renunciado al marxismo, el PSOE no dejaba der ser un partido de izquierdas, el más antiguo de España) se desvaneció muy pronto cuando aprendí de golpe lo que era el posibilismo y la realpolitik: de La OTAN de entrada no, pasamos en poco tiempo a la OTAN sí. Para camaleón, Felipe González.

Junto a Rafael Chirbes, creo que uno de los narradores que más y mejor han contado la Transición española es Rafael Reig. En la novela Todo está perdonado, por ejemplo, nos narraba cómo las élites económicas del Régimen, barruntando lo que sucedería tras la muerte del dictador, se apresuraron a lavar su pasado y a darse un barniz demócrata. No estaba mal, incluso, que algunos de los hijos pasaran alguna que otra noche en el calabozo por haber repartido propaganda o por cualquier otro delito político. Como contó alguna vez José Antonio Labordeta con su inquebrantable sinceridad, a él le sucedió varias veces, ir a la cárcel, pero siempre tenía la certeza de que su padre le sacaría de allí enseguida, a diferencia de lo que ocurría con otros compañeros de andanzas, trabajadores de fábricas o sindicalistas, por ejemplo, quienes se pudrían en la trena y recibían palizas porque no tenían contactos ni influencia con el aparato represor del Estado, esos Billy El Niño que aún gozan de condecoraciones (por cierto, un gran acierto de La 2 el estreno en televisión del documental El silencio de los otros el jueves pasado).

En su última novela, Para morir iguales (Tusquets), Reig se adentra de nuevo en los recovecos de la historia reciente de España. Pedro Ochoa, el narrador, bien podría ser un Lazarillo de Tormes finisecular o un personaje de Dickens, a quien tanto debe la literatura de Reig. Enjuiciado por un delito que quizás no ha cometido (o sí), Ochoa hila su vida con saltos en el tiempo a partir de su paso por un severo internado de monjas. Ajeno a los avatares políticos y sociales de la época, encerrado entre cuatro paredes, Ochoa aprenderá a sobrevivir en un mundo opaco, marcado por la férula de las religiosas, los silencios y los sucesos ocultos que irán descifrándose con el tiempo. Junto a su entrañable amigo, Escurín, la oscuridad rota por la brasa de los cigarrillos que fuman a escondidas, Ochoa contemplará cada noche las estrellas, imaginará cómo será el mundo al otro lado del muro, una vida que se le escapa. En el internado, Ochoa no solo conocerá una disciplina despiadada, la pobreza y la austeridad, también el sexo y el atisbo de un amor que le perseguirá el resto de su vida. Y, sobre todo, aprenderá el valor de la amistad, de la lealtad a unos principios que estarán por encima de cualquier cambio de régimen.

La creación de personajes es uno de los mayores logros de una novela que retrata las miserias de toda una época, con el foco puesto en los detalles de la intrahistoria galdosiana, donde reside la verdadera literatura. Reig sabe dosificar con inteligencia la intriga que recorre esta novela ácida, emotiva y sentimental a partes iguales, con un humor de novela picaresca recorrido por un manto de melancolía, el que se va hilando con los años mientras se mira hacia atrás. Uno tiene la impresión de que, por más dura que fuera la vida de Pedro Ochoa en el internado de monjas y de que su repentina salida le abriera nuevas posibilidades, es entre esas cuatro paredes, las de su infancia, la de sus sueños y recuerdos, donde reside su verdadera patria.

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Comentarios

  • Pepe

    Por Pepe, el 07 abril 2019

    No es cierto que cuando murió Franco ponían dibujos animados a todas horas. Recuerdo perfectamente que la semana en TVE estaba lleno de musica clásica. Se cargaron toda la programación infantil

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