“No me interesan los demonios. Me quedo con fantasmas y brujas”

La escritora y periodista Raquel Moraleja.

Raquel Moraleja, bibliotecaria y periodista, colaboradora de ‘El Asombrario’, acaba de publicar su primer libro, ‘La habitación de las niñas’ (inLimbo), un conjunto de relatos en los que “lo fantástico, el elemento terrorífico, conduce o representa los miedos y anhelos femeninos”, como ella misma explica. Un libro extraordinariamente bien escrito, que crea inquietantes atmósferas que te mantienen pegado al papel para dejar entrar en la mente del lector los fantasmas que lo habitan. Sobresalientes los cuentos ‘La habitación de las niñas’, ‘El lobo feroz’ y ‘El deshielo’. Hemos hablado con la autora; además, reproducimos unos párrafos del libro que dan idea de lo que estamos hablando: los fantasmas que nos rodean en nuestra propia casa.  

“Mi madre siempre miraba hacia donde yo miraba, esperando encontrar alguna explicación, algo, pero allí no había nada que ella pudiera ver. Y yo me preguntaba: ¿por qué no lo ve? Recuerdo que a veces me sacudía para que dejase de mirarlos. Me sujetaba la cabeza entre las manos y gritaba: ¿Qué estás mirando?, ¿quién hay ahí?, ¿qué te están diciendo? A veces se ponía muy, muy nerviosa, y… me hacía daño. A veces me daba miedo”.  (‘La habitación de las niñas’).

¿Quién es Raquel Moraleja?

Qué difícil es definirse a una misma. Todo suena a falsa modestia. Te contaré que siempre he querido ser escritora, desde pequeña, cuando inventaba historias con personajes de dibujos animados o videojuegos y grapaba los folios entre cubiertas de cartulina. La literatura juvenil, novelas como Pupila de águila o Los escarabajos vuelan al atardecer, me convirtieron en lectora. Para mí sigue siendo más importante leer que escribir. Leo mucho y escribo poco. Gané y quedé finalista de varios concursos en mi etapa juvenil, como el Jordi Sierra i Fabra. Luego estudié Periodismo, trabajé para algunas editoriales y librerías y, desencantada, oposité a bibliotecaria.

Eres una gran lectora de literatura gótica, de terror y de ciencia-ficción, ¿de dónde viene tu pasión por estas lecturas?

Lo cierto es que no descubrí la literatura especulativa en cualquiera de sus formas –o, al menos, todavía no era consciente de la tradición y los motivos comunes de lo que estaba leyendo– hasta los veintitantos. Cuando somos pequeños, nuestra literatura está llena de imaginación. Yo era adicta a los libros de Pesadillas. Pero luego llegas a la Universidad y se te mete en la cabeza que la única literatura buena es la que escriben los hombres de Anagrama. Tampoco leía casi autoras. Ha sido un aprendizaje –que aún continúa– maravilloso, que me ha descubierto un mundo y unas genealogías totalmente nuevas, que me ha completado como persona y como lectora.

Autor/a que te haya marcado de modo especial, que tú notes que te haya influido a la hora de escribir este libro…

Creo que en los cuentos que componen La habitación de las niñas asoma toda esta genealogía de la que antes te hablaba. La de las autoras y la de la literatura de lo fantástico. La de las escritoras extrañas. Nombres como Cristina Fernández Cubas, Pilar Pedraza, Mariana Enríquez, Angela Carter, Shirley Jackson, Charlotte Perkins Gilman, Kelly Link… Teóricos como David Roas, Ana Casas o Teresa López-Pellisa.

Coméntanos el proceso de ‘La habitación de las niñas’. ¿Cuándo has escrito estos relatos, qué te inspira, cuándo te sientas a escribir, tienes más?

Algunos de estos cuentos tienen más de cinco o seis años, claro que los he reescrito y corregido muchas veces. Cuando escribí el primero de todos ellos, el que lleva por título La habitación de las niñas, nunca pensé que tuviese un libro entre manos. Después fueron surgiendo otros, como El deshielo y El lobo feroz. Empecé a ver temas, personajes y escenarios comunes, decidí entretejer las historias, realicé lecturas ad hoc para algunos de ellos –hay un fuerte componente teórico en cuentos como El lobo feroz o Dulce hogar–. Quería escribir una antología de relatos en la que lo fantástico, el elemento terrorífico, condujese o representase los miedos y anhelos femeninos.

Directamente: ¿Crees en los fantasmas, Raquel?

No, no creo en los fantasmas como entidades sobrenaturales, traslúcidas y malévolas, que se quedan encerradas en las casas y le hacen la vida imposible a sus habitantes. Sí, sí creo en los fantasmas como metáfora de la memoria, de la herencia, de las heridas abiertas que no se han sanado, del recuerdo colectivo. Creo que hay temas, como la memoria histórica de un país, o como la historia familiar personal, que piden a gritos una buena historia de fantasmas.

Tu personaje favorito de los clásicos del cine o la literatura de terror.

El fantasma, seguramente, que no el demonio. Los demonios no me interesan, me desagrada su componente religioso. El fantasma no tiene por qué ser malo. De hecho, muchos fantasmas ayudan a los protagonistas de las historias a descubrir secretos. Y otros monstruos clásicos, como el vampiro o el hombre (o mujer) lobo, cuando se les da una buena vuelta pueden seguir siendo muy interesantes. Y las brujas, por supuesto. Brujas por encima de cualquier otra cosa.

Cuéntanos el episodio en que más miedo hayas pasado en tu vida…

Pues nada tuvo que ver con lo sobrenatural. El mundo real está lleno de monstruos; es lo que la literatura de terror no se cansa de decirnos. Yo tendría 12 o 13 años. Al mediodía iba a comer a casa y por la tarde volvía al colegio, teníamos un par de horas más de clase. Llegando a casa, en una avenida principal, con gente a mi alrededor, un hombre se acercó a preguntarme dónde estaba algo. Le contesté, y acto seguido se sacó el pene fuera de los pantalones. Yo no supe reaccionar. Era solo una niña. Recuerdo que empecé a andar más rápido –pero ni grité ni pedí ayuda, al revés, me daba mucha vergüenza que alguien nos viese–, y en lo único que podía pensar era: si me sigue hasta casa, sabrá dónde vivo para siempre.

***

“Hay gente extraña en nuestra calle. Son extraños porque no sé quiénes son y mamá dice que cualquier desconocido es un extraño. Pero también son extraños porque parecen sacados de una peli antigua y porque están haciendo cosas muy raras. Me miran desde el otro lado de la verja, como si les sorprendiera verme dentro de mi propia casa. Ni saludan ni nada, solo miran. Luego se asoman al porche de al lado y miran. Levantan la cabeza hacia el agujero que ha dejado la luna y miran. Después siguen dando vuelas calle arriba, calle abajo, calle arriba, calle abajo. Eso es un comportamiento muy, muy raro. Aunque, bueno, si me paro a pensar en comportamientos raros, la verdad es que muchas personas que conozco son casi tan extrañas como ellos. El abuelo Tomás, por ejemplo. Antes de este invierno, cuando papá se murió de algo malo en la cabeza, yo ni siquiera sabía que existía. Ahora vive con mamá y conmigo”. (‘Juegos nocturnos’)

“No recuerdo un momento de mi vida en que ellos no estuvieran. No hubo un antes y un después. Quizás cuando era muy, muy pequeña, un bebé, no lo sé… Soy consciente de su presencia desde que tengo memoria. Eran otra parte más de mí, igual de natural que repirar, como si lo extraño fuese que los demás no pudieran verlos. Aquello fue lo que más me costó entender. Ellos no me daban miedo. Lo que me asustaba era poder hacer algo que los demás no podían. ¿En qué me convertía eso?”. (‘La habitación de las niñas’).

“Seguí soportando los berridos de Nadia noche tras noche. Agarraba los barrotes de la cuna y los sacudía como si quisiera arrancarlos. Paseaba la mirada de forma histérica por el techo, los muebles, la ventana entreabierta. Y me miraba a mí. Las lágrimas le escurrían a chorretones por la cara. Estiraba las manos en mi dirección. Yo la observaba desde la oscuridad de mi cama, bien pegada contra la pared. Podía llorar todo lo fuerte que quisiera, prefería no dormir a pensar siquiera en cogerla. Así fueron pasando los meses. Nadia crecía y cada vez se desvelaba con menos frecuencia, o al menos ya no gritaba, pero yo me seguía despertando a menudo envuelta en sudor, mientras algo extraño y frío se alejaba flotando. Nadia me estaba mirando, de pie dentro de la cuna, sujeta a los barrotes. Entonces desplazaba la mirada, como si persiguiera algo por todo el techo hasta la pared opuesta a mi cama. Soltaba gorgoritos babeantes. Yo me cubría hasta la cabeza, vigilando a mi hermana por entre el hueco de las sábanas, protegiéndome de su mirada”. (‘La habitación de las niñas’).

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