“Reconsideremos nuestras vidas, tras los ruidos y velocidades que nos abruman”

El escritor J. Á. González Sainz. Foto: J. Aspiunza.

J. Á. González Sainz (Soria, 1956) acaba de publicar ‘La vida pequeña. El arte de la fuga’ (Anagrama), el primer libro de una trilogía donde el escritor soriano propone, en 61 textos breves, íntimos y profundos, otra forma de mirar y de vivir, otra forma de estar en el mundo. “¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? ¿Nunca miramos ya de verdad atrás? ¿Cómo hemos podido dejar que se llegaran a subir tantas cosas tanto de punto?”, se pregunta el autor de ‘Ojos que no ven’. Y añade: “Vivir, pues, buscar y experimentar la mejor manera de vivir, de vivir más y con más profundidad y más verdad, más moralidad, más alma, es la cuestión”.

“Siempre queremos otra vida, ¿verdad? Creemos que las cosas que son la vida no son la vida”. Esta cita de la escritora francesa Yasmina Reza abre tu libro ‘La vida pequeña. El arte de la fuga’. Defiendes que deberíamos volver a conjugar todo, el tiempo y las personas, las acciones y las cosas, para tomarnos la vida de otra forma. ¿Por dónde empezamos a reformularla?

Bueno, dices que defiendo, que defiendo cosas. Supongo que así se puede interpretar y leer, y está bien, pero siempre que lo haga o lo deduzca cada uno en su lectura. En rigor, lo que hace La vida pequeña es decir literariamente, presentar una urdimbre, poner en juego en ella o conjugar o declinar literariamente una serie de motivos, temas, situaciones, historias o lecturas con una voz que se refracciona en registros y colores diferentes y hasta opuestos. El campo de juego al que convoca el libro es literario, no ideológico, incluso no ensayístico por mucho que a veces el balón pase a ese campo y allí, a su manera, se siga jugando un rato o los ratos que sea. La literatura, jugada de ese modo, llevada a una exploración de sus límites en dirección etimológicamente ensayística, de tentativa, de mirar a ver en todos los sentidos posibles, también mueve a su modo el ánimo, como bien sabía Hegel, y hace tender hacia algo. Pero nunca de forma ideológica, nunca con recetas, con planes específicos de actuación; cada lector sacará del libro así concebido lo que vea conveniente, impresiones, críticas, empuje o sugerencias para reorientar su vida, incluso sólo una música, leña en todo caso para ver o sentir o pensar, y hasta ideas si quiere, y lo contrastará o conjugará con sus experiencias y sus demás lecturas y así puede que se deje mover el ánimo y tender a algo, pero de esa forma mucho más compleja y rica que es la que propone la literatura.

Dicho esto, la necesidad de repensar, de reconsiderar, que es la palabra que me parece que más uso, nuestras vidas individuales y colectivas, de buscar y atender a lo que hay tras los ruidos y las velocidades que nos abruman, las propagandas, las publicidades, las inercias ideológicas, los mensajes e imágenes y atiborramientos del tiempo en que se nos está convirtiendo todo, y las nuevas obediencias y las nuevas inquisiciones, me parece urgente. ¿Qué estamos haciendo y por qué hacemos lo que hacemos o dejamos de hacer ciertas cosas? ¿Qué relación tenemos con la Técnica y la tecnología, con nuestros deseos e insatisfacciones, con el tiempo, con el lenguaje y con la verdad? Supongo que no vendría mal una buena época de reconsideración a fondo, de vaciar el bolso de nuestra vida y ver lo que realmente nos es útil y necesario de lo que llevábamos y lo que no, y escoger y prescindir y despejar y tal vez incorporar. Distinguir y buscar, en una búsqueda siempre sin fin, qué hay de real, de hecho, de cosa, de bueno y verdadero, de alegría, a sabiendas de que esa búsqueda es sobre todo una actitud.

Antaño el tiempo era circular, luego fue lineal y ahora parece que da tumbos, que una cosa se superpone a otra, que nada acaba, que nada tiene duración. ¿Hemos perdido el sentido de la vida, el aroma del tiempo, como dice el filósofo Byung-Chul Han?

Es muy posible; que nada tiene consistencia: es lo que me parece. Pero vamos a tratar de decirlo mejor, que tendemos a fabricar inconsistencia y a vivir chapoteando en ella como si tal cosa. Bueno, es una opción, que todo importe un pepino y allá nos las den todas. Yo, o más bien, el autor de La vida pequeña intenta discurrir sobre todo eso en este tomo y, si consigo corregir y podar lo siguiente, en especial en el tercero, El arte del instante. Pero desde una reflexión en mi caso literaria de mi experiencia, de mi día a día y mis lecturas.

Señalas que todos hemos tenido alguna vez la tentación de abandonar, de tirar la toalla, de romper la baraja, “de mandarlo todo al diablo”, de escaparnos. ¿Queda algún lugar para fugarse, para huir de este imperativo inacabable del estar siempre haciendo, del estar siempre produciendo, del estar siempre rindiendo sin descanso?

Bueno, habría que esperar que quedara, y no sólo alguno sino muchos, incontables, pero estarían dentro de uno mismo, o en la forma de conjugar lo externo con mi interioridad, llamémosla así o bien alma o adentros, conciencia o espiritualidad…. Los lugares donde fugarnos están ahí, muy cerca por lo tanto, pero la cercanía ahora está lejísimos, no se llega nunca muchas veces. Claro que ayuda alguna que otra escapada en el exterior, cambiar, cambiar de aires y de aguas como decía ya Hipócrates, es curativo. Tratar de irse a lo menor, a la atención, al campo o a una ciudad pequeña, del todo o a días, tratar de zafarse de mi ideología, de mis idolatrías, de mis aparatos, de mis innecesarias necesidades… a sabiendas también de que en todas partes acaban cociendo habas, basta un necio para tener ruido en medio del campo.

Producir está bien, es lo más nuestro del hombre; incluso la poesía tiene que ver con eso, poiesis, y también el sentido, que es algo que se produce, pero hay que ver qué y en qué medida y con qué valor y a qué coste y con qué ritmo y así sucesivamente. Cada cierto tiempo, o bien continuamente, nos tendríamos que interrogar, como personas y como sociedades, sobre qué demonios hacemos, pero con un tipo de interrogación no científica (ésa también, claro) sino humanista, literaria, filosófica, existencial. El pensamiento científico por supuesto es el que más adelanta, adelanta que es una barbaridad, como se decía, y eso es estupendo. Pero no hay que dejarlo solo.

El otro día leí que todo sería hoy diferente si el teléfono lo hubiéramos dejado fijo en casa, si no lo hubiéramos sacado a la calle y no fuéramos con él a todas partes, si no estuviéramos siempre conectados, disponibles, ‘apantallados’. Lo digital nos ha abierto un mundo de posibilidades y de conocimiento, pero ¿no nos ha hecho más serviles, más esclavos, menos libres, menos humanos?

Claro, supongo que cada zancada tecnológica trae aparejadas sus ventajas, a veces muchas como en el caso de la digitalización, y también sus servidumbres o directamente esclavitudes, como dices. La cuestión me parece que es siempre la misma, la relación que establecemos nosotros con la técnica, es decir el sentido que le damos y nos damos, nuestra re-ligazón u ob-ligación con ella, nuestra tensión de medida y el recuerdo de nuestra dignidad frente a todo ídolo. Se ha pensado mucho esa relación con la Técnica, Ortega, Heidegger…., es la cuestión más inquietante para Heidegger. Esta nueva zancada digital es asombrosa, las posibilidades que brinda en todos los ámbitos son maravillosas, en los cálculos técnicos, en la medicina, en la disposición del saber…. Asombroso, pero también las posibilidades de darnos una morrada monumental son parejas, de reducción de nuestras aptitudes y libertades, de acogotarnos en un mundo superinterpretado donde lo real se esfuma y lo que hemos fabricado nos supera por completo.

Cosas muy complejas, la técnica las vuelve simples, es verdad, pero también al revés, cosas antes sencillas se vuelven una locura, nuestras vidas cotidianas están impregnadas de nuevas y grotescas neolocuras productoras de angustia y de ira. El vaciado de nuestra interioridad y su llenado como depósitos de gasolina en una gasolinera está a la orden del día. Y se llena con todo, con ruido, con consumos, con las marrullerías y las neomurmuraciones de las redes digitales todo el santo día, con una dispersión y una banalidad mentales colosales y una burocratización digital despersonalizada al máximo que te deja con un sentimiento de impotencia que te trastorna. A la porquería de la inautenticidad y la creación de angustia convendría darle un buen fregado por lo menos de vez en cuando si no valemos para atajarlas.

Digo yo que cuando se inventó, qué se yo, la rueda o el fuego, los entonces humanos no se pasaban el día sobre ruedas o prendiéndole fuego a todo, sino que utilizaban estos grandísimos inventos para lo que les era útil material o simbólicamente. Pues bien, en nuestro ahora digital parece que tenemos que estar todo el santo día con pantallas y artilugios digitales, para trabajar, para divertirnos, para orientarnos, para esparcirnos o pasar el rato en cualquier sitio, hasta en los ascensores, y hasta para subir las persianas de casa o saber si tengo que reponer la leche o se me han podrido los pepinos en la nevera. Adelantar para atrás parece.

“No tenemos palabra: palabras muchas, todas las que queramos, pero no palabra”, escribes. La palabra parece hoy que no vale nada, que ha perdido su “promesa de significación”. La traicionamos. No la respetamos. Si no cumplimos con ellas, ¿qué nos espera?

Suelo decir, y lo he debido de escribir varias veces, que toda catástrofe humana viene precedida de una catástrofe lingüística. Lo más humano de lo humano es el lenguaje (y el saber que nos vamos a morir) y el lenguaje se puede mantener vivo, decidor, arrimado a las cosas y los hechos, enriquecedor, vigilante, o bien se puede atarugar, agusanar, se le puede vigilar y castigar, se le marea mintiendo con él, banalizando sus significados. Como toda cosa viva, el lenguaje cambia, vira, se trasforma, pero cuando se tiende a darle patadas y más patadas en manada en los riñones del significado, a no significar nada, o nada distinto de su contrario, cuando todo vale, cuando todo da igual, cuando da igual arre que so, cuando no hay palabra con las palabras, y nuestras convenciones se han ido al diablo y además la gente está tan contenta balbuceando a grito pelado… pues nada bueno imagino que se pueda barruntar.

¿Hemos perdido la capacidad de ver el mundo, sus milagros diarios, hemos perdido la capacidad para asombrarnos, la alegría del entusiasmo de seguir vivos?

Supongo que ese asombro por la maravilla de estar vivos cada día y la maravilla de tantas cosas es vital; si lo conserváramos vivo, nos dejaríamos de muchas pejigueras, de muchas insatisfacciones y quejas y todo eso. Y del asombro arranca el ponerse a ver, a pensar, a sentir… Pero todo esto es un proceso espiritual tanto como material, de ahí que La vida pequeña, sobre todo en lo que resta por publicar, vaya a las cosas, a lo más menudo de los días con ese temple. Claro que el peligro de todo esto es que de ello se saquen recetas, material publicitario, esteticismos o sensiblerías o ideología, o directamente bobaliconería.

Sobre Thoureau dices que llevaba la vida del sabio en su cabaña que se hizo con las manos en el lago Walden, es decir, una vida en torno a la sencillez, la independencia, la magnanimidad y la confianza. ¿Quiénes son hoy nuestros sabios y qué es llevar una vida sabia?

Bueno, sí, Thoreau es todo lo que dices, pero también con su cuota de ridículo, con su cabaña en realidad a dos pasos de los salones de té de la ciudad (que no digo que esté mal tampoco) y sus risibles apreciaciones sobre el progreso, muy groseras a veces, como cuando refunfuñaba en Walden contra los trenes o porque todo el mundo pudiera tener sin molestarse lo más mínimo en el grifo de su casa de la ciudad el agua de aquellas mismas lagunas que él iba a recoger por la mañana rompiendo el hielo.

Sabios son los de ayer y los de hoy; toda la historia de las filosofías y las culturas clásicas, la palabra que viene de lejos, está ahí a nuestra disposición con el mismo valor de siempre. Yo, y el autor de La vida pequeña, que no somos exactamente el mismo, nos acompañamos a menudo de ellos y Séneca, Epicteto, Epicuro o Marco Aurelio salen creo a menudo en mis páginas, lo mismo que Simone Weil o filósofos contemporáneos y los poetas, Machado, Hölderlin, Claudio Rodríguez, Rilke… son mi cuadrilla.

Una de las cosas más maravillosas de nuestro mundo es tener al alcance tantos libros estupendos, los que ya tenemos y los que siguen saliendo. Una buena biblioteca es un gran tesoro sin esconder, ahí, a nuestra disposición todo el rato. El libro, los libros, eso que la cultura digital quería merendarse, pues resulta que está más vivo que nunca, que cada día se publican buenos libros, buenos estudios sobre tantas cosas y el caudal de sabiduría disponible es inmenso. Falta, eso sí, porque estamos en la inopia digital y el gran barullo, tiempo para dedicarlo a una lectura atenta, sosegada y acogedora. Los buenos libros, esos sí que te llenan de vida y de inteligencia y memoria y discernimiento y belleza.

“Hay un silencio que procede del desacuerdo con el mundo y otro silencio que es el mundo mismo”, señala el ensayista Ramón Andrés en ‘No sufrir compañía’. ¿Dónde encontramos hoy el silencio?

Me alegra que cites a Ramón Andrés, por quien tengo gran admiración intelectual y una amistad que viene de hace casi 50 años, que se dice pronto. Nuestra sociedad tolera mal el silencio, le parece una falta, un agujero, sobre todo porque cultiva el vacío y la falta para llenarla de consumos, del consumo como sentido de la vida. A los dispersos el silencio les aburre, vamos a decir incluso que les acojona. La costumbre del ruido en los lugares públicos, en los bares a los que se va a hablar sobre todo, en las calles, en los edificios de viviendas… es como una plaga boba incivil, habría que defenderse del ruido como de la peste, defender el derecho al silencio. Luego, del silencio se podría pensar mucho, si supiéramos; hay un silencio del que no puede hablar, de aquel al que no le dejan hablar, de las prácticas que hacen callar, hoy otra vez a la carga, y hay, por otro lado, un silencio del que surge el lenguaje, el pensamiento, el sosiego de la mirada, la música..

¿Llevar “una vida pequeña” es una forma de microrresistencia, de negación, de rebelión contra el espíritu de nuestro tiempo?

Puede serlo, sí, microrresistencia está bien. A veces la palabra o el concepto de resistencia, que es magnífico, se ha teñido de ideología, y prefiero algunas veces otra palabra más sencilla como aguante. Tener aguante, hay que tener aguante, me decían siempre en casa y yo le repito a mi hijo. Pero si algo aguanta o resiste, o con ello se resiste o se aguanta, es porque vale, porque es valioso, porque tiene valor, porque tiene consistencia, sentido… Si no tuviera eso no resistiría, no se resistiría con ello. Y las columnas, además, tienen belleza.

Por otra parte, resistirse, al nihilismo o al espíritu del tiempo, recojo de Simon Critchley, no quiere decir querer superarlo, trazar un proyecto de hombre nuevo y poner en marcha máquinas de guerra o de resistencia para conseguirlo, cosa que tan atractiva ha resultado siempre y me temo que vuelve a resultar, y a lo mejor es inherente al pensamiento filosófico, pero que tantas y tantas catástrofes y crímenes han llevado siempre aparejados.

Camus dice: “Algo se aprende en medio de las plagas”. ¿Qué hemos aprendido nosotros?

Me temo que no mucho, que no hemos profundizado, que no nos hemos enfrentado de veras a sus cargas de profundidad, que nuestras autoridades nos han vedado, en esta época de la mayor obscenidad en general, lo más cruento y material y real. La negación de la realidad de nuevo cuando más irrumpía desatadamente. Parece que lo que más se desea es salir de nuevo a divertirse y a olvidar, lo que por un lado es normal y no puede decirse que esté mal, pero a las sociedades o a los países, a las personas, que no se plantean radicalmente las cosas graves que suceden y no tratan de pensarlas a fondo y de aprender de ellas para lo que sigue y ser consecuentes no se les puede arrendar la ganancia.

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