¿Recuerdas, tío, cuando entrabas a mi habitación?

Foto: Pixabay.

“Cucú. ¿Recuerdas, tío? Eso hacías cuando entrabas a mi habitación. Ponías la almohada sobre mi cara, ¿era así? No, no. Lo hacías con más fuerza. Era hasta dejarme casi sin aire. Paralizada. ¿Qué me susurrabas? ¿Si gritas te asfixio a ti y a tu hermano?”. Nueva entrega de los relatos que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado para ‘El Asombrario’. Ella tenía nueve años. Adoraba esa estación del año con el olor a cloro de las piscinas, las fiestas en la plaza del pueblo, con los banderines y luces de colores, y ese olor a pólvora de los fuegos artificiales”.

Por ALINADAMAS

Isabela llegó al hospital lo más rápido que pudo. Quería llegar antes que el resto de la familia, porque tenía una conversación pendiente con su tío Martín desde hacía muchos años.

–Que me ha llamado mi padre para decirme que te habían ingresado –dijo Isabela mirando a los ojos a su tío, que estaba postrado en la cama y conectado a un montón de aparatos. La vejez había pasado factura a su tío, ya no era el hombre corpulento que ella recordaba, pero el azul de sus ojos seguía intacto.

Entonces volvió a ver su mirada de hace 45 años, cuando él entraba en su habitación de pequeña. Una mirada que no se detenía en el muñeco de peluche, que ella abrazaba con fuerza, sino que recorría todo su cuerpo dejando un rastro de suciedad. Era verano. Ella tenía nueve años. Adoraba esa estación del año con el olor a cloro de las piscinas, las fiestas en la plaza del pueblo, con los banderines y luces de colores, y ese olor a pólvora de los fuegos artificiales. Y sobre todo estar todo el día en la calle con sus amigos y primos, porque en los pueblos todos son familia.

Su tío seguía con los ojos azules fijos en Isabela. Ella cogió una almohada con una impecable funda blanca que había en un sillón para los visitantes. La puso delante de la cara de su tío.

–Cucú. ¿Recuerdas, tío? Eso hacías cuando entrabas a mi habitación. Ponías la almohada sobre mi cara, ¿era así? No, no. Lo hacías con más fuerza. Era hasta dejarme casi sin aire. Paralizada. ¿Qué me susurrabas? ¿Si gritas te asfixio a ti y a tu hermano?

Martín había terminado de estudiar en el seminario y decidió pasar el verano en la casa que los padres de Isabela tenían en el pueblo. Con nueve años ella vivió el miedo; lo experimentó en cada rincón de su cuerpo. El verano dejó de oler a cloro, a pólvora y a hierba recién cortada; el verano dejó de saber a helado de chocolate y a las migas que hacía su abuela. Descubrió que el miedo no solo se siente, también se huele y olía a sudor de hombre y a otro olor que con nueve años no supo distinguir.

–Tranquilo, tío Martín, no te pongas nervioso –dijo Isabela mientras jugaba con la almohada. La acercaba y la alejaba de su cara. A veces apretaba sus extremos con tanta fuerza que los nudillos se volvían tan blancos como la impecable funda de la almohada.

Entró una enfermera. En su cara había una mueca de susto. Con movimientos rápidos y ágiles se dirigió a los aparatos a los que estaba conectado el tío Martin, y cuando vio que todo estaba en orden, sonrió aliviada. Isabela dejó la almohada sobre el sillón. Estaba alisando la funda con fingida calma, cuando vio que Martín tenía en su mano el pulsador para llamar a enfermería. La enfermera no había llegado hasta la habitación porque sí. El tío Martín, aun cuando estaba en las últimas, seguía siendo listo. Pero su astucia le iba a servir de poco.

–¿Necesitan algo? –preguntó la enfermera.

–No, gracias. Mi tío ha debido de pulsar sin darse cuenta –respondió Isabela mientras le quitaba el pulsador de la mano a su tío, disimulando el temblor de sus manos.

Colocó el pulsador lo más alejado posible, mientras en la mirada de Martín asomaba el miedo. Algo cambia en los ojos cuando estamos asustados.

¿Por qué su madre no se había dado cuenta? Isabela no podía comprender cómo su madre no había adivinado lo que ocurría en su habitación cada noche. Las madres lo saben todo, pensaba Isabela y muchas veces su madre le había dicho que con solo mirarla podía saber si ella estaba bien o no. Por eso, Isabela miró a su madre todos los días de ese verano. Fijamente. Había una súplica en sus ojos, pero su madre no la supo ver. Ni la súplica, ni el miedo. Un día Isabela se atrevió a más. Preguntó a su madre si el tío Martin era malo.

–¡Qué cosas dices, niña| El tío es un hombre de Dios, la maldad no cabe en él.

Isabela recuerda, como si fuera hoy, el énfasis que su madre puso en esas palabras, “hombre de Dios”. Y entonces la odió.

–¿Tienes miedo, tío Martín? Tranquilo, se aprende a vivir con el miedo. Aunque a ti ya te queda poco tiempo de vida. Pero puede que el miedo te acompañe después de la muerte. Te espera una larga condena. Una eternidad a más de 80 grados. Un verano muy largo y asfixiante, como el que viví yo hace 45 años. Sin olor a cloro, ni a pólvora ni a hierba recién cortada.

Martín alargó la mano todo lo que pudo para intentar llegar al pulsador, pero ella lo había colocado lejos. Al pasar la mano por encima de la mesa estuvo a punto de tirar un vaso de cristal al suelo. Isabela estuvo rápida y lo pudo coger antes de caer

–Deja de hacer tonterías, viejo estúpido. Nadie va a poder salvarte. En unas horas vas a morir solo y sin que nadie avise a un sacerdote para que te dé la extremaunción. Has vivido en pecado y morirás en pecado. Arderás en el infierno. Es verano y la familia está de vacaciones, tardarán unas ocho horas en llegar. Cuando lleguen, ya estarás muerto.

Isabela dio un par de vueltas alrededor de la cama. Tocó los aparatos, rozó sus perillas y cables a los que el cuerpo de su tío Martín estaba conectado, sin atreverse a tirar de ellos. No ahora. No todavía. Martín la seguía con la mirada; sus pupilas azules cada vez más brillantes por el terror.

Isabela se sentó unos instantes en la silla. Las manos no habían dejado de temblarle desde que supo que le vería. Se puso de pie. Volvió a coger la almohada.

–Para que estés más cómodo, tío Martín –dijo.

Y caminó hasta la cama.

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