Refugio entre los cerezos

Foto: Manuel Cuéllar.

Relato 18 de la serie que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado este mes de agosto para ‘El Asombrario’. Aquí el propio verano se hace personaje y viaja entre bosques en llamas, turistas en la ciudad y ruinas polvorientas. “Con un suspiro cruzó los Pirineos y se dirigió hacia España. Había estado evitándola desde que regresó al hemisferio norte. Contenía demasiados recuerdos: noches y amaneceres en compañía del zumbido de los insectos y el ruido de las verbenas. Acarició con ternura el cuerpo de una anciana deshidratada en su casa y se preocupó de suavizar sus rasgos para sus familiares”.

POR ANTONIO HERNÁNDEZ. 

Verano giró perezoso en la cama transpirando bajo el ventilador anclado en el techo. Las aspas giraban en lenta parsimonia agitando el aire caliente y reseco de la habitación. A través de las láminas de madera de la persiana se filtraba en haces intermitentes la luz cegadora de la tarde. Las motas de polvo transitaban alternando entre la luz y las sombras antes de depositarse nuevamente sobre el suelo.

Verano parpadeó ajustando sus ojos dorados a la habitación en penumbra. De regreso en el hemisferio norte tras sus vacaciones ecuatoriales, se encontraba cómodo en el Mediterráneo. Entrecerró los ojos y extendió sus sentidos hacia las olas cálidas meciendo los barcos de pescadores, el asfalto caliente y la algarabía infantil en playas y campamentos. Arrugó la frente y con un suspiro recogió un niño ahogado en el fondo de una piscina. Lo depositó cerca del bordillo mientras sus pensamientos se traducían en una violenta tormenta en la sierra más cercana.

Su mente regresó a la habitación; se levantó de la cama agitando aún más el polvo a su alrededor y se dirigió a un pueblo de Sicilia. Por supuesto ya estaba allí antes de dirigirse en persona, pero había una diferencia entre estar allí y estar verdaderamente. A su lado pasó una chica paseando en bicicleta por el lungomare con un sombrero de paja y un vestido suelto de lino. Verano agitó la brisa marina y el sombrero salió volando hasta ir a detenerse a los pies de un estudiante de Milán que estaba allí pasando unas semanas en casa de los abuelos. Verano contempló divertido a los dos jóvenes. La pasión duraría, o no; era indiferente para Verano. Pero habría atardeceres, helados de limón y una noche clandestina en la playa bajo los fuegos artificiales de las fiestas de Santa Águeda. Esa noche sería recordada con nostalgia muchos años después.

Siguiendo el rastro de los helados de limón, pasó la tarde atormentando a los turistas que se abanicaban entre las ruinas polvorientas de Agrigento. Allí se sentó a la sombra de un olivo y acariciando el tronco se transportó a otros árboles, muy lejos, al norte de Washington. En un gran claro entre los abetos, niños de uniforme caqui habían acampado bajo la supervisión de los monitores y se sentaban ahora en círculo en torno a una pequeña hoguera mientras los últimos rayos de sol acariciaban las copas de los árboles. Se aproximó silenciosamente al fuego de campamento atento a los niños  que contaban historias repitiendo ese eterno ritual que conecta la llama con otra y otra hasta el principio de los tiempos. Verano conocía todas las historias –algunas de las mejores eran suyas– y por no perder la práctica, se inventó una nueva que contó por boca de uno de los mayores. Una historia de miedo, como dicta la tradición, con susurros, gritos y sombras informes en la oscuridad. Aquella noche, algunos niños se acurrucarían en sus sacos de dormir atentos a los sonidos del bosque, a cada susurro del viento entre las ramas, a cada chasquido de animales pasando entre los arbustos. Cuando todos estuvieron en sus tiendas, Verano se recostó sobre las brasas y contempló el cielo estrellado.

Se despertó con el calor de las llamas. Estaba en otro bosque, en el sur de Francia. El humo a su alrededor transportaba el olor de la madera quemada y el tufo acre de algún animal atrapado en el incendio. Miró hacia arriba y un helicóptero descargó quinientos litros de agua sobre su cabeza. No sería suficiente. Verano miró a uno y otro lado atravesando con la vista el humo y la madera. Encontró unos picos cercanos y con una inhalación atrajo un breve chaparrón. Aún insuficiente, claro; a sus hermanos se les daba mejor el agua, pero de momento no tenía nada mejor. Probó a soplar, pero su aliento cálido avivó las llamas y las extendió hacia el oeste arrasando campos y amenazando pueblos. Corrió entre las llamas hasta localizar los vehículos de varias cuadrillas de bomberos. Alejó el humo y empujó las llamas hacia las zonas de menos vegetación. Por fin avistó una borrasca y con un silbido la atrajo hacia sí. Estalló la tormenta y el cielo se iluminó de relámpagos, pero el agua golpeó furiosa las llamas mientras verano perseguía los pasos de un joven bombero desorientado. Intentó atraer a sus compañeros, empujarlo hacia zona segura, pero el humo y la tormenta cegaban los ojos del joven. Finalmente se quedó con él, acunó su cuerpo y esperó a su lado hasta que lo encontraron. Verano se ocultó entre el humo mientras contemplaba los denodados esfuerzos de sus compañeros por reanimarlo.

Con un suspiro cruzó los Pirineos y se dirigió hacia España. Había estado evitándola desde que regresó al hemisferio norte. Contenía demasiados recuerdos: noches y amaneceres en compañía del zumbido de los insectos y el ruido de las verbenas. Acarició con ternura el cuerpo de una anciana deshidratada en su casa y se preocupó de suavizar sus rasgos para sus familiares. Caminó descalzo por el desierto de los Monegros clavándose las rocas en los pies desnudos intentando que el dolor físico ocultase otras sensaciones. Se lavó el polvo en el Monasterio de Piedra antes de virar ligeramente hacia el oeste mientras descendía hacia el sur. Se detuvo en campos de trigo al ocaso con las cosechadoras iluminando la noche con sus focos blancos y durmió acurrucado en una casa de labor entre viejas hoces oxidadas. Se entretuvo unos días en Madrid. Siempre había disfrutado deslumbrando a los turistas que insistían en pasear a las cuatro de la tarde. En otras ocasiones le habría divertido verlos refugiarse en heladerías y parques; ahora el olor del humo aún llenaba sus fosas nasales y no encontró satisfacción en ese entretenimiento. Su mirada regresaba nuevamente al bombero muerto, a otros incendios a kilómetros de distancia. Intentó negarse a sí mismo. Se dijo “menos sol, menos calor, más lluvia”.

Sus pasos erráticos le condujeron tímidamente hacia el oeste. Lentamente, metro a metro, dejando a su derecha la Sierra de Gredos, se dirigió a la casa de su hermana. Allí escondida entre los valles, en una casita de gruesa mampostería, junto a un río de montaña y rodeada de sencillas flores blancas y amarillas, le esperaba su hermana mayor con un vaso de agua fresca y una corona de flores de cerezo.

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