Rodolphe Christin: ‘Crítica de la sinrazón turística’ que está devorando el mundo

El sociólogo francés Rodolphe Christin

El sociólogo francés Rodolphe Christin.

El sociólogo francés Rodolphe Christin

El sociólogo francés Rodolphe Christin.

El sociólogo francés Rodolphe Christin ha publicado ‘Un mundo en venta. Crítica de la sinrazón turística’ (Ediciones El Salmón) donde define al individuo hipermoderno como un ser “desarraigado, nómada sin territorio, tecnológicamente conectado y solo”. Para Christin, el turismo es una industria “devoradora” que explota “recursos tales como los paisajes y las formas de vida”. Y añade: “Nos encantan las abstracciones que no se comprometen con nada y tememos las realidades concretas que son atractivas y que requieren valor”. Cree que hoy día nos conmueve la injusticia que golpea “a pueblos lejanos” y, paradójicamente, “somos capaces de cruzarnos con nuestro vecino sin dirigirle jamás una sola palabra”.

Christin invita también a los ciudadanos de hoy a fortalecer “su solidaridad” para salvar lo que “aún estamos a tiempo de salvar”. Por último, hace también referencia a la naturaleza: “La naturaleza, tal y como la concebimos, incluso cuando la imaginamos como un refugio, es producto de nuestra civilización. Desafortunadamente, con la propagación de nuestra forma de vida ya no existe naturaleza al margen de la influencia humana”.

Con la globalización, lo local ha perdido su territorio, su espacio. Lo cercano, lo más próximo produce insatisfacción y apenas preocupa pero, paradójicamente, nos conmovemos y mostramos desazón ante realidades que discurren a miles de kilómetros de nosotros. Además, lo lejano parece que se ha convertido en lo que verdaderamente atrae. ¿Cómo es posible recuperar el interés y la solidaridad por nuestro entorno, por la gente que vive puerta con puerta, en un mundo acelerado y en permanente cambio?

Me estás hablando de un mundo que estetiza lo lejano y lo idealiza cuando el extranjero nunca ha estado tan cerca; sin embargo, parece dotado de un miedo social de rasgos inquietantes. Cuanto más seguro se presenta lo lejano, más inseguro parece lo cercano; es una paradoja. Nos conmueve la injusticia que golpea a pueblos lejanos y somos capaces de cruzarnos con nuestro vecino sin dirigirle jamás una sola palabra. Nos encantan las abstracciones que no se comprometen con nada y tememos las realidades concretas que son atractivas y que requieren valor.

La industria del turismo presenta lo lejano como un lugar de rejuvenecimiento temporal donde es posible olvidar de forma provisional lo que tenemos más cerca: el trabajo, los problemas, las responsabilidades. Esta compensación permite aceptar lo inaceptable: una forma de sumisión para acatar lo realmente devastado. A cambio, ganamos la capacidad de consumir. El consumo ya no es una necesidad, es un pasatiempo que nos permite hacer funcionar la máquina creyendo que está a nuestro servicio, cuando en realidad nos convierte en sus siervos. Urge revertir la fórmula de Rimbaud: “La verdadera vida está en otra parte”; en realidad, la verdadera vida está aquí.

Defines al individuo como un ser “desarraigado, nómada sin territorio, tecnológicamente conectado y afectivamente solo”. ¿Ha empequeñecido la tecnología la vida del ser humano, sus relaciones con el otro, sus afectos?

La tecnología es una trampa útil y eficaz. Al capturar nuestra atención, atrapa también nuestra existencia y nuestra autonomía. Estás aludiendo aquí más específicamente a las tecnologías que nos conectan de forma virtual y que, en realidad, nos aíslan. Nuestra presencia en el mundo está mutilada. Una vez más, la persona a la que enviamos mensajes, al otro extremo de la red social virtual, se vuelve más importante que la persona que tenemos sentada a nuestro lado en el metro. La indiferencia hacia lo que tenemos más cerca está a la orden del día, en todo momento. De esta manera, nos convertimos en presa de un inmenso vacío que invade nuestras conciencias.

Tu libro ‘Mundo en venta’ es una crítica al turismo, a la movilidad azuzada en los discursos políticos y económicos en pro de un sistema capitalista que necesita de nuestro consumo incesante para seguir creciendo. ¿Qué significa hoy ser un turista?

Preferir el entretenimiento a la diversidad. Anhelar olvidar la realidad en universos homologados e idénticos. Consumir sin límites para esperar compensar la frustración de vivir en un mundo potencialmente sin límites, es decir, un mundo básicamente enloquecido, como un drogadicto que cree poder liberarse de su adicción sin renunciar a su droga.

La movilidad, entonces, ¿nos da libertad o es solo una forma encubierta más de control y encadenamiento social en la caverna de los días?

La movilidad a gran escala exige universos organizados y dispuestos de tal manera que vuelva los viajes lo más fluidos posible. Así, tenemos la capacidad de ir y venir por rutas y circuitos previamente señalizados. Por lo tanto, sería necesario reflexionar sobre la diferencia existente entre capacidad y libertad. Sea como fuere, partir se ha transformado en el deber de irse de vacaciones. Y, al partir, estamos obedeciendo las normas sin mostrar ninguna transgresión real.

Hay una movilidad obligada, la de todas esas personas que se ven empujadas a dejar sus casas y sus países para sobrevivir al terror y las guerras. En un documental reciente del artista Ai Weiwei, ‘Marea humana’, comprobamos que son millones las personas, en distintas partes del mundo, que huyen de sus ciudades buscando un mundo mejor. ¿Cómo deben afrontar los países, desde un punto de vista moral, el tema de la migración?

Tienes razón al plantear esta pregunta, porque existe un peligro en la crítica al turismo: la xenofobia. Por eso yo suelo insistir en el hecho de que debemos criticar el turismo en tanto que sistema, y no al turista en tanto que individuo. Todos somos turistas potenciales, siempre y cuando viajemos por placer, de modo que no debemos descuidar este aspecto. Las migraciones que mencionas son consecuencia de los desastres en curso. Su conveniencia acaba imponiéndose tanto a aquellos que, haciendo de la necesidad virtud, abandonan su tierra, como a los países que, lo quieran o no, se enfrentan a su llegada. Así que, al margen de posturas sentimentalistas, acojamos en nombre de los principios de la hospitalidad y del humanismo a estas personas de sociedades muchas veces destruidas por el intervencionismo occidental; porque, después de todo, han dado fe de una gran determinación y de un esfuerzo formidable para asumir la responsabilidad de sus elecciones.

“El turismo es devastador para la ecología, tanto por la contaminación ligada al transporte como por la presión que ejerce sobre recursos locales como el agua, sin olvidar la alteración de los ecosistemas causada por el hormigón y la producción de innumerables desechos”, aseguras en el capítulo ‘El rentista como ideal turístico’. ¿El turismo está devorando el mundo?

De hecho, llegué a hablar de una suerte de mundofagia turística en mi libro Le manuel de l’antitourisme. El turismo es una industria devoradora que explota recursos tales como los paisajes y las formas de vida. Al hacerlo, como toda industria, los transforma, deforma y destruye. El turismo, en tanto que fuerza para acondicionar la realidad, es una industria-laboratorio del Antropoceno.

La naturaleza podría ser hoy “refugio y antídoto contra los males de la civilización”, como señalaba el escritor naturalista John Muir. Y, sin embargo, estamos en guerra contra ella: la explotamos, la mercantilizamos, la destruimos, la esquilmamos…

La naturaleza, tal como la concebimos, incluso cuando la imaginamos como un refugio, es producto de nuestra civilización. Desafortunadamente, con la propagación de nuestra forma de vida ya no existe naturaleza al margen de la influencia humana. La diferencia entre el hombre moderno y el que los antropólogos denominan “arcaico” probablemente radique en la compulsión del primero por transformar de arriba abajo, de forma radical, su entorno. Creo que, a estas alturas, ya no hay refugio posible, debemos enfrentarnos a la realidad. Ya no hay escapatoria posible.

Para conciliarnos con la naturaleza tendremos antes que conciliarnos con nosotros mismos y con los demás. ¿Dónde empieza el cambio?

Debemos ser humildes y aceptar que no podemos dominarlo todo. Aceptar la parte de aventura, es decir, la exposición a lo que sucede, inherente al hecho de existir. Es una forma de recurrir a la simplicidad y dejar respirar al mundo, sin tratar de imponerle nuestro sello ni dejar nuestras huellas por todas partes. 

En nuestras relaciones con los otros notamos una profunda deshumanización, una intensa falta de solidaridad, de generosidad, de hospitalidad. ¿Está en la educación la clave para retornar a un mundo de valores, de respeto al otro, de recuperación de la esencia humana?

La educación contribuye a ello, por supuesto. Pero no es suficiente, porque todo proyecto educativo alberga la idea de adaptar a los individuos a la sociedad que los rodea. Por lo tanto, también es necesario actuar en la sociedad para transformarla –o para evitar que se transforme demasiado en ciertos aspectos–, con los medios a nuestro alcance, en una sociedad democrática.

¿En qué y quién podemos creer?

Más vale pensar que creer. Los cimientos del mundo se hallan en la solidaridad de lo vivo, de los seres vivos. Nuestros esfuerzos deben ir encaminados a fortalecer esta solidaridad para salvar lo que aún estamos a tiempo de salvar.

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