Rosita y la hazaña de los salmones

Foto: Pixabay.

‘El viaje del salmón es tan agotador que generalmente muere en el desove, excepto el salmón atlántico, que consigue repetir su hazaña’. Una profunda identificación de Rosita con estos peces da forma a nuestra cuarta entrega de ‘El viaje de las heroínas’, nuestros Relatos de Agosto de este año, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado.

POR ANA CADÓRNIGA 

El sol se pone ya en el horizonte. Unas olas tranquilas rompen en las piedras apiladas del puerto, como disculpándose. Rosita alza las manos hacia los hombros, toma las esquinas de la manta que alguien le había echado para que no se quedara fría. Santos no volvería nunca, Rosita no lo abrazaría más, ni le arreglaría el cabello crespo con las tijeras de costura, ni lo sentiría en su cintura. Las anémonas y las algas cubrirían lo que los peces hubieran dejado. Rosita mira las olas, ellas húmedas y saladas, ella seca y rencorosa desde el puerto de Muros.

Unos años atrás, Santos la tomaba de las manos a la orilla del Pacífico, otro océano tan salvaje como el que se lo había arrebatado. Miraban la Isla Blanca, a veces sumida en una bruma ligera, y él colocaba su cabeza en el regazo y le hablaba de las costas gallegas de su bisabuelo y de las pescas en Terranova y que tenían que marchar. Ella, recién salida de los baños públicos, peinaba su larguísima trenza negra, todavía húmeda, con la que Santos jugueteaba entrelazando los dedos mientras soñaba en voz alta, en Chimbote no hay futuro, marchemos de aquí, tendremos una casita para los dos solos, bueno, y para el que viene de camino, y se le iluminaba el rostro al rozar el vientre abultado de Rosita, que empezaba a notarse de veras.

El macho se acercó a ella, estaba preparada, llevaba varias semanas sin comer esperando el momento; la remontada había sido muy dura y ahora se dejaba mecer por las corrientes del río pegada al lecho de guijarros donde haría la puesta.

Las luces del puerto se han encendido, Rosita, envuelta en la manta, se pone en pie, despacio, comienza a caminar, casi trastabillando, primero un pie luego el otro como se camina. Recuerda cómo se despidió de ella en el hospital, nada más nacer su pequeña. Mi Rosi, lo haremos como caminamos, primero uno y luego el otro, en unos meses vienes tú también con la niña, yo cojo el vuelo a Madrid y de allí a Noia. Me han hablado de un pesquero que busca gente en el puerto de Muros, me embarco y para cuando vuelva con el salario alquilo un apartamento. Un beso triste en la frente a la pequeña y uno rápido en los labios secos de Rosita, se giró un instante, ya está inscrita, María Flor Quispe Vásquez, y sin querer mirarlas más, tomó las maletas y salió por la puerta.

El río la devolvió con fuerza al vaivén del océano; agotada y hambrienta, había conseguido desovar a tiempo y se había dejado llevar por la corriente contra la que había luchado en su ascenso. Tomaría las corrientes atlánticas hacia las frías aguas del norte.

Rosita tropieza en los adoquines húmedos del puerto, y cae al suelo, le duelen las rodillas y se ha golpeado en el mentón. Palpa las untuosas irregularidades del suelo. Le duelen las manos,  también se las ha lastimado. A duras penas consigue erguirse, ¡Ay, mi Rosi!, tenemos que remontar esta vida que nos ha tocado vivir, Santos siempre decía lo mismo en las fugaces conversaciones que mantenían cuando estaba embarcado.

A los pocos meses del nacimiento, Rosita había tomado a su pequeña envuelta en varios refajos, se subió en un autobús camino de Lima, atravesó el océano que, unos años después, se llevaría a Santos, aterrizó en Madrid, y recorrió el largo camino hasta la ría donde él había conseguido un bajo con dos diminutas habitaciones. Durante todas las horas, los días, que duró aquel viaje, abrazó a Flor con fuerza, aferrándose a lo único real que tenía.

Llevaba un par de años en aquella zona fría y nutritiva, se notaba fuerte y recuperada, notó algo en el vientre, un impulso, y retomó el camino de vuelta hacia el río que la había visto nacer y que había acogido su puesta anterior.

Rosita se apoya en uno de los arcos de piedra, toma aliento y rebusca infructuosamente en el bolsillo las llaves. Retrocede sobre sus pasos, vuelve a palpar entre los adoquines del puerto hasta que las encuentra. Un escalofrío la recorre al rozar el metal. Arrastra los pies hacia la casa donde nunca volvería Santos.

—¡Rosi! Recogí a Flor de la escuela, está en casa cenando, la iba a acostar, ¿o quieres que duerma en casa? —es Elisa, su vecina.  No tiene fuerzas para hablar y se encoge de hombros. —Vamos mujer, que te preparo algo caliente, estás llena de barro —Rosita niega con la cabeza.

—Espera un momento, toma —y le coloca un paquete húmedo entre las manos— para que cenes, recién pescado en el Ulla, ponlo en la sartén con un poco de limón y listo. Mañana me ocupo yo de Flor, no te apures, intenta descansar esta noche.

Rosita asiente levemente y continúa sin voz hasta su puerta, le tiembla la mano al sujetar la llave en la cerradura, el mismo temblor con el que sujetaba el pasaporte ante el guardia civil que le inspeccionó la maleta, los permisos y todas las mantas que envolvían a Flor.

Una mañana de primavera, tras esperar una subida de la marea, tomó impulso y se adentró contra corriente. Pronto tropezó con el primer accidente, movió impetuosamente la cola y se elevó sobre las rocas. Un brillo, un movimiento extraño. Boqueó en el lodo de la orilla. 

Se sienta en el pequeño escabel sobre el que a Santos le gustaba poner los pies cuando sesteaba en el sillón, los pocos días que no estaba embarcado. Tiene algo húmedo entre los dedos, el paquete que le ha dado Elisa. Suelta la manta y se dirige a la cocina. En el papel de estraza rosada hay una rodaja de salmón.

Un grito mudo asciende por su garganta y la tira al suelo, como ahogándose, como quien boquea para morir en el lodo tras cruzar un océano.

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