Un sanador bosque de versos sobre árboles de más de 70 autores

Ilustraciones de Leticia Ruifernández para los textos de Heinrich Heine (izquierda) y Saigyō.

Más de 70 textos de autores de todos los tiempos y de todas las geografías ha reunido la editorial Nórdica para esta edición de ‘La poesía de los árboles’, con prólogo de Ignacio Abella y magníficas ilustraciones de Leticia Ruifernández. Un absoluto goce de literatura y naturaleza.

Si “el dibujo de un árbol no muestra un árbol sin más, sino un árbol que está siendo contemplado”, como explicaba John Berger, la poesía de un árbol podría ser apenas el intento de decir su copa, o su tronco, o las ramas, o su sombra, o el bisbiseo de las hojas a las que roza la brisa, incluso el níspero del patio de nuestra infancia. Los poetas no necesitan imaginarlos, pero sí decirlos en sus singularidades y evocaciones. De ahí el valor de La poesía de los árboles, una antología de reciente aparición, editada por Ignacio Abella para Nórdica Libros, con ilustraciones de Leticia Ruifernández y notas biográficas de todos los autores.

Se trata de una compilación de textos escritos por poetas de todos los tiempos y geografías, que tuvieron la osadía de imaginar, por ejemplo, “el nacimiento del primer hombre y la primera mujer, creados por los dioses a partir de un fresno y un olmo” (Snorri Sturluson, Eddas, siglo XIII). En este caso, es la tercera edición de un libro original de la editorial Cantabria Tradicional (2011), a la que siguió una segunda edición, a cargo de la editorial Huts (2016). Actualizada y revisada, esta tercera edición ilustrada cuenta con las acuarelas de Ruifernández, que son láminas con valor artístico en sí mismas. Además, según explica Abella en la introducción, “muchos de los autores no solo se han dedicado a la poesía, sino que han defendido su entorno (natural, social, ideológico), en ocasiones hasta el exilio, la cárcel o la muerte”.

Ilustración de Leticia Ruifernández para el texto de Alfonsina Storni.

Aquí están, entre otros, Federico García Lorca, César Vallejo, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Idea Vilariño, Adonis, Nazim Hikmet, Rudyard Kipling, Tomas Tranströmer y Pablo Neruda, pero también Chabuca Granda, María Elena Walsh o Atahualpa Yupanqui (“no me dejes partir, viejo algarrobo”), junto a mujeres contemporáneas como Yana Lucila Lema (que escribe en kichwa y en español), la nicaragüense Esthela Calderón (“El sonido de la primera palabra vino de un árbol, y los animales y las aguas respondieron”), la joven libanesa Joumana Haddad o Pilar Junco, que escribe en asturiano. También hay versos de autores anónimos que hablan de sus pueblos, como lo hace el poema kuba de la República Democrática del Congo, en el que un hombre pide que no lo entierren en el bosque, sino bajo “los grandes árboles de sombra del mercado”, porque quiere “oír el batir de los tambores” y “sentir los pies de los que bailan”.

Antes de toda otra declaración, el árbol nos aleja de la muerte (o del miedo a lo desconocido del fin), según la gran Juana de Ibarbourou (Uruguay, 1892-1979): “Yo le tengo horror a la muerte. Mas a veces cuando pienso que bajo de la tierra he de volver abono de raíces, savia que subirá por tallos frescos, árbol alto que acaso centuplique mi mermada estatura, me digo: cuerpo mío, tú eres inmortal”.

Del cuerpo hecho de “sustancia inmortal” de la poeta uruguaya a la lírica de los almendros de Yannis Ritsos, que alejan a cualquier persona de la melancolía: “Mañana enviaremos a los almendros a dar una vuelta a las orillas del mar, para que enjuaguen de sus rostros el polvo de nuestra tristeza”.

En efecto, sin siquiera echar mano de la poesía, hace poco se conoció un estudio del Instituto de Salud Global (ISG) que aseguraba que ver, al menos, tres árboles desde nuestras ventanas nos previene de psicofármacos porque mejora el ánimo, según datos extraídos de la encuesta de Salud Pública 2016 de la Agencia de Salud Pública del Ayuntamiento de Barcelona, sobre la relación entre salud mental y los espacios verdes en las ciudades.

Porque los árboles pueden contenernos del abismo, del real y el imaginario. También la poesía: “El pueblo está en la escarpa de una sierra. Arriba Najarra. Abajo la llanura, como una sed enorme de perderse. Despeñado, colgante, quedó el pueblo agrupado bajo el árbol. Quizá contenido por él sobre el abismo”, escribió Vicente Aleixandre. Su canto al álamo es sublime, tanto como el árbol mismo, con sus brazos siempre extendidos hacia las nubes, acompañándonos con el murmullo y el destello de sus hojas que giran y se vuelven plateadas: “’Vamos al álamo’, ‘estamos en el álamo’. Todo es álamo. Y no hay ya más que álamo que es único cielo de los hombres”.

Ilustración de Leticia Ruifernández para el texto de César Vallejo.

Ilustración de Leticia Ruifernández para el texto de Paul Valery.

También el poeta turco Nazim Hikmet menciona al álamo, pero para describir una ciudad y una manera de estar en ella: “En Sofía, el árbol y el hombre están mezclados uno con otro. Y sobre todo el álamo. Siempre parece a punto de entrar hasta tu habitación”.

Todo es álamo, menos el sauce, que se mece con sus brazos al río, y al que le dedica unos singulares versos la rusa Anna Ajmátova: “sus ramas lloronas aventaban con sueños el insomnio”. ¿Qué decir de los tamarindos de Octavio Paz? “Y aquí abajo papayos mangos tamarindos laureles / araucarias excelsas chirimoyos / el baniano más bosque que árbol / verde algarabía de millones de hojas / frutos negruzcos bolsas palpitantes / murciélagos dormidos colgando de las ramas”.

Kobayashi Issa, uno de los iconos del haiku japonés del siglo XVIII, también evoca las virtudes de un árbol en particular: “Bajo la sombra / del cerezo en flor / nadie es extraño”. Y la atribulada Alfonsina Storni les pide paz a todos los árboles, una paz panhumana: “Vamos hacia los árboles… el sueño se hará en nosotros por virtud celeste (…) Pero calla, no hables, sé piadoso; no despiertes a los pájaros que duermen”.

Todo lo que cura un árbol quizá proceda de la verdad que contiene. “Todo era verdad bajo los árboles, todo era verdad. Yo comprendía todas las cosas como se comprende un fruto con la boca, una luz con los ojos”, ha dicho el inmenso Antonio Gamoneda, en Existían tus manos.

La verdad es que no se pueden frenar sus floraciones ni sus brotes, aunque sean “calmos”, como los describe Philip Larkin: “Brotes recientes, calmos, se dispersan, es un verdor que es casi una pena ¿Es acaso que vuelven a nacer y nosotros declinamos? No, pues ellos también mueren. El repetido ardid de renovarse queda escrito en anillos de madera”.

Mientras, en El libro de la naturaleza, César Vallejo despliega sus inconmensurables versos al tilo rumoroso junto al Marne, “rey precoz, telúrico, volcánico”. Le habla y le dice “técnico en gritos, árbol consciente, fuerte, fluvial, doble, solar, doble, fanático, conocedor de rosas cardinales”.

Finalmente, en Friedrich Hölderlin encontramos la filosofía de un roble: “Si acaso yo pudiera soportar la servidumbre, jamás envidiaría a este bosque y de buena gana me resignaría a vivir en sociedad. Si este corazón que no renuncia al amor no me encadenase a la vida de las gentes, ¡cuánto me gustaría vivir entre vosotros!”.

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