Santiago Beruete: “Todo indica que asistimos al final de un ciclo”

El escritor y filósofo Santiago Beruete.

Santiago Beruete (Pamplona, 1961) es escritor y filósofo. Pero no uno de esos filósofos en su torre de marfil, sino un filósofo que sale a la calle y pulsa el latido de la vida. Profesor en un instituto de Secundaria en Ibiza, tanto en su labor docente e investigadora como literaria lleva tiempo insistiendo en la necesidad de reconectar con la naturaleza, con lo que somos. Sus ensayos Jardinosofía: Una historia filosófica de los jardines, Verdolatría: La naturaleza nos enseña a ser humanosAprendívoros: El cultivo de la curiosidad son “fruto de la polinización cruzada entre jardinería, literatura y filosofía”. Este ciclo culmina con una obra narrativa recién publicada, Un trozo de tierra. (Todos ellos en la editorial Turner).

¿Qué es la jardinosofía?

Acuñé el término jardinosofía para designar un género de obras filosófico-literarias que, desde los lejanos tiempos de Epicuro, Lucrecio y Virgilio, celebran el gozo intelectual y sensorial de los jardines, la vivificadora experiencia de cultivar y el contacto benéfico con la naturaleza. En el trasfondo de esos escritos de muy variada intención late el anhelo de una sabiduría genuina, que nos ayude a vivir con más lucidez y serenidad. Esta se reconoce en la felicidad, o al menos en un tipo de felicidad, emparentada con “la tranquila posesión de uno mismo” de la que habla Séneca y la búsqueda de una forma razonable de placer, como pretende Epicuro. La mejor manera de procurar esa salud del alma tal vez sea “cultivar el propio jardín”, siguiendo la propuesta de Voltaire al final de Cándido. Cuidar de las plantas nos reconecta vital y espiritualmente con la tierra que pisamos y favorece la concentración en el presente, el diálogo con uno mismo y la paz interior.

Como profesor de instituto, ¿crees que los jóvenes tienen más o menos conciencia ambiental?

La sensibilidad medioambiental ha aumentado entre las nuevas generaciones, que han crecido oyendo hablar en la escuela y el instituto del efecto invernadero, el calentamiento global y la pérdida de biodiversidad. Los alumnos son cada vez más conscientes de cómo la deuda climática, que les dejamos en herencia sus mayores, compromete sus expectativas de futuro. Tal vez haya que buscar aquí la causa de la creciente desafección de los jóvenes por la política. No pocos de ellos han perdido la esperanza de que las cosas puedan cambiar y se refugian en un hedonismo nihilista, alentado por una cultura digital y consumista.

¿Cuál crees que es ahora mismo el principal reto ambiental?, ¿el que más te preocupa?

Uno de los mayores desafíos a los que nos enfrentamos es cómo sacar de la pobreza al mayor número de personas posible sin aumentar la huella ecológica. Cuanta más gente se incorpora a la clase media, mayor resulta el impacto ambiental y el riesgo de ecocidio. Otra pregunta para la que todavía no hemos encontrado una respuesta satisfactoria es cómo persuadir a los ciudadanos de tomar medidas impopulares para revertir la degradación de la biosfera y los estragos del Antropoceno sin allanar el camino al populismo ni agravar la desigualdad. La transición hacia una sociedad descarbonizada, además de energética y digital, debe ser también espiritual o, si se prefiere, ética. Tan cierto como que la crisis ecológica encubre una crisis moral y existencial es que no habrá justicia climática mientras no hagamos nuestros los valores filosóficos de la moderación, la prudencia, el espíritu crítico y la suficiencia racional.

¿Crees que hemos avanzado mucho en la conciencia ambiental ciudadana en las últimas dos/tres décadas?

Me consta que es así, si bien las abrumadoras pruebas del cambio climático no parecen razón suficiente para actuar en coherencia. Que las personas cambien de hábitos y se comprometan con la sostenibilidad, el decrecimiento o el conservacionismo no depende de aportar más evidencias del calentamiento global, la pérdida de biodiversidad o la contaminación atmosférica, ni tampoco de elaborar argumentos más convincentes sobre la urgencia y la magnitud del problema u ofrecer cifras más preocupantes sobre el aumento de la temperatura, el nivel de los océanos o la concentración de partículas nocivas en el aire o de microplásticos en los mares. Si queremos corregir el rumbo suicida de la civilización tecnocapitalista, urge modificar nuestro sistema de creencias. O para decirlo con más precisión, necesitamos sustituir la lógica del máximo beneficio por la del mínimo impacto medioambiental; y el dogma del crecimiento ilimitado, por la sobriedad feliz. Ese salto evolutivo, giro copernicano, cambio de guion o como quiera que lo llamemos requiere la creación de unas nuevas ficciones colectivas, alternativas a la cultura del despilfarro y la celeridad, capaces de ablandar los corazones de los ciudadanos y purificar su mirada.

¿Qué prácticas ambientales pones en marcha en tu día a día?

Procuro vivir con frugalidad y desapego, disfrutando de aquellas cosas que nos dan mucho y piden poco: una charla con los amigos, un paseo por el bosque, el cultivo de un huerto o un jardín… A mi entender, esas son las riquezas verdaderas. Intento practicar la simplicidad voluntaria y la coherencia vital. La mejor manera, por no decir la única, de defender los valores en que creemos es practicarlos. Estoy convencido de que se necesita poco para tener una buena vida. La dificultad estriba en descubrir qué incluye ese poco y prescindir del resto. No revelo nada nuevo si digo que el crecimiento personal depende irónicamente de decrecer tus expectativas y desprenderte de necesidades superfluas. Ya lo dijeron los filósofos clásicos, “es posible vivir la mejor vida si nuestra alma permanece indiferente ante las cosas indiferentes”.

¿Quién te ha inspirado/inculcado los valores ambientales?

La primera persona que me viene a la mente es mi abuela paterna, una consumada jardinera, que se hizo cargo de mis hermanos y yo tras la prematura muerte de mi madre, cuando todavía éramos unos niños pequeños. De ella aprendí que humanos y plantas crecemos buscando la luz… Como dice un poema de apenas siete palabras, más breve que un haiku, casi un suspiro, de Emily Dickinson:

“Me crie / en el jardín / tú sabes…”.

 ¿Eres optimista respecto al futuro?

Los sombríos pronósticos sobre el mañana no invitan a ser optimista, pero nadie sabe a ciencia cierta si el experimento de la naturaleza con el primate humano acabará en un colapso medioambiental o en una nueva era de ilustración ecológica. Si hemos de creer a los expertos, contamos con tres décadas para descarbonizar la atmósfera antes de que atravesemos el umbral de un calentamiento irreversible, y esté fuera de nuestro alcance decidir nuestro futuro. En estos tiempos de emergencia ecosocial y celeridad tecnológica, lo único seguro parece el cambio. Si no hacemos nada o lo suficiente para frenar la catástrofe climática en marcha y la desigualdad económica, la situación se precipitará. Y lo mismo podría decirse si afrontamos el reto ecológico. El caso es que, por acción u omisión, nos encontramos en los albores del Gran Salto para unos o del colapso civilizatorio para otros. Todo indica que asistimos al final de un ciclo que comenzó con la revolución industrial.

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