Sepulté al difunto en mi corazón y ahí sigue latiendo
RELATOS / UN AMOR DE VERANO
“Lo primero que atisbé, desde la puerta y en la penumbra de las velas, fue su mandíbula angulosa y la barba rala que ya crecía a su aire”. Llegamos al relato número 5 de la serie ‘Un amor de verano’ que este agosto os estamos ofreciendo en ‘El Asombrario’ junto al Taller de Escritura de Clara Obligado, colaborador habitual de esta revista.
Por PURIFICACIÓN MORA
Mamá colgó el teléfono, me dijo que me vistiera y nos plantamos en casa del muerto. De camino las campanas tocaban y no era fiesta, los hombres hablaban más de lo normal, las mujeres se apresuraban por las calles. Hacía poco que habían clausurado la estación de tren por falta de viajeros y en el pueblo flotaba una sensación de supervivencia, con el orgullo intacto. Yo miraba a los mayores resoplar, como si agradecieran seguir expuestos a los rigores de una vida sin horizontes.
¿Por qué tengo que ir yo también? Así se ha hecho siempre, me respondía mamá, con una cantinela que nos ligaba a todos. El siempre se ha hecho así de lo que nunca evoluciona.
Llegamos sofocadas y la cancela nos dio un respiro de aire fresco que se fue enrareciendo a medida que entrábamos en la casa. El ambiente se regeneraba a duras penas con los abanicos de las vecinas, que fueron las primeras en acudir con comida y dulces. Charlaban, con alguna risa de repente, quitándole importancia a que allí hubiera un muerto, alguien que horas antes estaba vivo y respirando a buen ritmo. Las presentes rodeaban a la viuda, que tenía el gesto congelado de los imprevistos y una interrogación infinita suspendida en el aire. En su vida se acababa de levantar un muro donde solo había hechos consumados, un futuro resbaladizo y charcos en el camino.
Fuimos llegando con el consuelo pegado a la boca y a las manos, y no sabíamos muy bien a qué atenernos. ¿Qué ha pasado? ¿Estaba enfermo? ¿Por qué habrá tenido este destino? ¡Era todavía joven! Preguntas que ya sin respuesta, la vida haciendo magia a la inversa. Mamá saludó a la joven con un beso prieto y eterno. Quizás eso la confortara para siempre o le salieran de una vez las lágrimas estancadas. A veces el fin de una era cabe en un minuto.
Entonces lo vi en la habitación. Lo primero que atisbé, desde la puerta y en la penumbra de las velas, fue su mandíbula angulosa y la barba rala que ya crecía a su aire. Con eso ya me agarró a semejanza de las cosas que no se explican. Me quedé a los pies de la cama y pude apreciar el cadáver, las arrugas alrededor de los ojos, los párpados listos para ser besados, las cejas con un poderío antiguo y renacido a través de mi mirada, los dedos, igual que morcillas, incapaces de enhebrar agujas. Comencé a ahogarme y la respiración me entrecortaba de arriba a abajo, lo mismo que un eco que se pierde a borbotones. Pensé que sería por el calor o el jaleo de las vecinas, que animaban la espera del velatorio, mientras la viuda se convertía en un fantasma.
El corazón comenzó a latirme como si cientos de ranas saltaran de una piedra a otra dentro de una charca y otras tantas golondrinas me rozaran en vuelo rasante. Mi cuerpo de diez años se redujo a un latido, revuelto por algo que no había sentido jamás.
Cuando evoco aquel día me doy cuenta de que sepulté al difunto en mi corazón, y que ahí sigue latiendo.
¿Quieres escribir? Ven al Taller de Clara Obligado. En septiembre reanudamos nuestros cursos de verano.
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