Si no puede seducirte, él te molesta

Foto: Pixabay.

El intento por forzar la voluntad del otro, la otra, es una práctica que ha sido largamente tolerada por las mujeres. Hoy abordamos el modo en que solemos afrontar esos acercamientos no queridos del que desea y humilla si no es correspondido. Esta sección va de encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. Un espacio para abordar el amor o su imposibilidad en tiempos de turbocapitalismo.

Si no puedo gustarte, te molesto. Esta fue la frase que se me apareció, así formulada, despejada, hace unas semanas, cuando un hombre invadió mi voluntad para darme dos besos, mientras yo intentaba despedirme de él con un gesto amable, sin contacto físico. Se trata de un ex vecino al que yo solía saludar cordialmente, siempre agitando la mano, a cierta distancia, cuando vivía cerca de su casa, porque su esposa sí es una vecina con quien yo he cultivado cierta amistad y confianza. Creo que siempre estuvo claro que había diferencias en el trato –no solo a causa de la pandemia– y la cercanía que yo mantenía con cada uno de los miembros de la pareja, y era una simple cuestión de afinidad y actividades compartidas.

De repente, esa tarde distraída, un tipo se me acercaba casi lascivamente y yo no alcanzaba a retroceder con la suficiente presteza como para poner distancia a tiempo. Había dado dos pasos dentro del umbral de su casa para recoger algo y salí enojadísima, porque sentí que alguien quería quebrar mi voluntad, y que no me había sentido libre para poner mi propio cuerpo a salvo de su gesto, que no era compartido.

¿Es tan difícil decodificar el idioma del cuerpo ajeno?

Ante estas situaciones me quedo mascullando acerca del lenguaje de los cuerpos y suelo preguntarme si he adquirido o no diligencia para expresar cercanía o poner distancia, sin tener que parecer borde, irrespetuosamente esquiva o, por el contrario, confianzuda. La experiencia de vida puede ser una herramienta muy útil, práctica, que nos sirve de brújula en estos asuntos, aunque a veces nos desnortamos, y eso nos da bronca, porque alguien nos desorienta, nos invade y nos obliga a cuestionarnos (al menos, a las mujeres nos pasa a menudo) por qué no supimos mandar la señal correcta.

Por supuesto que existe el componente de la socialización femenina en el eterno autoexamen y consecuente culpabilización que sentimos a partir de nuestras conductas, pero, más allá, quería intentar indagar en el otro: ¿por qué prefiere someterse a esa cierta humillación, cuando sabe que la contraparte le expresará desagrado, asco, enojo o ansia de huida?

Lujuria a ninguna parte

En ese intento por comprender la lascivia improductiva de alguien que, de antemano, sabe a ciencia cierta que el otro/la otra no te va a responder con alegría, mi mente divagó por otras situaciones parecidas. Intenté ponerme en el lugar de ese que sabe que tendrá que forzar la situación (o forcejear con una mujer) con la sola finalidad de cumplir su voluntad, aun a costa del propio bochorno, sabiéndose desde el principio (potencialmente) rechazado. Y entonces recordé otros momentos de enfado que he tenido con algunos hombres no muy cercanos afectivamente que, en situaciones sociales o profesionales mundanas, te hacen comentarios despectivos o te dan aparentes consejos benévolos, a manera de advertencia, de cómo deberías o no deberías ser, o cómo convendría que fueses (como un absoluto objetivo). Mi conclusión siempre fue que la misoginia se les ha instalado en el lugar de la frustración. De nuevo: si no puedo gustarte, te molesto.

Y aquí, en esta acción de molestar confluirían dos acepciones: nuestro cotidiano incomodar (joder, trolear o tocar los c…) y el molestar en su aproximación inglesa, que se asemeja más a acosar. Acoso verbal, o a través de microacciones que generan malestar en la persona deseada. Sí, la persona deseada.

El rechazo del otro como culpa del otro

“A todo aquel que es rechazado o quizá incluso odiado, normalmente le conviene no relacionar esos sentimientos negativos con su persona, sino dejarlos con aquellos que lo rechazan”, leo en el libro Amor, deseo, trauma (Editorial Herder) de un psicoterapeuta alemán llamado Franz Ruppert, y de reciente aparición, sobre los traumas sexuales y los traumas de relación que nos atraviesan.

Por supuesto, el ensayo de Ruppert excede largamente el propósito de esta columna, en tanto se interna pormenorizadamente en las expresiones y la genealogía de los psicotraumas, que son “consecuencias de las experiencias vitales de una persona que sobrepasan las posibilidades psíquicas que esta tiene para procesarlas y que la conducen a un estado de exposición, impotencia e indefensión”. Sin embargo, esa escueta frase en la que describe cómo el rechazado utiliza el rechazo del otro para depositar en él su rabia me pareció contundente.

A mi memoria vinieron imágenes del final de una clase de yoga con el profesor literalmente manoteando y procurando un acercamiento protosexual indudablemente no consentido; las charlas pasivo-agresivas recientes con alguien a quien me crucé en un festival de cine y que venía a diario a hacerme comentarios a mitad de camino entre concertar una cita o regañarme sobre cómo no debía conducirme, sin que nadie le hubiese pedido opinión alguna; otro conocido que, sabiendo que no me estaba gustando (ni iba a gustarme nunca), me agarraba con fuerza del hombro (o, peor, la cintura) para colocarme junto a él en una selfie de recuerdo en no-sé-qué-paisaje… e incluso hubo un señor joven que, al cabo de un debate amistoso en clara desventaja argumentativa para él, me dijo: “Mira que lo he intentado, pero no puedo con las argentinas”, como si estuviese otorgándome gratis su excesiva benevolencia y haciéndome una excepción con su paciencia… Y así.

Hazte la tonta, o no

Esto, que puede sonar a diatriba banal en medio del aluvión de situaciones dramáticas con mayúsculas que vivimos socialmente, intenta coger apenas la punta del hilo que podría desenmarañar algunos de los misterios que suponemos para los hombres. Nos da rabia que quieran ganar un pulso en el que solo juegan ellos. Nuestra ira no es gratuita, tiene razones. No nos hemos socializado aprendiendo a pegar o a defendernos físicamente y, por tanto, parece que tenemos que soportar esos microquiebres cotidianos (aparentemente inofensivos) de nuestra voluntad en beneficio del deseo del otro, so pena de ser ridiculizadas y molestadas, hasta su propia saciedad.

Ante algunas de estas situaciones pude reaccionar diciéndole a esa persona, con todas las letras, que estaba cometiendo un acto misógino o, explícitamente, “estás intentando torcer mi voluntad”. Pero es cierto que me sorprendí a mí misma haciéndolo: todavía nos sentimos muy raras al expresar tan contundentemente cosas que aprendimos largamente a soportar y a callar, para luego hablarlas en en la sesión de terapia o con las amigas y los amigos.

Sí, a las mujeres nos cuesta, porque nos han enseñado a sobrevivir haciéndonos las tontas en casi todo (“haz como que no te das cuenta”), y no se trata de apostar por la agresividad revanchista, sino por la posibilidad de expresar, con calma y contundencia, cuál es y cuál no es nuestra voluntad. Creo que las chicas que van llegando al campo de juego ya vienen con mejores armas. Y hay que celebrarlo.

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Comentarios

  • Rosario

    Por Rosario, el 10 abril 2021

    Me gusta lo sé artículos publicados

  • Raúl

    Por Raúl, el 10 abril 2021

    gracias

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