Sicilia, la isla de Lampedusa donde todo cambia para que siga igual

Templo de la Concordia en el Valle de los Templos, Agrigento. Foto: Josu Bilbao.

Recorremos Sicilia llevados de la mano de Lampedusa, que nos embarca en rutas literarias repletas de mansiones, paisajes, anécdotas y secretos como el de la monja que recibía cartas del mismo demonio. Bienvenidos a la Italia profunda

Fue mucho antes de mi viaje cuando empecé a intuir aquello en lo que se convertiría. Fue posiblemente cuando leí que unos mafiosos habían robado en 1969 un ‘caravaggio’ del oratorio de San Lorenzo (una Natividad con San Lorenzo y San Francisco) provocando, para ejecutar el robo, un apagón general en la ciudad; cuando por primera vez oí hablar del aristócrata y escritor Lucio Piccolo, eclipsado y traicionado por su primo Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor de El Gatopardo; cuando conocí que una antepasada de Di Lampedusa, Isabella Tomasi, juró que había recibido una carta del diablo escrita en lenguaje críptico en pleno siglo XVI. Sí, sería por entonces que empecé a vislumbrar algunas metáforas de la esencia siciliana, aquello en lo que se convertiría mi viaje por esta isla interminable sobre el que inevitablemente habría de planear la larga sombra del príncipe de Lampedusa y su familia

Una tarde soleada, saliendo de Agrigento por la carretera 640, me di de bruces con un enorme cartel en el que se podían distinguir las caras de escritores de la talla de los premios Nobel Luigi Pirandello y Salvatore Quasimodo, además de Leonardo Sciacia, Andrea Camilleri (el del comisario Montalbano) o el propio Tomasi di Lampedusa. El cartel anunciaba que por allí transcurría la Strada degli Scrittori, la vía ahora transformada en recorrido literario que, empezando en Puerto Empedocle, atraviesa la provincia de Agrigento donde algunos vivieron o pasaron largas temporadas, creando o soñando. Y me sentí pequeño al verlos a todos juntos en aquel cartel, me sentí más insignificante aún que en el Valle de los Templos de donde yo provenía y donde había tenido la sensación de ser una ínfima mota del polvo que el aire tórrido del mediodía había venteado en los caminos terrosos.

Allí, detrás de la bruma espesa de la calima creí ver, entre los magníficos templos dóricos, a los griegos que conquistaron la isla por el sur, aquellos que en islas como esta fueron configurando nuestra civilización y nuestra cultura. Y de pronto sentí el tiempo como un río bajo mis pies.

Además de intuir que El Gatopardo protagonizaría muchas de las referencias literarias que hallase en aquellas tierras y que el fuego del Etna podría atraparme en cualquier momento, creí que sabía muchas cosas de Sicilia. Y, sin embargo, en realidad, no sabía nada.

La singular Catedral de Palermo. Foto: Josu Bilbao.

No es siciliana sino toscana la autora Dacia Maraini cuya novela La larga vida de Marianna Ucría, que se desarrolla en Baghería, cerca de Palermo, me ha seducido en este viaje y que todavía me tiene atrapado en una encrucijada. Maraini, gran amiga de Pasolini, sabe escribir sobre mujeres, y aquí la protagonista es una niña-mujer muda de familia noble atrapada en un siglo XVIII con muchas menos luces que sombras, un siglo cruel de autos de fe de la Inquisición, y en el que el paso del tiempo no sirve para cicatrizar las heridas sino para profundizarlas.

Me pregunto si la vulnerabilidad de la existencia es aquí más sofocante, en esta enorme isla cuya imparable actividad sísmica hace que en 90 días se contabilicen 427 sismos, donde la gente vive bajo la amenaza constante del volcán más activo de Europa, y cuyos terremotos a lo largo de la historia han provocado enormes catástrofes. El Stromboli en las fabulosas islas Eolias, todavía tan vivo, pero sobre todo el Etna eterno, a cuyas laderas, allá en lo alto, acudí sin alas para observar con los dedos dentro de la tierra porosa y marrón, y por encima de coladas de lava reseca, un altar de humo que no cesa, que te cautiva con su peligro y con sus nubes de fumarolas imparables que a veces provoca el temor en Catania, o que hace que Taormina, un poco más al norte, se asuste y guarde silencio detrás del teatro griego más bello de la isla, esperando el momento.

Tal vez sí, tal vez los sicilianos piensan mucho en que nada es perdurable. Como no lo fue el efímero éxito de Lucio Piccolo, barón de Calanovella, primo de Di Lampedusa. Piccolo consiguió publicar con relativa buena acogida un libro de poemas Canti barocchi e altre liriche en 1956, aunque sería con su eco como personaje estrella en las reuniones sociales con el que alcanzó una enorme popularidad. Cuando en 1958 El Gatopardo de su primo Giuseppe, fallecido el año anterior, se convirtió en lo que sería un clásico de la literatura italiana del siglo XX, los celos consumieron a Piccolo, que no pudo luchar contra la sombra de su primo y terminó recluido en su villa de Messina, dolido y amargado.

Tumba de Giuseppe Tomasi de Lampedusa en el Cimitero dei Capuccini de Palermo. Foto: Josu Bilbao.

En el cementerio de Palermo, ubicado al lado de las Catacumbas del monasterio de los Capuchinos, dos familias están discutiendo a voces, apostadas las dos facciones a un lado y a otro de una tumba, enfrentadas, gesticulando amenazantes con las manos en alto en lo que parece la escena de una película de Fellini. Mi italiano no es suficiente para comprender todo lo que dicen, pero percibo con claridad que su enfado va en aumento y que los gritos empiezan a espantar a las palomas. Me alejo buscando algo de silencio hasta la tumba de Giuseppe Tomasi Di Lampedusa, y le rememoro a él y a su primo Lucio, un príncipe y un barón, viajando juntos a Milán, unidos, acompañados por un criado vestido de riguroso negro que llevaba las sábanas para las camas de sus señores, cuando Lucio tuvo que ir a presentar su obra a su editor. Observo luego en la cripta del monasterio adyacente decenas de cadáveres momificados que parecen querer mantenerse de pie, muy unidos los unos a los otros, en una suerte de sala de la muerte, como aguardando a algo desconocido que no llega, y el primero lleva allí desde 1599. Imposible concebir que los primos escritores hubieran acabado así, juntos, tranquilos, posando para la eternidad.

He querido escuchar las campanas del Duomo de Palermo, pero me he extraviado en el vientre de la ciudad, en las calles estrechas de sabor puramente mediterráneo donde la vida se hace de puertas para afuera, como en el Vicolo Brugno frente a la catedral. Aquí, tan solo a unos metros del bullicio de miles de turistas, las palermitanas departen en dialecto siciliano, entre ropa colgada de vivos colores, sin quitar la vista a los chiquillos mocosos con el móvil en sus manos, mientras sus ancestros, en la cripta de la bellísima catedral árabe-normanda, dormitan un sueño de siglos. Pienso en esa curiosa combinación de lo árabe y lo normando que marcó el estilo de los palacios e iglesias de la isla desde el siglo XII, y me parece algo perturbadora por extraña: juntos los arabescos y las cruces, mezclados los mocárabes y el Pantocrátor en la misma sala. Los reyes normandos, mercenarios que ocuparon Sicilia en el siglo XI al servicio de lombardos y bizantinos para repoblarla de cristianos, no escatimaron la mano de obra árabe del, hasta entonces, emirato de Sicilia.

Puerto de Aci Trezza, en Catania. Foto Josu Bilbao.

He aprendido que conocer los mercados de Palermo, el de Vucciria, Ballaro o Il Capo, es entender que Palermo entero es un mercado escandaloso, de comida de calle, del humo de las barbacoas donde se asan tripas de cordero, o los bocadillos de bazo, de las tiendas de emigrantes marroquíes, libios, sirios o argelinos que llegaron a sus playas tras ser rescatados en alta mar de pateras tambaleantes. Muchos habrán llegado antes a la pequeña isla de Lampedusa, esa que la familia del escritor tuvo que vender a los borbones en el XIX y que hoy recoge a los más pobres del mar. Sicilia es la tierra que les recibe, o les tolera, habiendo sido ella misma más que ninguna, tierra de emigrantes, sobre todo a América, donde los italianos conquistaron paraísos, y donde las familias sicilianas, fuertes e inflexibles ante la adversidad, acabaron tomando el control de los bajos fondos.

La mafia surgió en Sicilia, dicen, cuando los terratenientes ociosos, mucho antes del XIX, decidieron adjudicar la tarea de la supervisión de sus tierras a aldeanos intermediarios. En lugares como Corleone o Caccamo uno cree adivinar todavía, tras los cristales oscuros de las gafas de los ancianos sentados en la plaza, miradas escrutadoras acostumbradas a examinar al extranjero con sospecha. Pero sé que esto es solo una caricatura. El arcipreste de Caccamo en los años 60, Monseñor Panzeca, solía celebrar en la Casa parroquial las reuniones a alto nivel de la Cosa Nostra, y se ha podido comprobar que él contaba más que su hermano, a la sazón capo di mafia de la zona.

Al final descubrí que el famoso cuadro de Caravaggio pudo haber acabado troceado en varias partes por recomendación de un traficante suizo, para venderse mejor, y que a algunos mafiosos les gusta todavía regodearse en la idea de que la pintura les pertenece. Nadie sabe dónde se encuentra.

Y conocí lo que cuenta la leyenda de Isabella Tomasi, antepasada de Tomasi di Lampedusa, que se convirtió en Suor María Crocifissa della Concezione después de tomar los votos: se dice que el 11 de agosto de 1676, en el convento de Palma de Montechiaro, la monja recibió del diablo en persona la carta con el mensaje de que quería tentarla; y que sólo ella pudo entender el texto de la carta. Pero la misiva, hoy en la catedral de Agrigento, fue, según los investigadores, fruto de la imaginación calenturienta y en éxtasis de la beata que ella misma habría escrito, en una mezcla de latín, griego antiguo, árabe y alfabeto rúnico, componiendo una especie de soflama crítica contra la religión. Los investigadores concluyeron que la monja sufría de un trastorno bipolar. Parece que el tiempo no hubiera transcurrido desde entonces.

La roca pelada cubre la tierra de la isla, rodeada por sus tres mares templados y luminosos. Aquí es donde Ulises desafió al  cíclope clavándole una rama de olivo en su único ojo y este, furioso, le arrojó las piedras que se convirtieron en los farallones que decoran la entrada al puerto de Aci Trezza. En esta bonita localidad marinera,  a pocos kilómetros al norte de Catania, fue donde Visconti rodó su Terra Trema,  adaptación de la novela I Malavoglia, de Giovanni Verga, padre de la moderna literatura siciliana. La película es el testimonio desgarrador de la vida de los pescadores miserables que se rebelan sin suerte ante los mayoristas sin escrúpulos. Ulises, el héroe griego,  protagoniza el poema de Sebastiano Quasimodo Isola di Ulisse, donde nos habla del origen  de la isla: “Dal fuoco celeste / nasce l’isola di Ulisse. / Fiumi lenti portano alberi e cieli / nel rombo di rive lunari /. Del fuego celestial / nace la isla de Ulises / Los ríos lentos llevan  árboles y cielos / en el estruendo de las costas lunares”.

La Fontana Pretoria de Palermo. Foto: Josu Bilbao.

A Palermo regreso al fin para despedirme, si eso fuera posible, y en el cruce de Los Quattro Canti, la plaza octogonal de cuatro esquinas barrocas con placas solemnes de los monarcas españoles y estatuas descuidadas de Carlos V y de Felipe IV, contemplo, a la caída del sol, a una novia iluminada por una luz de fotógrafo profesional, mientras posa abrazando al novio para la eternidad frente a decenas de turistas y palermitanos. No es el único matrimonio que se ve un viernes por la tarde, parece que las innumerables llamadas en carteles publicitarios repartidos por toda la ciudad, ofreciendo de todo para la boda más pomposa, tienen su eco. Desde esta plaza, el legado hispano de más de ocho siglos de dominación se diría que languidece en los mensajes en latín de las insignias de mármol y de las fuentes conmemorativas, algunas resecas, en palacios medio arruinados y en las fachadas huecas, como si fuera el conjuro de un pueblo que ha preferido olvidarlo, o vengarse.

Recibo las últimas palpitaciones de calles rebosantes de vida. En esta ciudad los coches no ceden el paso frente a las señales de peatones y un chaval de unos 12 o 13 años maneja amenazante una motocicleta que le queda grande, gesticulando ufano ante los espectadores mientras le persigue, tranquilo, un coche de policía. Al ver al chico me vienen destellos de un tiempo en el que las cosas permanecen fieles a sí mismas, inmóviles.

En El Gatopardo, que, al final, como casi todas, es una novela sobre el paso del tiempo, el personaje de Tancredi declara a su tío Fabrizio la conocida frase: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”, simbolizando la capacidad de los sicilianos para adaptarse a los distintos gobernantes de la isla, pero también la intención de la aristocracia de aceptar la revolución unificadora para poder conservar sus privilegios. Ante la famosa frase, que me sigue pareciendo un oxímoron, pienso que tal vez Marianna, la protagonista de la novela de Dacia Maraini, esté en lo cierto cuando asegura: «El tiempo es el secreto que Dios oculta a los hombres. Y de este secreto sobrevivimos cada día lastimosamente».

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