‘Siegfried’, el titánico viaje en busca del miedo en el Teatro Real

El tenor Andreas Schager, Siegfried, enfrentándose al dragón en el segundo acto de la ópera de Wagner. Foto: Javier del Real.

El heróico estreno el sábado en el Teatro Real de Madrid de ‘Siegfried’ -la tercera de las óperas del ciclo wagneriano de ‘El anillo del Nibelungo’- acabó de manera agridulce. Tras el maratón de cinco horas que obligó entre otras cosas a que los acomodadores ofrecieran al público mascarillas de repuesto (las quirúrgicas solo deben usarse durante cuatro horas), tanto los cantantes como la orquesta y el director musical, Pablo Heras-Casado, cosecharon la entusiasmada ovación de un público cada día más acostumbrado no solo a la calidad de la oferta sino también a la capacidad de superación del coliseo madrileño.

No corrió la misma suerte Robert Carsen. Cuando el director de escena canadiense salió para someterse al juicio del respetable, fue recibido con un sonoro abucheo. El manido lugar común proclama que el público siempre es soberano y que nunca se equivoca. Quizá. Pero en esta ocasión fue, cuando menos, bastante injusto.

El tiempo es un elemento que juega a la contra del trabajo de Carsen y su escenógrafo y figurinista Patrick Kinmonth. Y no precisamente porque haya perdido vigencia esa decidida apuesta por la denuncia ecologista que informa toda su interpretación del Anillo. 20 años después de su estreno en la ópera de Colonia, la idea de Carsen y su traducción escenográfica están más vigentes que nunca: la avaricia y el ansia de poder son directamente proporcionales a la destrucción del medioambiente. Necesitamos una reconciliación total con la Naturaleza antes de que ella nos devuelva el golpe multiplicado hasta límites que todavía somos incapaces de imaginar. Nos consta, dolorosamente, que ya está en ello.

El problema de este Siegfried reside en la necesidad de separarlo un año de sus capítulos anterior y posterior. Si pudiéramos ver cada una de las dos jornadas del ciclo en dos o cuatro días consecutivos, el efecto sería sin duda otro. No nos haría falta realizar ese ejercicio de memoria para comprender, por ejemplo, que tal vez la pertinaz nevada que caía en gran parte de Die Walküre no era en realidad nieve, sino las cenizas provocadas por un incendio de dimensiones colosales que habría arrasado gran parte de la masa forestal del planeta. Se nos helaría el corazón al ver ese paisaje de árboles cercenados en el que se desarrolla el segundo acto de este Siegfried y abrazaríamos con entusiasmo ese acierto absoluto que es transformar en una destructiva excavadora gigantesca al dragón en el que se ha convertido el gigante Fafne que custodia el oro y el anillo.

No tendríamos mayor problema para entender que probablemente Los murmullos del bosque, esa maravillosa música descriptiva que escribió Wagner para que su personaje reflexionara en soledad en el segundo acto, es en la propuesta de Carsen una espectacular evocación de un entorno natural que el jovencísimo Sigfried no ha tenido siquiera la oportunidad de conocer. ¡Pero nosotros sentados en nuestras butacas, sí! Nos ofrece Carsen incluso la posibilidad de compadecernos de ese joven machirulo y pendenciero que se come el mundo sin conocer el miedo. De ese héroe que no sabe que toda su misión en el mundo consiste en servir, sin ser consciente, a oscuros y repugnantes tejemanejes a su alrededor enfocados a conseguir el poder. Tremenda la metáfora.

¿No resulta otro feliz hallazgo escenográfico, por ejemplo, el hecho de que el pájaro con el que se comunica nuestro protagonista sea un ser muerto al que Sigfried no solo acaricia, sino que se guarda literalmente en un bolsillo?

Cuenta Chris Walton, profesor de Historia de la Música en la Universidad de Basilea: “Siegfried nunca ha alcanzado la popularidad de las otras óperas del Anillo. Ninguno de sus personajes principales es particularmente agradable, y los elementos cómicos no la hacen más atractiva –la comedia no era precisamente el punto fuerte de Wagner-. Más aún, los diálogos a gran escala no se prestan al tipo de drama humano e interpersonal que vemos en Das Rheingold y Die Walküre, pero todo lo que ocurre en Siegfried resulta esencial para el desarrollo del Anillo”. Este carácter explicativo en exceso resulta un reto enorme para cualquier director de escena, algo que en la propuesta de Carsen se ve estupendamente compensado por una dirección de actores impecable.

Paradójicamente, esto ocurre en la ópera del ciclo en la que se nos presenta por primera vez al héroe protagonista, pero al espectador atento no se le escapa que algo ocurre entre el final del segundo acto y el principio del tercero. Algo cambia radicalmente. Una vez más, el tiempo: Wagner había crecido literalmente 12 años y eso se nota. Walton explica que “a finales de 1857, cuando iba por la mitad del segundo acto, Wagner decidió interrumpir el trabajo sobre Siegfried para dedicar tiempo a otros proyectos. Escribió a Franz Liszt: ‘He conducido a mi joven Siegfried a la hermosa soledad del bosque, le he dejado allí bajo el tilo y me he despedido de él con lágrimas en el corazón. Está mejor ahí que en ningún otro lugar”. Aun así, terminó el borrador de todo el segundo acto y dejó verdaderamente aparcada la ópera, que no retomaría hasta 12 años después. Algo más de una década en la que compuso nada menos que Tristán e Isolda y Los maestros cantores de Núremberg.

Siegfried y la valkiria en la última escena de la ópera de Wagner. Foto. Javier del Real.

Así llegamos hasta el tercer acto, ese en el que Siegfried escala una peligrosa montaña rodeada de fuego para salvar a Brünnhilde, la valquiria condenada por su padre, Wotan, por desobedecerle. Una partitura de arrebatada pasión que contrasta con el resto de la propia ópera como si toda ella fuera el ascenso a una cumbre en la que nos espera la recompensa de un paisaje y que, en este caso, es uno de los dúos más hermosos de la historia de la música. Un momento en el que Carsen decide dar todo el protagonismo a esa música arrolladora, dejando el escenario prácticamente vacío, tan solo iluminado por una cálida, erótica y magnífica luz dorada.

Este Siegfried que ha presentado el Teatro Real no sería el mismo si no contase como protagonista al tenor austríaco Andreas Schager. En lo musical, fue lo mejor de la noche. Es un titán capaz de asumir este papel tan exigente y maratoniano para un cantante llegando al clímax del último acto no solo en perfectas condiciones vocales, sino imprimiéndole al papel toda la pasión que necesita. Ya demostró en 2018 esta misma capacidad con su estratosférico Tristán en la Staatsoper de Berlín, dirigido por Daniel Barenboim. Compone un personaje en el que se siente bien en todos los registros: el bravucón, el ingenuo, el humorístico y el cegado de amor.

La orquesta del Teatro Real supo sortear los problemas que le impone la pandemia. Sobre todo la distancia entre los músicos, que obligó a que arpas, parte de la percusión y los metales tuvieran que ocupar ocho de los palcos de la platea. Los 87 músicos sonaron con brío y de forma muy compacta, dirigidos por Pablo Heras-Casado, director musical de este anillo, que fue uno de los protagonistas más aplaudidos de la noche.

El bajo barítono Tomasz Konieczny y la soprano alemana Ricarda Merbeth repetían en los papeles de Wotan y Brünnhilde, respectivamente. Él salió mejor parado que ella, que terminó en cierto modo eclipsada por el torbellino de la interpretación de Schager. Martin Winkler cantó con gran calidad su Alberich y la mezzo Okka Von Der Damerau, que interpreta el corto papel de Erda, dejó al público con ganas de escucharla con más recorrido. Andreas Conrad, miembro estable de la Komische Oper de Berlín, fue un Mime cantado con gran intencionalidad y dramatúrgicamente impecable.

En resumen, se agradece en tiempos de pandemia la extraordinaria calidad de este titánico periplo en el que acompañamos a Siegfried a descubrir lo que es el miedo. O lo que es el amor, que –como diría Silvio Rodríguez– no es lo mismo, pero es igual.

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Comentarios

  • Andrés Navedo

    Por Andrés Navedo, el 16 febrero 2021

    Excelente reseña de esta grandiosa opera. La más esclarecedora y completa de las leídas por mi estos días. Cuéllar disecciona acertadamente la intencionalidad, y la actualidad, de la puesta en escena. Sin olvidar el lado culinario y estético/vocal. Una crítica a nivel europeo, de las que echo en falta habitualmente en este país. Weiter so, Herr Cuéllar!

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