El silencio de una biblioteca, el paseo sin ruido de Robert Walser

El escritor y poeta Robert Walser.

El escritor y poeta Robert Walser.

Hoy descansamos en una maravillosa biblioteca municipal, en pleno Retiro madrileño. La Eugenio Trías. Silencio. Y nos detenemos en las páginas, también silenciosas, de ‘El paseo’, un clásico del escritor suizo Robert Walser. Feliz domingo sin ruidos.

Las bibliotecas han sido siempre un refugio para mí. Ahora las frecuento menos que cuando era joven, por falta de tiempo más que nada, aunque a veces aprovecho para trabajar en el silencio de sus salas de lectura. Salvo excepciones, es uno de los pocos lugares donde uno puede liberarse más o menos del sonido del móvil. Habría que protegerlas contra cualquier inclemencia, por supuesto de las crisis económicas. Las compras de libros por la red de bibliotecas públicas son además una buena manera de apoyar a las librerías. Las bibliotecas y las librerías son una excelente vacuna contra la estulticia y el fascismo.

El otro día me pasé por la Eugenio Trías, en Retiro, una de las que más me gustan. Aunque me pilla lejos de casa, el viaje en metro me compensa. Sus grandes ventanales miran al parque, plenamente otoñal en estos días. Después de trabajar, fui a la sala de préstamos y saqué El paseo (Siruela), del escritor suizo Robert Walser (1878-1956), uno de tantos clásicos que aún no he leído (uno nunca termina de hacerlo, y eso es lo bueno). Un librito aparentemente ligero (es breve) como el paseo que nos narra Walser. Detrás de los detalles en los que se fija este escritor malogrado (debido a una enfermedad mental hereditaria solo pudo escribir con plenitud 20 años de su vida), se esconde una fina y profunda visión del mundo. Su mirada irónica se posa en las caras conocidas que le devuelven el saludo, en el empleado de una oficina bancaria, en una mujer bellísima que podría ser una actriz pero que no lo es, en una amiga que le ha invitado a su casa, en el silencio de un bosque.

Los libros usados de las bibliotecas suelen guardar además otros tesoros. A veces, como en este de Walser, encuentras las huellas de otros lectores, que se han paseado por sus páginas, como el autor por la ciudad en la que vivía. Con extremo cuidado, ese lector ha subrayado una frase que le ha llamado la atención. He coincidido con uno de estos lectores anónimos en “subrayar” un pasaje delicioso, como casi todo el libro, que me voy a permitir reproducir en casi toda su extensión. Walser observa a unos chicos que juegan en la calle. “Para los niños de la gente pobre, el veraniego camino rural es como un cuarto de juegos. ¿Dónde habrían de estar si no, cuando los jardines les están cerrados por egoísmo? Ay de esos automóviles que pasan, que atraviesan fría y malvadamente el juego de niños, el cielo infantil, de tal modo que esos pequeños seres humanos inocentes corren peligro de ser aplastados”. Y añade: “A la gente que va levantando polvo en un rugiente automóvil les muestro siempre mi rostro malo y duro, y no merecen otro mejor […] Siempre miro sombrío a las ruedas, al conjunto, y nunca a los ocupantes, a los que desprecio, en modo alguno de forma personal, sino por puro principio; porque no comprendo ni comprenderé nunca que pueda ser un placer pasar así corriendo ante todas las creaciones y objetos que muestra nuestra hermosa Tierra, como si uno se hubiera vuelto loco y tuviera que correr para no desesperarse miserablemente. Amo el ahorro y la moderación y soy contrario en el nombre de Dios en lo más hondo de mi ser a toda prisa y atosigamiento. No tengo que decir más que lo que es verdad. Y seguro que por esas palabra no dejará de haber automóviles, con ese mal olor que echa a perder el aire, y que sin duda nadie estima y quiere especialmente”.

Walser, que aseguró que moriría si no pudiera pasear, publicó este libro hace ahora más o menos cien años, en 1917. Me pregunto qué pensaría Walser del mundo de hoy, en el que se idolatra al rugiente automóvil hasta el punto de que es más importante que las personas. Un artefacto que se ha convertido en el símbolo de nuestra desmesura, capaces de adorar una máquina aunque en ello esté en juego nuestra propia supervivencia como especie.

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