‘Sin tierra a la vista’: aprender a morir con versos perturbadores
Este es el último poemario que vio publicado el autor serbio-estadounidense Charles Simic, que nació en Belgrado en 1938 y falleció el pasado enero. Escéptico como siempre, viendo ya el final, repasa aquí los fantasmas que nos acechan, los placeres y pérdidas de toda una vida. ‘Sin tierra a la vista’ es un brillante, incontestable poemario. Simic trata a la muerte como si del último amor se tratase, la mima, pero también la desafía. Y, para conquistarla, escribe versos perturbadores, pero también versos leves.
Siempre me he preguntado qué quiere Dios de los hombres mientras mueren. Pero parece que hay preguntas que no tienen respuesta, ¡son tantas las versiones de la agonía de un ser humano hasta que llega el último aliento! que cuesta encontrar alguna palabra, alguna frase que concrete nuestras dudas. Y es entonces donde entra en juego la poesía y ese hálito que su lengua introduce en la cotidianidad de quien se encuentra con ella y con sus mágicas y exactas repercusiones emocionales, filosóficas y vitales. Donde entra en juego Charles Simic y su corrosivo, brillante, incontestable poemario Sin tierra a la vista. Un testamento sin herederos tangibles, pero con una legión de hijos póstumos que a través de sus páginas entenderán el arte de morir desde la más extraordinaria lucidez:
“Destino / La cita a ciegas de todo el mundo”
Simic trata a la muerte como si del último amor se tratase, la mima, pero también la desafía. Y, para conquistarla, escribe versos perturbadores, pero también versos leves, casi exangües, porque quiere de ella su atención cuando lo cree vencido.
Simic esquilma su memoria hasta hacer de la muerte esa madre que de manera sorpresiva alaba los errores de su hijo, la que comprende todo aquello que tiene necesidad de contar cuando el horizonte es un agujero negro que sueña con nuestra carne:
“Solía haber una hilera de cines / en esta manzana de edificios nuevos, / a los que iban los sintecho a calentarse, / las esposas a olvidar a sus maridos / y uno o dos niños huyendo del colegio”
Simic sabe que quien va hacia el futuro sin abrazar el pasado recibirá como regalo final una mortaja construida por la nada, por el silencio más exigente. Morir es el oficio de todos los seres humanos y se aprende a morir escuchando el extenso y clarificador monólogo con que la memoria nos guía hasta la muerte.
Sin tierra a la vista es una reflexión incandescente, un escenario sin mentiras, sin imposturas, el aliento cegador de un hombre que ha vivido y que nos enseña a vivir y a morir entre versos únicos, extrapolados desde lo individual para crear un salvoconducto colectivo hacía lo desconocido:
“Tengo muchos amigos muertos / y calles por las que deambulo a todas horas / con los ojos abiertos o cerrados, /con la esperanza de encontrármelos”
Simic, en su debilidad más extrema, queda exento de egoísmo y maximiza cada imagen hasta entregar vías rápidas de aprendizaje a quien se tope con sus versos, con este homenaje postrero a su vida y a los fantasmas que le han acompañado hasta la embocadura del austero camino de su extinción.
Impresiona su lucidez y su frenética denuncia, ese simbolismo existencial que lo ha hecho único. Simic es un denunciante, pero jamás un delator. Sabe que todos los pasados se parecen a todos los presentes y a través de este conjunto de poemas le ofrece al mundo esa verdad absoluta:
“Al otro lado de la ventana / por la que me asomaba de niño / en una ciudad ocupada / silenciosa como un cementerio”.
Conoce el poder del tiempo y esa paciencia suya que nos va deshaciendo hasta hacernos casi invisibles, casi objetos:
“¿Podría ser yo? / un despertador / sin manecillas / que hace un tictac ruidoso / en el vertedero de la ciudad”
Es muy minucioso al escoger la imagen poética que transmitirá. Quiere que cada verso sea una catarsis, un testamento, una caricia, una herida que se pelearán por lamer Dios y el diablo. Una enseñanza sin hostilidad. Un juego en el que el perdedor es en realidad quien acabará ganando la partida:
“No existe mayor calma / que la suave caída de la nieve / angustiada por cada copo / y asegurándose / de que nadie se despierta”
Sin tierra a la vista es una diatriba inquietante. Es ese instante de rabia en que somos capaces de zarandear nuestro árbol genealógico hasta robarle sus mejores frutos. Todos los poemas que contiene, por cortos que sean, incluyen un mapa con tantos finales como principios. Recorren la vida de quien lee de principio a fin, aunque no lleven escrito su nombre ni estén dedicados a él.
Simic es en este libro un visionario de lo mínimo, de las tragedias que mueven el mundo cada día, del poder de la naturaleza:
“A estas olas ásperas y toscas / no pareciera importarles / ahogar a una pareja de amantes infelices / en esta tarde fría de diciembre”
Sublime es el estudio que hace de la soledad, esa manera en que adquiere de sus pequeños detalles una biografía capaz de evitar la descomposición del mundo que va a sobrevivirle:
“El caballo del pobre / todo piel y todo huesos, /abandonado en la lluvia gélida / tiene la cabeza cabizbaja / como si estuviera rezando”
Simic está apegado a lo cotidiano, pero también es terriblemente complaciente con los sueños capaces de redimirle de ese apego:
“Nos sorprendió el canto de los pájaros / la progenie de Perséfone / charlando y riendo hasta bien entrada la noche”
Hace un análisis del yo extensivo e intensivo. La transmutación sensorial que ofrece en Sin tierra a la vista es un magnífico epílogo y un brillantísimo epitafio para su cinismo.
Sin tierra a la vista es un bellísimo legado de provocaciones y visiones que actualizan con viveza la poesía de alguien que no va a sobrevivirle. Es convertir la muerte en un majestuoso plural mayestático que nos incluye a todos, aunque sigamos respirando. Y es por encima de todo mantener la mirada fija en la vida mientras se le entrega la memoria a la muerte:
“Ahora en todo el mundo / los amantes desnudan a sus amantes / y maldicen los botones / grandes y pequeños, y las cremalleras / obstinadamente atascadas a medio abrir”
Sin tierra a la vista es una contra-elegía habitada por un hermosísimo eco infantil que le quita la vehemencia castradora a la impertinente persecución de la muerte. Un naufragio desde la cómoda existencia. Meter hasta el fondo las manos en las grietas que sostienen nuestras sombras sin quedar maniatado ante ese poder con que las dota el paso de tiempo.
‘Sin tierra a la vista’. Charles Simic. Traducción de Nieves García Prados. Vaso Roto. 163 páginas.
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