La ‘solución indígena’ a la crisis ambiental

Mujer baaka con su hijo en el bosque de Dzanga Shanga (República Centroafricana). Foto: Rosa M. Tristán.

Tras la victoria ayer de Lula da Silva a la presidencia de Brasil, la Amazonia ha respirado (y el planeta azul y verde también). Basta investigar un poco para descubrir que, al mismo tiempo, en el mundo, la destrucción de los bosques primarios tropicales habitados por pueblos indígenas sigue imparable. El 25% de la tierra del mundo está administrada por unos pueblos originarios que tienen en sus manos el 80% de la biodiversidad del planeta. Numerosos estudios científicos a lo largo de los últimos años han certificado que son los mejores “guardianes” de esos bosques fundamentales para la vida. “No; son más que eso”, asegura el director de la Fundación Indígena de FSC, Francisco Souza. “Además de protegerlos, conocen las soluciones más efectivas para manejar esa naturaleza sin dañarla, porque han vivido en el pasado cambios climáticos y otras catástrofes. El futuro de la humanidad pasa por contar con ellos, aunque hoy no están en la toma de decisiones”. 

Un grupo de representantes amazónicos recorre Europa con una campaña que lleva por lema: Sangre indígena: ni una simple gota más, hastiados de que se importe soja para ganado europeo dejando un rastro de muerte. El mismo día, las comunidades Adivasi en la India se resisten a la destrucción del gran bosque de Hasdeo, en peligro por la minería del carbón. En Papúa Nueva Guinea, esa mañana, el científico David Gaveau, autor del proyecto The Tree Map, denuncia con imágenes de satélite cómo una empresa, cuyo permiso fue revocado en enero pasado, sigue talando para cultivo de palma de aceite, y a un ritmo desenfrenado, en el valle de Grime Nawa….

Hace ahora un año, en la anterior Cumbre del Clima de Glasgow (Reino Unido), se llegaba a un acuerdo que se consideró uno de los grandes éxitos de esa COP26. En esta cita se puso en evidencia que los pueblos indígenas habían recibido apenas un 1% de la financiación para reducir la deforestación y, para paliarlo, tanto el país anfitrión como Noruega, Alemania, EE UU, Países Bajos y 17 donantes estadounidenses se unieron en el compromiso de dotarles con 1.470 millones de euros para proyectos por su papel frente al cambio climático antes de 2025. Un año después, nada se ha movido.

“Ese dinero será fundamental para poner en marcha soluciones basadas en el conocimiento indígena, algo que no se ha hecho antes porque no les llegaban los recursos destinados a mitigar el cambio climático. De momento son sólo palabras, así que esperemos que en la próxima cumbre en Egipto, la COP27 que comienza en unos días, esas palabras se conviertan en acciones; estamos en un momento crítico”, señala Souza desde su país de origen, Brasil.

Cabe recordar que ya en 2014, docenas de naciones firmaron la Declaración de Nueva York sobre los Bosques, que tenía como objetivo reducir la deforestación a la mitad para 2020 y terminarla por completo para 2030. Sin embargo, la debacle ha seguido: sólo en 2021 se deforestaron 3,5 millones de hectáreas de bosques tropicales, el equivalente a 10 campos de fútbol por minuto. La Forest Declaration Assessment, en un informe hecho público este 24 de octubre, sube la cifra de bosques desaparecidos hasta 6,8 millones de hectáreas; en el caso de los bosques primarios intactos, se señala, disminuyeron 3,1% en ese año.

Pero no solo se pierden árboles. Un paseo con una mujer baaka en el bosque de Dzanga Shanga (República Centroafricana) o con un q’eqchí por el de Petén (Guatemala) basta para descubrir que cada fruto, cada hoja, cada corteza… tienen una función vital para quienes llevan milenios viviendo bajo sus sombras, animales o humanos.  Culturas que desaparecen a pasos agigantados. “Los pueblos originarios viven ahí defendiéndolos y la violencia que sufren aumenta, con más defensores asesinados y desaparecidos. La cuestión es que sólo el 7,5% de los territorios son legalmente reconocidos como indígenas y de ello se aprovechan quienes van a deforestar para expandir la agricultura o la minería”, señala Souza. Por si no bastara, últimamente en el caso de la Amazonía, se ha sumado otra amenaza: la llegada de los narcotraficantes.

Comunidad baaka en Dzanga Shanga (República Centroafricana). Foto: Rosa M. Tristán.

En paliar la falta de reconocimiento de sus derechos sobre una tierra que habitan desde hace siglos, o incluso milenios, trabaja Right and Recurses (RRI), una coalición de 150 organizaciones que ha creado una base de datos sobre la titularidad de las tierras indígenas. En su análisis de 58 países, que cubren el 92% de los bosques del mundo, señalan que los derechos legales de las comunidades para poseer y administrar los bosques han aumentado y que hoy pueblos indígenas, afrodescendientes y comunidades locales han logrado la propiedad colectiva de más de 4,2 millones de hectáreas, así como una mayor protección de 2,4 millones hectáreas de bosques, unas reservas en las que viven pueblos en aislamiento voluntario, con o sin contacto.

Pero queda mucho por hacer. Las  disputas y conflictos por las tierras controladas por gobiernos y empresas continúan porque, de hecho, aunque gestionan ese 25% de la que hay en el mundo, sólo poseen legalmente el 10%.

Para RRI el derecho a la propiedad es fundamental: estima que el 33% del carbono de los bosques tropicales se pone en riesgo si no se reconocen estos derechos de las comunidades, pero que garantizarlos evitaría entre 1,1 y 7,4 gigatoneladas de emisiones de C02. ¿Y qué se necesitaría? Según sus cálculos, con unos 10.000 millones de euros de aquí a 2030, otros 400 millones de hectáreas serían propiedad de estos pueblos y comunidades. Es una cifra muy superior a la propuesta en Glasgow pero, millón abajo o arriba, es la suma de los beneficios de, por ejemplo, dos grandes empresas españolas en nueve meses (Iberdrola y Santander).

“A cambio, esa tierras que contienen la mayoría de la biodiversidad del mundo y son sumideros críticos de carbono, mantendrían su papel como solución asequible para proteger la naturaleza y abordar la crisis climática. Han sido administradores excepcionales del planeta y ya es hora de apoyar sus derechos y su liderazgo”, señala Brian O’Donnell, activista y actual director de la Campaña por la Naturaleza, de Estados Unidos, muy implicada con los pueblos indígenas.

Otras fórmulas aún no han logrado sus objetivos. Con ser fundamentales, convenios internacionales de defensa de los derechos de los pueblos indígenas existentes, como es el Convenio 169 de la OIT –que obliga a consultarles cualquier inversión o desarrollo en sus territorios–, siguen sin aplicarse al 100% en los países que lo han suscrito. Otros, ni lo han hecho. Tampoco ha bastado que las empresas más contaminantes de los países desarrollados compren “bonos de carbono” basados en bosques tropicales.  En los últimos años, la presión para la extracción de sus recursos naturales, en forma de minería, de energía hidroeléctrica o petróleo y de la agroindustria se ha intensificado, pese al contexto del cambio climático, que disminuye las lluvias y aumenta los superincendios.

La parte positiva es cómo se están organizando, tras décadas en las que sus voces, dispersas en los rincones más inaccesibles  y peor comunicados del mundo, eran calladas e invisibles. Souza destaca el papel de la Alianza Global de Territorios Comunitarios (GATC, en inglés), que representa a más de 35 millones de personas en 24 países. Bajo su paraguas, se defienden casi 1.000 millones de hectáreas. “Esta articulación de los movimientos indígenas y campesinos es fundamental porque todos ellos deben estar y contar en los debates sobre las soluciones al cambio climático. Desde la Fundación de FSC trabajamos también con ese fin. Les apoyamos en el desarrollo de sus capacidades, porque tienen el conocimiento tradicional pero requieren formación para fortalecer su gestión; en reforzar sus derechos sobre territorios y en sus iniciativas de economía indígena, para que estén adaptadas a la realidad de los mercados y del calentamiento global”, apunta el director de la Fundación Indígena de FSC.

En esta visión, no ve cabida para quienes promueven el conflicto entre conservación e indigenismo. “Los problemas ambientales no los han creado los pueblos indígenas. Ellos protegen la biodiversidad  y polarizar entre conservación y pueblos indígenas olvida su papel como protectores. Y no sólo hay que contar con ellos en las decisiones sobre la deforestación. Los problemas actuales tienen que ver con modelos de desarrollo que no son compatibles con la sostenibilidad y estos pueblos saben que conservar es parte de la solución”.

Sistemas de certificación de la madera como el del sello FSC, explica Souza, están en esa vía que promueve el uso sostenible de los recursos para poder vivir sin destruir. “El balance entre la mayor presión para deforestar y el valor que tienen los bosques dependerá mucho de cómo los sectores económicos sean de responsables y se alíen con los pueblos indígenas. También los planes nacionales de reducción de emisiones, los NDC, deben contar con ellos. Y sus voces tienes que escucharse cuando se habla de minería sostenible, de agricultura ecológica… Desde el nivel local al global, porque es un camino inclusivo de soluciones compartidas. Si no se cuenta con ellos, cualquier solución fracasará”.

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