¡Soy autónoma! ¡Viva el 303!

Ilustración: Concha Pasamar.

Ilustración: Concha Pasamar.

Ilustración: Concha Pasamar.

Ilustración: Concha Pasamar.

¿Alguno de los que estáis leyendo este artículo sufrís —en silencio o no— el trauma de pelearos con el dichoso 303 cada trimestre? Los que no sepáis de qué estoy hablando sois afortunados, ya que vuestro desconocimiento indica que no os veis obligados a rellenar periódicamente la autoliquidación del IVA —¿a que ya solo el nombre asusta?—. Os confieso que a mí este suicidio administrativo me provoca más de una pesadilla.

Para empezar, me toca recopilar todas las facturas que he ido guardando por diferentes rincones de la casa antes de enfrentarme al terrible programa informático que, si bien no es excesivamente complicado, siempre me da algún fallo de última hora. Cuando por fin respiro porque creo que todo ha terminado, caigo en la cuenta de que el horror no ha hecho más que empezar: ha llegado el momento de escudriñar los bolsillos en busca de ese dinero que he estado recaudando para Hacienda —como voluntario obligado— y que, por más que desde que entró en mi cuenta sabía que no era mío, verlo allí, anotadito en el extracto, hizo que lo olvidara y me gastara un poquito —normalmente para liquidar algunas deudas—: demasiado poco, la verdad, porque ya se sabe, los indultos solo se conceden a los grandes defraudadores ¡Faltaría más!

¡Que conste que no me quejo de pagar impuestos! Soy más bien partidaria de hacerlo (y lo sería aún más si no hubiera visto a tantos caraduras llevándose nuestro dinero en maletas). Lo que me molesta es tener que guardar algo que no me pertenece para luego, cuando peor me viene, tener que devolverlo. ¿No podría encargarse otra persona de recaudarlo y así alejar de mí la tentación? Esto es algo así como empeñarse en darle a un niño una bolsa gigante de chuches para que la guarde en el cajón de su mesilla y pretender que, al cabo de tres meses, nos la entregue sin haber probado ni una. ¿Os imagináis mayor crueldad?

Y es que esto de ser autónomo no tiene más que ventajas: En primer lugar, te obliga a mantenerte o sano o delgado —si te pones enfermo, no comes— y a sentirte eternamente joven —para ni pensar en la jubilación—, porque, a no ser que estés dispuesto a gastar en la cuota mensual más de lo que ingresas en todo un trimestre, la pensión no te llegará ni para pipas. Por otra parte, se dice que los autónomos somos libres pues no tenemos un jefe que nos mande —es cierto, tenemos muchos— y que gozamos de una gran seguridad en el futuro. En eso sí que tengo que darles la razón: estamos seguros de que, pase lo que pase, seguiremos buscando nuevos trabajos hasta que llegue el día en que nadie quiera contratar nuestros servicios.

En fin, que no me puedo quejar, acabo de celebrar el puente del 1 de mayo paseando con buenos amigos por las calles de Berlín —con el ordenador bajo el brazo como buena trabajadora— y no sabría deciros por qué allí, protegida por la sombra de los tilos, me entraron unas ganas terribles de compartir con vosotros la salud, la juventud, la libertad y la seguridad que me proporciona, posiblemente gracias al 303, la tan sobrevalorada autonomía.

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