Soy una consecuencia (o los cinco libros que me protegieron)

Debía ser muy pequeño cuando escuché por primera vez a alguien decir que se había hecho a sí mismo. Supongo, echándole imaginación, que me costaría entender el concepto. ¿Qué quería decir con eso? ¿Qué no le había hecho Dios, ni su padre, ni su madre? Cuando uno es un niño, cualquier frase abre una interrogación. Al comprender –o creer comprender- lo que aquella persona había dicho, recuerdo que me sedujo la idea. Hacerse a sí mismo era lo más parecido a ser un Niño Perdido en el país de Nunca Jamás. Significaba, fundamentalmente, no tener que ir a la escuela; no tener que aguantar a la pesada de la señorita María Teresa ni soportar nunca más los reglazos de don Antonio. Hacerse a sí mismo era ser libre, aprender lo que a uno le daba la gana y poder jugar hasta las doce de la noche. Reflexionaba, sin tan siquiera saber que lo hacía, y sospechaba que Pippi Calzaslargas se había hecho a sí misma.  Por eso un día le dije a mi madre que no quería volver a la escuela, que quería hacerme a mí mismo. Y mi madre pensó en llevarme al psicólogo pero luego decidió que le salía más rentable darme un cachete y mandarme de nuevo al colegio.

Con el tiempo me fui dando cuenta de que las personas que decían que se habían hecho a sí mismas mentían. Eran unos presumidos que alardeaban de una envidiable superioridad, de un aprendizaje selectivo. Parecían haber forjado su personalidad en una cueva, lejos de toda influencia, convirtiéndose en modelo de autenticidad, cuando realmente eran consecuencias.

A estas alturas de la película, estoy muy orgulloso de no haberme hecho a mí mismo y, por el contrario, haberme hecho con pedazos de otros. No soy Frankenstein. Soy una consecuencia. Este individuo que les escribe columnas jónicas desde la revista más asombrosa que existe es una coctelera que aún se está agitando. Soy quien soy gracias a los sonidos de mi infancia, a los aromas de mi adolescencia, a las imágenes que salieron a mi encuentro, al tacto de la piel deseada y, en ocasiones, amada. Soy fruto de las zarzuelas que escuchaba mi padre, de los bizcochos de naranja de mi madre, de los cigarrillos Lola que fumaba mi madrina, del tema que cantó Karina en Eurovisión, de las canciones protesta, de las fotos de hombres en bañador y de la movida madrileña. Y, por supuesto, soy quien soy gracias a los libros que leí.

Por eso esta semana, al olor de la letra impresa que recorre Madrid durante la Feria del Libro, decidí rendir tributo a esos libros que contribuyeron a cimentar al hombre que soy, que son parte de esta consecuencia que les escribe, que me alimentaron, me inspiraron, me emocionaron y, sobre todo, me protegieron. Posiblemente mañana, o pasado mañana, esta breve y arbitraria lista de cinco libros sería distinta porque, como ya les he dicho, la coctelera se sigue agitando y cada paso que damos es el desenlace de un paso anterior. Entiendan esta selección como el resultado inmediato de un impulso. Solo así comprenderán a esta humilde consecuencia.

El principito (Antoine de Saint-Exupéry).

Siempre aparece en las listas de los mejores libros del siglo XX y eso, por desgracia, lo ha convertido en un lugar común. Me suda las narices lo que opinen aquellos que se instalan en la vanguardia, en el placer de lo minoritario, para sentirse más auténticos y menos masa. El principito fue la primera descarga intelectual de mi vida. Venía de leer Fray Escoba –en la Colección Historias Selección que editaba Bruguera- y a Enid Blyton cuando esa pequeña novela cayó en mis manos. Aún la conservo. Porque aún hoy, cuando veo un sombrero pienso que, tal vez, se trate de un elefante devorado por una boa.

De profundis (Oscar Wilde).

Fui un adolescente que creía en el amor eterno. ¿Qué otra edad existe para creer en él? No quería enamorarme para follar; quería enamorarme para sentir, para empequeñecer mi estómago, para dilatar mis pupilas, para vivir con un nudo en el esófago. A veces pienso que disfrutaba más sufriendo por amor que enamorándome porque en esa sensación de desamparo sentimental uno notaba que el corazón bombeaba más sangre. Le estoy agradecido a todos aquellos chicos que me hicieron sufrir y que me abandonaron entre los renglones de Wilde, de Lorca, de Salinas. Espero que no les moleste ya que “debería uno sentirse siempre agradecido que haya una culpa de la que se nos pueda acusar injustamente”.

El hombre que se enamoró de la luna. (Tom Spanbauer).

Siempre me han atraído los hombres a los que les sienta bien un vaquero. Tal vez por eso los cowboys alimentaron mis fantasías sexuales durante décadas. Leí El hombre que se enamoró de la luna mucho antes de lamentar la muerte de Jack Twist en Brokeback Mountain. Lo hice cuando Almodóvar compró los derechos para su adaptación cinematográfica. Hasta en eso soy consecuencia. Y me enamoré inconscientemente, como debería ser todo verdadero amor, de los caminos de tierra de Excellent, de Dellwood Barker, un cowboy de ojos verdes que doblaba mi edad; y de los infinitos caminos que conducen al placer. A pesar de leerlo cuando uno creía haber encontrado su propia identidad, la novela de Tom Spanbauer me ayudó a comprender que la identidad no deja de forjarse jamás, que todo contribuye, que todo aquello que te emociona o te produce rechazo está forjando tu identidad hasta el final de tus días. Que yo también era un poco Cobertizo.

El funcionario desnudo. (Quentin Crisp).

Cuentan que cuando las mujeres de Londres empezaron a vestir con pantalones y a calzar tacones no muy altos, estaba Quentin Crisp esperando el autobús y se le acercó un policía. “Va usted vestido como una mujer”, le dijo. “Pero…¡si llevo pantalones!”, contestó él. “También las mujeres lo llevan”, insistió el policía. “¿Me está echando a mí la culpa de que todo el mundo sea tan excéntrico”, contestó Crisp. En ese momento, una de las mentes más lúcidas y rápidas del siglo XX era consciente de que a las razones que esa sociedad había inventado para odiarle ahora podía sumar el patriotismo.

Crisp me reafirmó en mi intención de emplear la ironía como un arma de destrucción masiva de la intolerancia. Un argumento contra todos aquellos que creen que abatir al diferente es un signo de patriotismo.

Patty Diphusa y otros textos. (Pedro Almodóvar).

Estaban en La Luna en el año 83 y más tarde los recopilaría Anagrama en un solo volumen. Aquellos textos de Almodóvar retaban la imaginación como cuando uno visita un piso oscuro, con mucho pasillo y habitaciones pequeñas, y tiene la capacidad suficiente de ver el potencial de ese espacio tirando tabiques y abriéndose a la luz natural.

No había límites. Ni en el sexo ni en el género. Era vivir en una continua erección. Hacer de la obscenidad un arte. A la revolución por la frivolidad. Aprender a disfrutar del deseo sexual sin necesidad de enamorarse. El goce de los cuerpos consentidos. Empezar a descubrir tus zonas erógenas. Eso que te gusta que te hagan, eso que haces bien. La libertad sin condiciones. Esa es la verdadera libertad, aunque en ocasiones haya que pagar un precio muy alto por ella. Fueron tiempos en los que provocar era demasiado sencillo. Pero estuvo bien.

Siempre le puse a Patty el cuerpo y la voz de Fabio McNamara. Ella intentaba conocerse a través de su autor. Yo lo hago, lo sigo haciendo, a través de todas aquellas cosas que me protegen del aislamiento.

Aquí puedes escuchar el último programa de Wisteria Lane dirigido por Paco Tomás en RNE.

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Comentarios

  • Juan Luis

    Por Juan Luis, el 14 junio 2013

    Gracias Paco por compartir con los lectores tus libros.
    De los 5 ya conozco 2, pero mañana mismo me voy a acercar a la Feria del Libro, a comprar el resto para leerlos cuánto antes, pues me fío mucho de tu criterio.
    Besos, y sigue compartiendo tus lecturas y discos con nosotr@s, que eres referente.

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