La ternera Amalia y el cabrito Borges, amigos inseparables

Amalia y Borges en el santuario

Amalia y Borges en el santuario Gaia de Girona. Foto: Coque Fernández Abella.

Esta es la historia de una gran amistad. Los protagonistas: Amalia, una ternera, y Borges, un cabrito. Dos seres casi ciegos, que habían sido desahuciados, pero que encontraron un futuro entre saucos, perales, castaños y prados. Ahora viven tranquilos y contentos –e inseparables– en la Fundación Santuario Gaia, en Girona. Esta es una historia sobre los santuarios, que existen porque existe la crueldad.

Se llama Amalia. Es una ternera huérfana y casi ciega que hace un par de semanas llegó a la Fundación Santuario Gaia de Girona. Iban a sacrificarla porque para qué el esfuerzo y en el último momento, antes de hacerlo, se acordaron del Santuario e hicieron una primera y última llamada. En cuanto la vi en su perfil de Instagram, me interesé por ella y Coque, uno de los dueños de Gaia, me contó su historia y me comentó también que no tenía nombre todavía. Salté sin pensarlo: “¿Podríais llamarla Amalia?”. Tan rubia, casi ciega, tan llena de vida… Las coincidencias son las que son: apenas unos días antes, yo le había mandado a Coque un ejemplar de Una madre y la novela había llegado al santuario el mismo día que la ternera. La Amalia escrita y la Amalia viva convergían a la vez en el tiempo y en el espacio. Ficción y realidad. Juntas. Así es a veces.

“Claro que sí”, respondió Coque al teléfono. “La llamaremos Amalia”.

La ternera ocupó su lugar en el santuario, junto con Miguelito y las dos cabritas enanas, Úrsula y Manuela, y en el seno de la inmensa familia de individuos que lo habitan. Al principio, su ceguera era casi total, pero sorprendentemente eso no duró. A medida que Coque se encargaba de su cuidado los ojos de Amalia perdieron ese velo opaco que los cubría y la luz volvió a adentrarse en ellos. 1, 2, 3… hasta cuatro tipos de colirios hicieron falta para que lo oscuro se rindiera. Poco a poco, el velo empezó a menguar al tiempo que, en sus escasos ratos libres, Coque se adentraba en las páginas de la novela y conocía a mi Amalia, la de mi mundo. Pasaron los días y pasaban las páginas, y en los ojos de la ternera no tardaron en reflejarse ya las primeras sombras de los saucos, los perales, los castaños y el verde de las inmensas praderas del santuario.

Fue entonces cuando decidí ir a visitar a Amalia.

El Santuario Gaia es un pequeño país donde se respira a fondo. Verde, el verde lo es todo. Hay, en sus miles de metros de bosque y campos, todas las tonalidades de verde y el aire es tan puro que casi duele. Lo habitan animales humanos que protegen a animales no humanos de la deshumanización de lo humano y eso enfrenta al visitante a un espejo difícil. La verdad es esta: existen santuarios porque existe la crueldad. No hay otra realidad. Existen humanos que maltratan y otros que intentan curar a las víctimas del maltrato. Es una cadena siniestra, una carrera contra los elementos en la que siempre, salvo contadas excepciones, gana el malo, porque sus armas son otras.

La existencia de los santuarios es un alivio para los animales que se salvan en ellos, pero es también un mapa de tótems que recuerda a nuestros gobiernos que fracasan estrepitosamente en lo esencial. El cuidado por el otro, el amor por el otro, el estado del bienestar debería ser el alma de todos los gobiernos que gestionan un planeta que no tiene dueño. Los humanos somos unos inquilinos de tercera con un arrendatario confiado que nos cedió el planeta a bajo precio a cambio de que se lo devolviéramos con mejoras. ¿Cómo agradecemos ese exceso de confianza? Pagando a deshora, estafando, malbaratando la confianza que el arrendatario depositó en nosotros. El Gaia, como muchos otros santuarios, pone en práctica eso que muchos gobiernos predican pero no practican: el bien común. Importa “el otro”. Importa que la comunidad esté bien y sana, que quien exige distancia la tenga, que quien viene herido y temeroso pueda volver a confiar. Eso debería ser la vida, la humana y la no humana.

La vida en común. De eso hablaba.

Pasé un día entero en el santuario con Coque y Lía. Por la tarde, finalmente conocí a Amalia. “Ya casi ve del todo”, me anticipó Coque. “Acércate”. Y eso hice: acercarme a su Amalia. Tan suave el pelo y el morro, y tan brillantes los ojos… Su novela, la de la pequeña Amalia, acababa de empezar. Mi Amalia, en cambio, era ya historia escrita, contada, vivida y convertida en un bien común que es parte de mi historia. Apoyé la frente sobre la de ella y la noté caliente y menos dura de lo que había imaginado. “Qué bien tener a una nueva Amalia en el mundo”, le susurré. “Vas a ser muy feliz, créeme”. Ella parpadeó y luego me pasó la lengua por el cuello.

Media hora más tarde, mientras estábamos con Amalia, llegó un nuevo rescate al santuario. Entre los recién llegados había un cabrito que parecía especialmente desorientado. “Es ciego”, me contó Coque. Y después: “Creo que lo llamaremos Borges”. Nos reímos, los dos, aunque la risa duró poco. En cuestión de segundos, Borges se coló a ciegas por la puerta del recinto de los más pequeños y al verlo Amalia se incorporó y salió directa hacia él. Los miramos sin movernos. Despacio, Amalia llegó hasta el cabrito, le olisqueó a conciencia el cuerpo, la cara y se detuvo en los ojos, como si reconociera en su ceguera algo propio, una identidad familiar. Acto seguido se puso a su lado y fue guiándolo con su propio cuerpo hasta el fondo del cercado. Una vez allí, se tumbó delante de él y empezó a lamerle los ojos. Borges se dejó hacer, feliz.

Han pasado apenas unos días. Coque me cuenta hoy que Amalia y Borges siguen inseparables. Amalia cuida del pequeño cabrito como de un hermano menor y él confía en sus cuidados, aliviado y feliz. Mientras tanto, Coque sigue adentrándose de noche en su novela, empapándose de esa otra Amalia escrita y casi ciega que nació para enseñarnos que el dolor es patrimonio de todo lo que palpita y que ciego no es el que no ve, sino el que ve y no reconoce el sufrimiento que le rodea.

Si vais al santuario, preguntad por Amalia y por Borges, daos un baño de bien común y contádselo después al mundo. Que nadie pueda decir nunca que no lo oyó.

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