Tractores, bicicletas y una mano que se desliza por la espalda

Foto: Pexels.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

Nueva entrega, la octava, de nuestra serie Relatos de Agosto, con un tema central: un amor de verano. Hoy una historia que va y viene entre una boda de adultos y los flirteos de la adolescencia, entre tractores y bicicletas, y los mares de trigo de la meseta castellana.

Por ROSA ESTEFANÍA  

El camino a la ermita ha mejorado desde la última vez. Asfalto en lugar de tierra apelmazada, el cierzo sacude las espigas. Abro la ventanilla. Me encanta la frescura del olor a campo. Un mar de trigo sin madurar transforma la meseta castellana en la verde Irlanda.

Voy sola. Ninguno de mis hermanos ha querido acompañarme. Pero alguien tiene que ir, es el hermano pequeño de papá. ¿Casarse? ¿Después de 20 años y dos hijos? ¡Conmigo no cuentes!

Tímidos besos de reconocimiento. En la mesa de los primos, un silencio incómodo, sobrevuelan las rencillas de nuestros padres. Dudamos entre el respeto a su memoria o la evocación de noches en camas compartidas y rebanadas de pan con vino y azúcar en la cocina de la abuela.

Me salva, nos salva, la mano de Yolanda sobre mi hombro. La palma húmeda, el sudor manifestándose también en el cuello y en la frente. No sabía que venías. No te he visto en la iglesia. Nos hablamos como si no hubieran transcurrido 20 años. A mi marido no le gustan los curas. ¿Recuerdas a Juan Carlos? Señala al fondo, un hombre con traje oscuro y corbata azulona, la boca pegada a un botellín de cerveza. Le recuerdo de la pandilla de los mayores. Los años han desdibujado sus trazas de figurín y abombado la cintura. Yolanda me lee el pensamiento. Tengo que ponerle a dieta, dice.

Me levanto para besarla. Vestido de terciopelo fucsia y sombrerito de plumas. Está guapa, aunque excesiva, nunca compartimos el gusto en el vestir. Tejanos y camiseta blanca, mi uniforme para las salidas a las fiestas de los pueblos. Minifaldas de colores y tops de encaje, el suyo. Tras la verbena, en las frías madrugadas de agosto, mi cazadora vaquera sobre sus hombros. Jo, tía, a ver si te traes una chaqueta, que luego la que se hiela soy yo. Yolanda me sacaba la lengua y empujaba su hombro contra el mío. A mí se me ponía la piel de gallina.

El tío Abilio se acerca a saludar y Yolanda se retira. Luego nos vemos, dice. Como un halcón, Juan Carlos vigila sus pasos desde la mesa. Al llegar, una palmada en el culo informa a los presentes de los límites de su propiedad.

El tío Abilio tiene ganas de pelea. De nuevo, la frase insistente, obscena. La que lleva repitiendo a todas sus sobrinas desde que cumplimos los 25 años. ¿Cuándo os casáis, chiquitas? ¡Que se os va a pasar el arroz! Mi prima sonríe incómoda, el sudor dibujándole la línea del bigote. Yo muestro mi desagrado formalmente, como si firmara un manifiesto. En el beso de despedida, alejo lo más que puedo mi mejilla de la suya y no le doy recuerdos para la tía Blanca.

Con las hebras del lechazo deslizándose hacia el estómago, da comienzo el baile. Un Danubio Azul estridente y muy rápido, transformado en pasodoble por el avance torpe de los novios que piden compañía a gritos. La pista se llena enseguida. La mano de Juan Carlos, ave palmípeda, se estira sobre el final de la espalda de su mujer, las caderas muy juntas, menos vals que lambada. Las gotas de sudor se deslizan por la nuca de Yolanda. Aletean las plumas del sombrero. Juan Carlos parece borracho.

Los primeros compases de La bicicleta desanudan los cuerpos, una avalancha de brazos y piernas converge en la pista. “Llévame, llévame en tu bicicleta”, la voz de Shakira se borra bajo los alaridos de los bailarines que simulan conducir, con los brazos estirados.

Juan Carlos se quita la corbata y se la ata en la frente, Yolanda me mira. Abandona el volante por un momento y alza el brazo para invitarme a bailar. Una mancha le oscurece la axila. Sigue sudando mucho, no se trataba de un desajuste de adolescencia.

Recuerdo nuestros paseos hasta la Fuente del Cerrato. Pedaleábamos 20 minutos y, al llegar, casi sin bajarse de la bicicleta, se empapaba la cara, el cuello y las axilas con el agua helada de la fuente. El frescor le erizaba los pezones. Se reía. Si me ve Don Máximo, le da algo. Don Máximo, el cura, haciéndose el encontradizo con nosotras, sus ojos en las piernas desnudas, en el abultamiento de los pechos bajo la camiseta de licra. Tío guarro, decía yo, se va a hacer una paja pensando en nosotras. Su risa de nuevo. Déjale que disfrute. No podemos evitar estar tan buenas.

Tras un silencio que me ha hecho regresar de la Fuente del Cerrato, el tractor sustituye a la bicicleta. Yolanda viene en mi busca. Venga, tía, mueve el culo. ¿Cuántas veces hemos bailado esto? Todas, respondo, al levantarme y seguirla. Le agradezco el gesto, empezaba a ser embarazosa mi presencia muda en la mesa vacía de primos. Juan Carlos nos salpica con el cubata, pero no le hacemos caso. Cantamos a gritos. No hemos olvidado la letra de la canción con la que finalizaban todas las verbenas. Endorfinas mezcladas con alcohol, un tono más alto cuando proclamábamos nuestro orgullo de campo.

Aquella noche, la última, al llegar al pueblo, en la plaza solitaria tarareaba todavía la canción cuando me agarró de la cintura. Venga, el último baile, que te vas mañana. “Hay que comprar un tractor”. Fría la palma de mi mano; húmeda, la suya. “Ya lo decía mi madre” . Vueltas y vueltas; aliento a licor 43. Vueltas, más vueltas y al final la levedad de sus labios sobre los míos.

Un cuatro latas derrapó en la entrada de la plaza. Nos separamos, entre risas nerviosas. Con un frenazo, el coche se colocó a nuestro lado. Salieron tres chicos de la pandilla de los mayores. El más vocinglero, alto y musculado, vaqueros y camiseta de AC/DC, agarró la cintura de Yolanda. Venga, que yo también quiero. Yolanda le siguió el juego, apretándose contra él, como lo hace ahora. Mimosa, seductora. Y como hoy, al cruzarse nuestras miradas, me guiñó un ojo.

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