‘Transhumanos’ inmortales: ¿dónde están los límites?

Foto: Pixabay.

Uno de los movimientos que con más entusiasmo se ha tomado las promesas de los nuevos avances es el transhumanismo. Antonio Diéguez, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga, se dedica a analizarlo con lucidez en su nuevo ensayo, ‘Cuerpos inadecuados’, que él lo ve como “mitología más tecnología, y en su esencia es una rebelión –una más– contra la muerte”. ¿Está calando en la sociedad el mensaje que pasa de anhelar una buena muerte a no querer morir? 

Toda época de avances científicos y tecnológicos conjuga progresos reales, mensurables y con impacto real en la vida de la gente, y proyectos excéntricos ante los que prima la incredulidad y la desconfianza, cuando no el miedo. Así, en nuestros días conviven anuncios sobre el imparable avance de la genómica con terapias como el ARN mensajero o la técnica de edición CRISPR, con aplicaciones inmediatas, con otros proyectos tan aparentemente descabellados como la detención del reloj biológico, e incluso su reversibilidad, la criogenización o, directamente, el final de la muerte.

Uno de los movimientos que con más entusiasmo se ha tomado las promesas de los nuevos avances es el transhumanismo, que, como explica Antonio Diéguez en Cuerpos inadecuados (Herder), “es mitología más tecnología, y en su esencia es una rebelión –una más– contra la muerte”. Y es que, como dice el autor, hemos pasado, pues, de anhelar una buena muerte a no querer morir. “El transhumanismo seculariza de este modo una vieja idea gnóstica. El cuerpo no es importante, podemos prescindir de él para ascender en perfección sin perder por ello nuestra identidad personal”.

El ensayo es el segundo que este pensador malagueño dedica al asunto tras su exitoso Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano (Herder, 2017), y supone una estimulante actualización de los debates científicos, jurídicos y éticos que dicho asunto genera entre los expertos y la opinión pública. “Podríamos decir que un transhumano es una persona que lleva a sus últimas consecuencias la voluntad autocreadora que el ser humano ha tenido desde siempre”, escribe Diéguez, que a partir de ahí comienza a plantear las dudas y retos que este determinismo tecnológico genera y puede generar.

Porque, “una vez iniciado el camino del biomejoramiento humano, ¿quién se resistirá? Y ¿dónde estarán los límites?”. La realidad de una casta genéticamente mejorada, asentada en una ventaja económica previa, tiene el potencial de añadir una desigualdad biológica extrema a la desigualdad socioeconómica que el consenso general identifica como uno de los males insostenibles de nuestras democracias. La “secesión de las élites” conocería otra vuelta de tuerca que podría “ser más bien un inmenso club de solitarios autosuficientes y desentendidos del destino de cualquier congénere”.

Junto a esas consecuencias sociales, Diéguez también se detiene en debates que atañen a la propia especie, pues si “fueran muchas las parejas que pudieran acceder a su aplicación, estaríamos modificando de forma significativa el acervo genético de la humanidad, y, por tanto, tomando decisiones, quizá irreversibles y poco atinadas, acerca de la evolución de nuestra especie”. Sea como sea, estamos en un momento de cambios profundos en el autoconocimiento de los mecanismos de funcionamiento de nuestros cuerpos, un conocimiento que debemos saber aplicar, pues el potencial benéfico es también inmenso, como bien saben tantos enfermos que han conocido una mejora o una curación para sus patologías hasta hace poco incurables.

En este debate, el autor, si bien se muestra escéptico ante los planteamientos maximalistas de visionarios como David Wood, Aubrey de Grey o Ray Kurzweil, mantiene una posición abierta a transformaciones que implican cuestionar conceptos asentados pero difusos como el de “naturaleza humana”, aunque insiste en la necesidad de luchar contra el mencionado determinismo tecnológico y en la urgencia de debatir y valorar las consecuencias de los pasos que se dan.

Un debate que, dado el impacto transversal de dichos avances científico-técnicos, debería implicar a diversas ramas del conocimiento, también y de forma destacada, a las humanidades y a las ciencias sociales. Como dice el autor, “no debería asustarnos la posibilidad, en circunstancias muy delimitadas que habría que precisar, de realizar ciertos cambios, incluso cambios significativos, en las características de nuestra especie, lo cual implica la modificación genética en la línea germinal”. El desarrollo de la ciencia y de la tecnología nos está mostrando que “algunas de las ideas que habíamos forjado acerca de la índole específica de lo humano están en serio cuestionamiento”. Para el autor, preservar al ser humano exige entenderlo mucho mejor de lo que lo hemos hecho, “y entender bien que sus límites siempre han sido flexibles”. No reside ahí el problema, sino “en los fines que deseamos alcanzar con ellos y en la fiabilidad de los medios”.

Mucho más crítica y rotunda es su posición respecto a los avances en una de las herramientas esenciales del transhumanismo, la Inteligencia Artificial. “La inteligencia artificial […] ejerce su poder como un monarca absoluto, sin apenas el más mínimo control público eficaz sobre sus posibles abusos y caprichos…”, escribe Diéguez, para quien los debates sobre el transhumanismo y las máquinas superinteligentes son necesarios, pero no tan urgentes como la “presión para que entreguemos nuestra privacidad y nuestra capacidad de decisión no tanto a las máquinas como a los dueños de las máquinas”. Así, si no somos capaces de establecer la gobernanza de la tecnología, estaríamos a las puertas de distopías de las que ya hemos tenido alguna muestra en series recientes. Por eso, “es hora de tomarse en serio el trabajo regulador y legislativo”.

Hablar del futuro para camuflar el presente

Para Diéguez, desde los impulsores y defensores de este determinismo tecnológico se plantea el debate a través de una trampa de fondo que conviene denunciar, y es que mientras hablamos de posibilidades futuras –muchas de ellas bastante inciertas y discutibles y exagerando con frecuencia los peligros para la supervivencia de nuestra especie–, obviamos los efectos que todas esas innovaciones aplicadas tienen ya en nuestra vida política y social. Urge, por tanto, reconducir el debate y llevarlo a términos menos entusiastas y menos alérgicos, y más relacionados con el corto y medio plazo y no tanto con un futuro difícil de predecir y de producir. También aquí existe una polarización afectiva que dificulta cualquier conversación sosegada, aunque sin duda este ensayo lúcido, clarificador y didáctico nos lo pone un poco más fácil.

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