Tres películas para no perderse de diálogo con la naturaleza

Un fotograma de Fitzcardaldo.

Un fotograma de Fitzcardaldo.

Un fotograma de ‘Fitzcarraldo’, de Werner Herzog.

El Jardín Botánico de Madrid acoge este mes de octubre un ciclo de cine con el paisaje como protagonista. La tercera edición de ‘Cine en el jardín’ propone tres películas y coloquios que abordan desde diferentes puntos de vista las relaciones que el ser humano desarrolla con la naturaleza y nuestra capacidad transformadora sobre el entorno. Estuvimos la semana pasada en el pase de ‘Fitzcarraldo’ (1982, Werner Herzog) para contaros cómo es el ciclo. En las próximas semanas se proyectarán las españolas ‘Lobos Sucios’ (2006, Felipe Rodríguez, día 19) y ‘El Olivo’ (2016, Icíar Bollaín, día 26); tres historias de resiliencia y de diálogo con el territorio. Se pueden ver de forma gratuita, acompañadas de un paseo guiado por el extraordinario jardín.

POR DIEGO HERNÁN

Decía Eduardo Galeano que la civilización que confunde “a los relojes con el tiempo, al crecimiento con el desarrollo y a lo grandote con la grandeza, también confunde a la naturaleza con el paisaje”. Nadie podría encarnar mejor ese espíritu que el protagonista de Fitzcarraldo, una de las obras maestras del cineasta alemán Werner Herzog, con la que arranca la programación de este ciclo y de la que ya os hablamos en El Asombrario. Inspirada por una historia real, la cinta narra la delirante historia de un empresario cauchero que sueña con construir un teatro de ópera en medio de la selva, para que Enrico Caruso, su ídolo, cante para él. De forma obsesiva, el director despoja a la película de todo lo artificial -no utiliza efectos especiales, emplea solo a un puñado de actores profesionales, rueda por completo en exteriores- para transportarnos al corazón del Amazonas de finales del siglo XIX. La selva aquí se huele, se suda. Herzog es de la vieja escuela; consigue hacer verosímil esta quimera porque se tira al barro desde el principio, literalmente. “El proyecto nació mitad desafío a las leyes de la gravitación, mitad desafío a los parámetros de la razón; totalmente concebido contra las leyes de la naturaleza. Nadie creía en ello. Me consideraban más loco e irrazonable que el propio protagonista”, reconoce en Conquista de lo inútil, el diario que escribió durante el rodaje (imprescindible para el que quiera saber hasta qué punto sufrió el alemán para sacar adelante la película).

Enfrentado con los productores desde el inicio porque éstos querían rodar amparados en la comodidad de un estudio, finalmente Herzog acabó imponiendo su enfoque hiperrealista. Comenzó así una epopeya de casi tres años que dio pie a uno de los rodajes más caóticos y accidentados de la historia del cine. Con la mitad de la película ya filmada, la producción perdió a su actor principal, Jason Robards, por culpa de una disentería (los doctores le prohibieron volver a la selva). Tuvieron que desechar todo el metraje que había rodado, lo que retrasó más de un año la producción y provocó que también se cayera del reparto un tal Mick Jagger. Hubo graves accidentes que involucraron a varios integrantes del equipo técnico y a los actores, que en su mayoría pertenecían a poblaciones indígenas locales; las condiciones que padecieron eran pésimas, con jornadas de trabajo larguísimas en las que se encontraban a diario en mitad de disputas entre tribus o paramilitares, totalmente aislados, y el ambiente era inaguantable por los insectos, las enfermedades y la climatología. Por si fuera poco, tuvieron que sufrir en sus carnes a otra fuerza de la naturaleza, Klaus Kinski, sustituto del protagonista pese al recelo inicial del director, y que se granjeó serias enemistades con el resto del equipo por su desquiciada actitud dos jefes tribales llegaron a ofrecer a Herzog matar allí mismo al problemático actor si éste se lo pedía). La alucinada imagen de Kinski en medio de la jungla, con su traje blanco, que no se quita -ni mancha- en toda su megalómana empresa, resulta una visión extraña, ajena, un elemento exótico en un mundo más exótico aún; una demostración de poder de un ser insignificante frente a la brutalidad de la naturaleza. Como en muchos de sus trabajos, Herzog no termina de definir los límites entre la ficción y la realidad, una ambigüedad que le sirve aquí para desarrollar una íntima relación -casi suicida- con el paisaje, la misma que modeló al protagonista y al resto de los participantes en esta aventura figurada y real.

La segunda cinta que se proyectará es Lobos Sucios, un documental sobre la vida alrededor de una mina de wolframio (wolf=lobo, ram=sucio) en la Galicia rural a finales de la Segunda Guerra Mundial. Situada en la aldea ourensana de Casai, allí la historia local por un momento se entretejió con el destino del mundo. La extracción del valioso mineral, que puso precio a la vida humana, era llevada a cabo por los nazis en connivencia con el gobierno franquista, y es la excusa de la que se sirve el ourensano Felipe Rodríguez Lameiro para hablar de este forzado microcosmos compuesto por gentes sencillas, presos políticos, militares y buscavidas. Vida y muerte se mezclan en el bosque del Teixadal, convertido por un tiempo en un enclave de gran importancia estratégica militar; un paisaje modelado por la mano del hombre pero que escapa a su control, y que determina los destinos de sus habitantes. El documental dio lugar años más tarde a una cinta homónima de ficción, protagonizada por Marian Álvarez y Manuela Vellés, que rescata algunos de los personajes más significativos de esta versión.

El ciclo concluye el último miércoles de octubre con el visionado de El Olivo, de Icíar Bollaín, que será presentada por uno de sus actores. Con gran acogida de público y crítica, en El Asombrario le dedicamos un amplio artículo. La última película de la directora madrileña es una particular fábula que habla de los vínculos invisibles entre una niña, un olivo y su abuelo. Un alegato a las raíces, con una gran sensibilidad intergeneracional, sobre la importancia entre diferenciar lo urgente y lo importante. El tándem formado por Bollaín y Paul Laverty, su compañero y guionista (también el de Ken Loach), traslada a la cinta esa complicidad con el entorno que ya demostraron en También la lluvia (2010). Un final redondo para esta cita con el Botánico y el cine, y una oportunidad para los rezagados o para los que quieran volver a emocionarse con esta preciosista parábola moderna.

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