Tu ciudad también está llena de flores, solo tienes que fijarte

Una flor crece en las juntas de los adoquines de una acera en Sanlúcar de Barrameda, Cádiz. Foto: Manuel Cuéllar.

El libro ‘Flores. El esplendor de la Tierra’ (Cuadernos del Laberinto), de la periodista Maribel Orgaz, se presenta como “una guía para conocer y amar las flores”. Recoge 50 flores, desde girasoles, lirios y jazmines a malvas, amapolas y tréboles, y nos invita a fijarnos allá por donde vayamos, en prados y alcorques, campos y descampados, para descubrir estos estallidos de energía y belleza en cualquier rincón. Un libro que “celebra el asombro y la intensidad de la vida”, que nos invita a poner color entre el gris del día a día.

Mi tren de cercanías transcurre por dehesas y el Monte de El Pardo hasta que llega al barrio de Fuencarral. Una vez allí  circula entre taludes que lo llevan a túneles subterráneos. En las pendientes resecas crecen cada mes de mayo cientos de amapolas. Ahora, en las vías sin servicio de la estación de Chamartín prosperan con entusiasmo espadañas, juncos que recuerdan a jardines acuáticos. Mi ciudad está llena de oportunidades para florecer. En el barrio de Canillas, en la calle Andorra una malva real saluda con alegría desde casi dos metros de altura, cada mes de junio, a todo el que pasa.

Escribí un libro sobre pájaros, desde palomas a garzas, que pueden verse con un poco de atención, sin esfuerzo ni prismáticos, en los alrededores de mi ciudad. La salvaje belleza alada le gustó mucho a una editora, Alicia Ares, que me propuso publicar el siguiente libro de naturaleza que estuviera escribiendo. “Es de flores”, le dije. “¡Adelante!”, respondió. Y se ha esmerado tanto en editarlo que, según ella, es el más bonito que ha hecho hasta ahora.

Flores, el esplendor de la Tierra es una celebración. Es mi creencia en nuestra capacidad de ser mejores contemplando toda esa belleza vegetal, sin que sea necesario conocer el nombre de la planta o de la flor que brotan a pesar del cemento en una gran ciudad. Es mi confianza en que si una amapola florece sin guardar nada para sí, aunque sea en un terraplén, de qué esplendor seríamos capaces si nuestras vidas se guiaran solo por la generosidad y la alegría. De eso nos hablan las flores, a esta ligereza en el vivir nos llaman.

Como reseña del libro, en El Asombrario me han pedido que seleccione tres de las 50 flores recogidas en el libro. Tres entre mis preferidas. Así que aquí están: nenúfar, lirio y jara.

Nenúfares en un parque de Valencia. Foto: Manuel Cuéllar.

La flor solitaria. Nenúfar (Nymphaea alba)

Es una flor solitaria, detallan los tratados de botánica, que gusta de las aguas tranquilas y calmas. Que, según parece, gustó de ser retratada por Claude Monet, de ser llamada rosa de amor, rosa de Venus, yerba de adarga. Que brotaba por los lugares en donde caminaba Buda. La única que en Egipto florecía todo el año. El nenúfar sagrado que está en la Tierra desde hace millones de años, refulgiendo entre el barro, acaso como nosotros quizá no benditos del todo pero igual de esplendorosos, sobreponiéndonos una y otra vez a los oscuro, brillando en lo tenebroso.

Con fe duradera. Lirio (Iris Xhipium)

Será el lirio la flor más bella del campo, te preguntarás al verlo surgir puro entre las rocas. Qué misterio su florecer majestuoso entre arenales. Cultivado por los antiguos egipcios, tejido en las ropas de los monarcas medievales, joya de los abriles según los poetas, este azulado lirio español crece en lugares frescos y húmedos y también, al lado de matorrales. Cuando en el piedemonte de Guadarrama o en las dunas de alguna playa distingas a lo lejos su orgulloso fulgor azul, te dirás que hay un lugar desde el que nos envían tesoros, otro reino en el que nuestros sueños no cargan el peso del mundo y plantas y hombres se alzan alegres con fe duradera.

Abrirse al fuego. Jara (Cistus ladanifer)

Mientras el cielo se entenebrece y todo huye con un viento de ceniza, las semillas de la jara enterradas despiertan para que su flor sea centinela de los campos. En esas tierras feroces y esterilizadas por el fuego ninguna otra planta prosperará excepto la jara, la única que vive en un espacio quemado y que florecerá de nuevo en los días cálidos y serenos. Aquellos en los que tiempo después volverán a crecer el lirio de los valles, el narciso y el jacinto entre árboles espaciados. De la misma forma que en un corazón atormentado se abren paso de nuevo sobre los viejos días, la dulce esperanza y el miedo.

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