¿Tú por qué crees que no me gusta el plátano?

Solemos afrontar el verano como una época de posibilidades. Hay quien se lo toma para descansar, si puede; otros están más activos que nunca. En verano ocurrió, tal vez, nuestro primer amor. Y seguro que también nuestro primer desengaño. De estos y otros temas en torno al verano tratan los relatos que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado para ‘El Asombrario’, un año más. Arrancamos aquí nuestros ‘Relatos de Agosto’ con toda una macedonia: “Lorena se lanzó a una extensa investigación. Probó plátanos de Canarias, importados, bananas (por si acaso); verdes, que le dejaron la lengua áspera, y todos los colores hasta el marrón, de un dulzor enfermizo. Toda su adolescencia y parte de la juventud se esforzó en buscarle el lado bueno al plátano”.

POR BEATRIZ VELAYOS

A Lorena nunca le había gustado el plátano. Desde pequeña prefirió las fresas, mandarinas, papayas que comía manchándose los dedos. Frutas jugosas que su madre no consideraba apropiadas para una niña. Su hermana mayor le decía que parecía tonta; cómo no te va a gustar el plátano, si le gusta a todo el mundo. Y lo cierto es que sus amigas sacaban de la mochila aquella fruta insulsa y la pelaban con alegría, mientras ella mordisqueaba un higo.

Una tarde, tendría unos 13 años, salió aquel anuncio con la dichosa frasecita. “Natural que te guste más”, proclamaba la televisión, despertando sus dudas. Aquella forma agresiva, la necesidad de pelarlo con las manos, la consistencia pastosa con la que inundaba su boca, todo le provocaba una repulsión que contrastaba dolorosamente con el placer que despertaba en sus compañeras, en aquella profesora que lo compartía con el de gimnasia cada recreo, en su propia familia. Mamá, ¿tú por qué crees que no me gusta el plátano? Y su madre, sin ni siquiera levantar la vista, le contestó tan resuelta como siempre: Es que no lo has probado bien. Por ejemplo, a tu hermana le gusta verde, firme, y a mí sin embargo me gustan ya maduros, que tienen más sabor.

Lorena se lanzó, con el entusiasmo de saberse bien aconsejada, a una extensa investigación. Probó plátanos de Canarias, importados, bananas (por si acaso); verdes, que le dejaron la lengua áspera, y todos los colores hasta el marrón, de un dulzor enfermizo. Toda su adolescencia y parte de la juventud se esforzó en buscarle el lado bueno al plátano, recordando el mensaje televisivo e intentando ignorar el olor levemente medicinal que le dejaba en las manos. Pero cuando se independizó declaró, con tremendo alivio, que ya se había cansado de intentarlo. Cada semilla de granada la disfrutó a partir de ese momento con un placer que nadie podría arrebatarle.

Sí, a Lorena no le había gustado nunca el plátano. Hasta que conoció a Enrique, que era cocinero y no podía comprenderlo. Si es comestible, puedo conseguir que te guste, afirmó con una seguridad en cierta manera atractiva. Ella se encogió de hombros y no volvió a pensar en ello, hasta que un día Enrique se presentó en su casa con un bizcocho. Lorena lo invitó a entrar, sirvió café, cortó el bollo y su perfume invadió el salón. ¿Qué es?, preguntó, temiendo la respuesta. Pan de plátano, contestó él, con caramelo salado. Ella suspiró. Otra vez la misma pelea. Pero ante la esperanza en los ojos de Enrique, lo mordió. Era esponjoso, lo notaba pesado y caliente sobre su lengua, y el toque salado del caramelo realzaba el sabor inconfundible del plátano. Lorena gimió, cerrando los ojos. Se lamió los dedos lentamente, y por fin dijo: está muy bueno. Enrique, sonriente, se sirvió un pedazo, mientras Lorena intentaba reconciliar su histórico odio con lo que estaba experimentando, por primera vez en su vida, en aquel sofá. Al primer trozo le siguió un segundo, y un tercero que tomó con una mezcla de placer y vergüenza.

Enrique se lanzó a la misma investigación que la propia Lorena, con idéntico entusiasmo pero un enfoque distinto. Congeló plátanos maduros y los trituró hasta convertirlos en helado, frio bananas con arroz, lo machacó sobre tostadas con miel, lo troceó en gachas de avena, lo caramelizó a la parrilla, lo integró en tortitas, batidos y magdalenas. Enrique hizo gala de una imaginación que, acompañada de su buen hacer en la cocina, y en cualquier lugar público o privado donde la inspiración lo atacase, convenció a Lorena de que podría disfrutar de los plátanos.

Pero en mayo llegaron el calor, las faldas cortas, las terrazas. Y la fruta de verano. Albaricoques con su vello fino, cerezas de oscuro carmín, mangos y nectarinas regando las calles de aroma, la paraguaya que inundaba su boca de zumo y le manchaba los labios, el cuello, hasta el pecho con el primer mordisco. Lorena comprendió que, con mucho esfuerzo y buena voluntad, podía aceptar el plátano. Pero nada superaba a un buen níspero.

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Comentarios

  • Juana

    Por Juana, el 06 agosto 2023

    Excelente, todo un derroche de sabores y sensaciones. Buen relato.

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