Un conejo de peluche de sonrisa roja y ojos azabache

Foto: Pixabay.

Una niña abrazada a su conejo de peluche va abriendo las puertas de un enigmático pasillo. Es otro relato de nuestra serie ‘El viaje de las heroínas’, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado.

POR FULGENCIO SUSANO GARCÍA 

Hay una casa en lo alto de la colina. No hay valla ni árbol que la sombree. El sol luce como en cualquier primavera tranquila. Una anciana observa el salón a través del ventanal.

En el centro de la habitación una niña juega. Asustada por un portazo, se abraza a su conejo de peluche de sonrisa roja y ojos azabache sin conseguir abarcarlo. Apenas balbucea, es un gran esfuerzo para ella mantenerse vertical. Levanta la mirada. La puerta. Se pone en pie, coge su muñeco, se tambalea hacia ella. A duras penas llega al picaporte. De puntillas, se cuelga del tirador, la abre. El pasillo, claroscuro. Todas las puertas que hay se cierran al unísono.

Trastabilla hasta la más cercana. Aproxima su carita, hace como que escucha a través de la madera pero no oye nada. Así que se esfuerza y consigue abrirla. Huele a una humedad familiar, agria y láctica. Los ojos se acostumbran pronto a la luz difusa; juguetes desparramados. En las paredes reverberan risas infantiles. Cree oír a otras niñas pero no las ve.

La luz difumina las sombras.

La niña no entra en la habitación porque cree que ha escuchado que la reclaman desde fuera. Al final del pasillo. Titubea, duda, anda a pasos cortos. El conejo cuelga y se arrastra por el suelo, limpiándolo. Abandona la primera habitación, quiere llegar al final, pero un rumor parece salir de una segunda estancia. Llega hasta esa puerta, el pomo desgastado se queja al accionar los muelles. La empuja. Mira dentro. La moqueta está sucia. Fotos de roqueros en la pared, una cama deshecha, alguien semidesnudo que ronca sobre el edredón, ropa interior aquí y allá. Huele a perfume y a zapatillas de lona sin lavar.  No es aquí, se dice. Cierra con cuidado al salir.

El conejo de peluche cuelga libre ahora a la altura de su rodilla.

Sus pasos hacen crujir el parqué. Camina con decisión, sus zancadas son largas. El conejo no limpia ya la madera. De nuevo cree que escucha voces. Y esta vez está segura de que provienen de esa otra puerta.

Cauta, interpone al conejo entre ella y el pomo, lo gira.

Choca con una cama que ocupa toda la habitación. Zapatos de hombre, zapatos de tacón, camisas, corbata, lencería, todo revuelto. Un secador zumba. Huele a loción para después del afeitado, a pelo caliente. Busca el rostro de la mujer que intuye, pero una voz masculina le pregunta que qué hace. Aterrorizada, tropieza, mira al adulto que la llama por su nombre y la quiere sujetar, le lanza su conejo que le rebota en la frente. Se zafa, recoge el peluche, huye. Cubre su corazón con el conejo.

Se acerca el muñeco viejo y mohoso a la nariz. Lo observa y se observa sin extrañeza, mis manos, se dice, tienen uñas pintadas y manchas en la piel. Aplasta al conejo contra su pecho. La sonrisa de hilo hace tiempo que babea algodón del relleno. Aspira el olor del muñeco, huele como la primera habitación.

Resuena ese eco que la cansa. Con paso adulto aborda el viaje hacia otra puerta, que está aún más descascarillada que la anterior. La pintura no cubre con regularidad la madera. Se aproxima con cuidado. Extiende su brazo, posa la mano en el pomo. Lo gira. Una luz otoñal entra por la ventana. Sobre la cama, una bata acolchada reposa sobre las flores impresas del edredón. Hay un olor tan de hace años. Lo identifica. Huele a naftalina, a madera, a caramelos de anís. A sus caramelos de anís, recuerda. Suenan en su memoria canciones de hace décadas. Sobre la almohada, un conejo devastado como el suyo parece esperarla.

Sale de esa habitación.

Ya solo queda la última puerta al final del pasillo, reflexiona. La lentitud de sus pasos es similar al agotamiento de su vista. Por fin frente a ella, se dice. La artrosis la obliga a abrirla con calma. La recibe un día espléndido, primaveral. Está en la calle. Huele a flores y a cera quemada. Olfatea. Cree que el olor viene de detrás de la casa. Se encamina. El césped está tan cuidado. No escucha ahora ningún eco. A los pocos pasos nota que la ventana del salón está abierta. Se detiene para mirar a través de ella.

El viento hace que la entrada se cierre de un portazo.

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Comentarios

  • José Luis Lejárraga

    Por José Luis Lejárraga, el 13 agosto 2022

    Un relato estupendo de Fulgen García. Puertas que se abren a mundos con sorpresas.

  • Pablo

    Por Pablo, el 14 agosto 2022

    Buenísimo!

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