Un viaje a la Amazonía desde la comprometida mirada de Sebastião Salgado

Mujer indígena yawanawá. Estado de Acre, Brasil, 2016. © Sebastião SALGADO

Hay lugares a muchos miles de kilómetros a los que se puede viajar sin coger un avión, y conocer a sus gentes y sus problemas y el maravilloso entorno que habitan. Las 200 fotografías y siete películas de la exposición ‘AMAZÔNIA’, del brasileño Sebastião Salgado, logran que vayamos hasta allí sin salir del Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa, en Madrid. Es una inmersión absoluta en ese mundo único de gentes en extinción que conocen como nadie su mundo, los lugares que estamos ‘devorando’ desde distantes países sin imaginar el tesoro –natural, cultural y vital– que desaparece en nuestros estómagos, en nuestro consumo.

Así lo denunciaba Salgado (Brasil, 1944) en la reciente presentación de una muestra que podrá verse en Madrid hasta mediados de enero y que han visitado ya millón y medio de personas en São Paulo, París o Londres. Es el resumen de siete años y 58 expediciones de intenso trabajo, traducido en “una declaración de amor” a ese hermoso y desconocido territorio de nuestro planeta. Y quiere ser un grito de alarma hacia su fragilidad, a la imperiosa necesidad de preservar su naturaleza, pero también un reconocimiento de sus gentes indígenas, de pueblos que acumulan una sabiduría que el fotógrafo es capaz de transmitir en cada una de sus fotos fijas en blanco y negro.

Con la compañía de la música de Jean Michel-Jarre, que traslada a notas los susurros de los árboles, los cantos de las aves o el fragor de las tormentas (ha utilizado un archivo sonoro real para su composición), entramos en AMAZÔNIA en una sala en penumbra en la que se recrean las ocas, las viviendas indígenas. En su interior vemos y escuchamos a los Awa-Guajá, los Zo’e, los Yawanawá, los Yanomami o los Macuxi. Están retratados en sus asentamientos, con sus familias, saliendo de caza, pescando con esa sustancia que paraliza los peces y llaman timbo, cocinando, descansando sobre la floresta. Y vemos a la joven zo’e Tatytú jugando mientras se baña con sus amigas en el río Kiaré del estado de Pará; y al suruwahá Kwakway mientras repara su techo de paja, un trabajo que puede llevarle tres años; o a Valdelania Macuxi, posando con su traje hecho de la plantas que la rodean. Cada uno de ellos tiene al lado su nombre, su identidad, algo que se agradece porque hace el encuentro aún más personal, más cercano.

“Hay tribus que fotografié que no comen carne de animales que tienen la sangre caliente, porque creen que eso les pone agresivos, pero la agresividad es nuestra. Los demás vivimos en continua presión política, con la presión de las fronteras y eso nos complica la vida. Somos nosotros los animales, no ellos”, señalaba Salgado en la presentación de una exposición que ha sido diseñada por su mujer, Lélia Wanick, para agitar conciencias y despertarnos del letargo a través de la belleza.

Y es que solo quedan unos 310.000 indígenas amazónicos en un espacio compartido por ocho países que cada vez es más reducido. Muchos habitan en reservas protegidas, como el Territorio Indígena Xingú (Brasil), pero la mayoría ven amenazada su existencia, como enumera el fotógrafo, por una ganadería cada vez más ambiciosa, una minería ilegal que envenena las aguas, grandes presas que cambian sus ríos y fuegos que convierten sus árboles en cenizas. “La Amazonía ha perdido el 18% de su masa, pero queda el 82% restante a salvar”, asegura. Y lo que tenemos nos lo trae con su mirada, tras complicados viajes para llegar a zonas de tribus ya contactadas pero casi inaccesibles, fotos que nos llevan a un mundo no violento, donde hay mujeres que tienen cinco maridos porque es su cultura y donde la palabra “consumo”, tal como la utilizamos, no existe, pero son felices.

Archipiélago fluvial de Mariuá, río Negro. Estado de Amazonas, Brasil, 2019. © Sebastião SALGADO

Mujeres jóvenes suruwahá. Estado de Amazonas, Brasil, 2017. © Sebastião SALGADO

Pregunto a Salgado por la etapa de Jair Bolsonaro y el nuevo rumbo con Lula da Silva. “Bolsonaro fue muy malo y muy bueno para la Amazonía”, responde. Y luego explica lo mucho malo: Que en su mandato llegó a haber 90.000 puntos con fuego, que en la Fundación Nacional del Indio (FUNAI) cambió a los protectores por policías, que eliminó el control de la deforestación vía satélite, que permitió la entrada de la minería del oro (hasta 22.000 mineros ilegales en tierra yanomami). Pero también ve algo positivo: “Hasta su llegada al poder, ningún brasileño del sur se preocupaba por la Amazonia y los indígenas. Con él, ha aumentado la conciencia”.

Además, nos da un rapapolvo, porque nos recuerda que esa destrucción amazónica tiene mucho que ver con nuestro nivel de consumo en esta parte del mundo, que nuestro ganado se alimenta de piensos de cultivos amazónicos, nuestros móviles pueden llevar sus minerales y empresas de nuestros países industrializados envían las piezas de repuesto a los bulldozer que arrasan esa selva. Recién llegado de Suiza, acusa también a los “bancos europeos viven de robar el oro amazónico”. Y nos alerta de que España ya es un desierto visto desde el aire, y eso no atrae lluvias.

Indígenas marubo, valle del Yavarí. Estado de Amazonas, Brasil, 1998. © Sebastião SALGADO

Río Jaú. Estado de Amazonas, Brasil, 2019. © Sebastião SALGADO

Nada que ver con esos ríos aéreos que vemos fluir en sus imágenes. Es la humedad que sale de la selva y, conformando grandes nubes, va regando el planeta. Cauces que nacen de la succión de los 400.000 millones de árboles de esa inmensa región.

De los seis espacios en los que se divide la muestra, uno está dedicado a sentir esa fuerza y a la vez la delicadeza de las gotas de agua sobre las hojas. Otro nos lleva a las más de 400 islas Anavilhanas que hay al noroeste de Manaos y que aparecen y desaparecen en las aguas del río Negro al albur de las lluvias. También nos subimos a la cadena montañosa del Imerí, para adentrarnos después en los bosques que hay a sus pies.

Al final, Sebastião Salgado y Lélia Wanick Salgado nos pasean por el gran proyecto de reforestación en su finca de Minas Gerais, donde han plantado más de 2,4 millones de árboles en las últimas décadas y donde tienen más de seis millones de plantas en viveros esperando para crear más bosques tropicales. Me cuenta Lélia que la idea le surgió un día, mientras miraba llover sobre un inmenso espacio de pasto desde su ventana. Propuso a su marido reforestar toda la finca que sus padres dedicaron al ganado. Y él aceptó al momento. Fue la semilla del conocido Instituto Terra, dedicado a revertir la destrucción de la naturaleza. “La lluvia nos arrastraba la tierra de las montañas y nos secaba los ríos. Me dio mucha angustia y tristeza, pero cerré los ojos y lo vi todo verde. Un amigo nos hizo un proyecto para reforestar y nos ayudó a conseguir fondos tras gastar en ello nuestro dinero, porque en la primera  plantación perdimos el 60% por no saber hacerlo bien. Pero aprendimos y hoy tenemos otro nuevo proyecto, que es recuperar los manantiales, los ojos del agua, en las fincas aledañas. Para ello plantamos 300 o 400 árboles en una hectárea y cuatro años después hay agua. Es increíble”.

Hasta el 14 de enero próximo hay ocasión de sacar billete para este viaje fotográfico al interior del llamado pulmón de la vida en la Tierra. Después podrá verse en Barcelona.  

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