Una columna Dadá con tetas en una capilla

Collage de Liliana Peligro.

Collage de Liliana Peligro.

Collage de Liliana Peligro.

Se habla mucho en la prensa, a cuenta del ataque agudo de mojigatería nacional, de la transgresión «buena y elegante», esa que no traspasa los límites del buen gusto ni ofende a nadie, en contraposición a la otra transgresión «zafia y soez», que levanta ampollas.

Es de locos: nos hemos acostumbrado tanto a la transgresión, tan integrada está en la cultura, tan rentabilizada por el capitalismo, que la queremos domesticar o la creemos domesticada. «Transgrede, hijo, pero sin molestar». Pero transgresión sólo hay una: la que escuece, la que molesta, la que escandaliza, la que asquea, la que pica, la que hace exclamar al personal: «Eso no es transgredir, eso es pura ofensa, eso es puro mal gusto». Ahí es cuando vamos bien, amigos transgresores.

Así, los punkis, los golfos, la escoria, los podridos, vinieron enseñando el dedo corazón en 1977, escupiendo a esas señoras británicas enruladas a las que parodiaban los Monty Python, con sus dientes verdes y sus camisetas rotas estampadas con esvásticas. Ojo, no porque fueran nazis, sino porque querían provocar por provocar a aquella sociedad pacata que todavía tenía frescos los horrores de la Segunda Guerra Mundial y que chapoteaba anómica en la depresión económica y el desempleo. Terapia de shock. Aquellos hijos de puta portadores del Apocalipsis insultaban a la reina de Inglaterra y estaban en contra de absolutamente todo, incluso de ellos mismos y lo que representaban: la negación absoluta en un bucle infinito. El No Future, claro.

Los punkis no aparecieron de la nada y porque sí, sino que surgieron como surge el moho en la comida abandonada al fondo de la nevera, sobre un secreto y alimenticio sustrato. Los situacionistas, los letristas, los surrealistas, vanguardias todas del XX y, al final del pasillo, los abuelos pioneros: los dadaístas, grandes negadores, performers locos que querían, danzando, quemar el mundo o al menos sus significados. También los dadaístas estaban en contra de todo, hasta de ellos mismos y también les gustaba provocar por provocar. Y como decía Tristan Tzara, había que escupir sobre la humanidad.

Con motivo del centenario del dadaísmo, me personé en una conferencia sobre el asunto en la Casa del Lector, Matadero, Madrid. No vi a nadie con pinta de dadaísta haciendo el gamberro por el gallinero; lo que sí había era embajadores: concretamente dos, el de Rumanía y el de Suiza, para presentar el evento (en el Instituto Cultural de Rumanía hay una exposición sobre gráfica dadaísta). ¿Qué pensarían los dadaístas de tal despliegue diplomático, un siglo después? El caso es que habló el actual director del Cabaret Voltaire, donde cien años antes, en el refugio del Zurich neutral de la Primera Guerra Mundial, gente como Hugo Ball, Tristan Tzara o Marcel Janco fundaron el movimiento de absurdo nombre (Lenin, de casualidad, también pasaba por allí, como relata Dominique Noguez en Lenin Dada, publicado por Península). Resulta que, ya en nuestros días, el edificio donde acontecían hasta el amanecer las orgiásticas sesiones dadá, era propiedad de una compañía de seguros cuando fue okupado, en 2002, por un grupo de artistas neodadaístas que quería recuperar el espíritu de las instalaciones (la okupación, como ven, algo estrechamente relacionado con lo punk).

La ciudad de Zúrich se dio cuenta del valor que tenía ahí olvidado: ahora el Cabaret Voltaire es una especie de institución que promueve el arte como resistencia: colaboran con artistas radicales como The Yes Men o Natalia Sokol y el grupo Voina, y hacen cosas como disfrazarse de mopas humanas e ir a limpiar los bancos suizos frotando sus propios cuerpos contra sus vestíbulos. Luego habló el siempre vehemente y cachondo profesor Fernando Castro Flores y, precisamente, se refirió a Dadá como un «punk anticipatorio» y una «aventura juvenil» citando otra frase de Tzara: «Músicos, romped vuestros instrumentos ciegos en el escenario». O sea, todo muy punk.

Buscar las ocultas conexiones entre todas las vanguardias revolucionarias y anti del XX, de dadá al punk, pasando por surrealistas, letristas, situacionistas, CoBra, Fluxus, la contracultura y las tribus urbanas, etc, es casi ya un género literario propio. Su biblia tal vez sea el ya clásico Rastros de Carmín (Anagrama) de Greil Marcus, pero convive con otros como El asalto a la cultura (Virus) de Stewart Home, El puño invisible (Taurus) de Carlos Granés o Agotados de esperar el fin (Virus) de Servando Rocha. Pero dadá está mayor, el pobre, y suele decirse que el punk no ha muerto, pero tengo mis serias dudas. ¿Quién sigue ahora la estirpe?

Quizás hayamos perdido la ingenuidad y la inocencia de los tiempos de las primeras vanguardias, quizás la juventud moderna y vanguardista de ahora prefiera la marca hipster que la Revolución (¿es por primera vez en la historia la muchachada moderna inofensiva, acomodaticia y burguesa?) y quizás nadie quiera insultar a la reina (que, por lo demás, es asturiana y muy mona), pero también vivimos tiempos en los que casi imperceptiblemente se vuelven a constreñir los límites de la libertad, quién lo iba a decir a estas alturas, cuando volvemos a meter a titiriteros en la cárcel y se vuelve a montar un buen escándalo porque alguien dé unas voces en una capilla, una activista enseñe las tetas o una poeta, en el ayuntamiento de Barcelona, diga la palabra «coño». Como cuando nació el dadaísmo, estamos en guerra. Sólo puedo decir una cosa: da da.

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