El verano que nos ha expuesto en toda su crudeza el cambio climático
En la recta final de este verano de ‘vuelta a la normalidad’, hay que subrayar que el clima ha sido absolutamente anormal. Y debería preocuparnos y ocuparnos. Ha sido en la península Ibérica el verano con más olas de calor y más extensas. Uno de los cuatro años más secos desde que se tienen registros. El calentamiento global es una realidad. Existen muchos indicadores que lo demuestran. Exponerlos y repetirlos ha de servir para que alguna vez reaccionemos plenamente, desde cada uno de nosotros hasta las instancias más altas, que, por poner tres ejemplos, siguen criticando los planes de ahorro de energía, talando árboles en ciudades y permitiendo los pozos ilegales en Doñana. En los últimos días nos han impresionado las imágenes de sequía en este emblemático parque nacional. El científico Fernando Valladares también nos impresionó a mediados de julio con esta frase: “Este verano, con todo lo tremendo y caluroso que está siendo, es posiblemente de los más frescos en lo que nos queda de vida».
Julio de 2022 ha sido el mes más cálido en España desde que se tienen registros –que comenzaron en 1961–, según la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET). De hecho, se alcanzó una media de 25,6ºC, superándose el máximo histórico de 2015. En aquel momento se obtuvo una temperatura de la misma mensualidad –julio– de 25,4ºC.
Y las previsiones no son optimistas. “Para cada año comprendido entre 2022 y 2026, se prevé que la temperatura media anual en superficie del planeta sea entre 1,1 °C y 1,7 °C superior a los niveles preindustriales, que corresponden al período comprendido entre 1850 y 1900”, señala la Organización Meteorológica Mundial (OMM), dependiente de la ONU. Asimismo, “hay una probabilidad del 93% de que, al menos, uno de los años situados entre 2022 y 2026 desbanque a 2016 como el ejercicio más cálido jamás registrado”.
Las condiciones de lluvia tampoco son favorables para nuestro país. “El régimen pluvial previsto para 2022 sugiere una mayor probabilidad de condiciones más secas en el suroeste de Europa y de América del Norte, y una mayor pluviosidad en el norte de Europa, el Sahel, el noreste de Brasil y Australia”, aseguran desde la OMM.
Precisamente, uno de los emplazamientos que más está sufriendo el calentamiento mundial es la Península Ibérica. “El entorno mediterráneo es un lugar donde los efectos de este proceso están siendo más exacerbados”, confirma Adrián Escudero, catedrático de Ecología de la Universidad Rey Juan Carlos (URJC), de Madrid.
Este investigador indica que las consecuencias “son multivariantes”. Pero, básicamente, lo que sucede es que “al modificarse las condiciones climáticas, la tolerancia y adaptación que presentan los organismos son superadas por las nuevas circunstancias”. Ante esta situación, los ecosistemas insulares –considerados así por estar rodeados por mar o debido a su aislamiento– se han de “desplazar latitudinal o altitudinalmente” si pretenden sobrevivir.
Unas opciones que, en la práctica, son muy limitadas, por no contar con la oportunidad de ascender en altura o de transitar hacia otras latitudes. A pesar de ello, “España fue uno de los primeros lugares a nivel mundial donde se detectaron desplazamientos de la vegetación. Algo que sucedió, en primer lugar, en los contextos de montaña”, confirma Escudero. Más concretamente, “fueron movimientos altitudinales relacionados con el incremento térmico”.
Este proceso se ha observado en Sierra Nevada, un entorno en el que, por encima de los 2.500 metros, el 80% de las especies son endémicas. Las mismas ya se estarían mudando hacia arriba, aunque las posibilidades de este ascenso se encuentran “muy limitadas”. Estamos ante “islas menguantes”, ya que la superficie que resta en altura, cada vez, es más pequeña…
Asimismo, en Guadarrama (Madrid) se han descrito movimientos altitudinales de fauna. Sobre todo, de licénidos. Durante los últimos 70 años, todas las poblaciones de mariposas diurnas se han desplazado, de promedio, unos 200 metros más arriba sólo en la sierra de Madrid. “El panorama en las montañas mediterráneas es, realmente, muy dramático”, confirman desde la URJC. “La situación es muy crítica”.
Pero existen otros entornos ibéricos que presentan una mayor exposición –si cabe– a los efectos del deterioro ambiental actual. Son aquellos que se sitúan en el “límite de la distribución de las capacidades biológicas que aseguran su supervivencia”, explica Leopoldo Medina, responsable de la sección de plantas vasculares del herbario del Real Jardín Botánico, que pertenece al CSIC. Hablamos de los ecosistemas relictos, como los hayedos existentes en el Sistema Central –Tejera Negra, Riaza o Montejo–, que se constituyen como un reducto de antiguos conjuntos eurosiberianos. “Son bosques que permanecen en esta cordillera porque encontraron, en la misma, pequeños rinconcitos en los cuales se reproducían las condiciones que les han permitido sobrevivir hasta ahora”, señala Fernando Santander, profesor de la Universidad Complutense de Madrid (UCM).
Por tanto, dichas formaciones, debido al cambio climático, “van a sufrir una transformación muy llamativa o, incluso, su desaparición”, anuncia Leopoldo Medina. El problema es que no hay tiempo suficiente para adaptaciones. “La variación que se avecina es tan rápida que el proceso de colonización de nuevos territorios y altitudes va a ser mucho más brusco que las dinámicas biológicas de aclimatación que presentan las referidas masas forestales”. Esta circunstancia generaría que estos ecosistemas relictos no tengan la posibilidad de adecuarse a las nuevas circunstancias y que, por tanto, acaben desapareciendo.
Los datos
Para observar los efectos del cambio global se han tomado los hayedos del Sistema Central. Y, con este fin, se han consultado los datos ofrecidos por la AEMET durante una veintena de años. Más concretamente, se ha seleccionado la etapa comprendida entre 2000 y 2019, para, así, obtener una visión general de los cambios pluviométricos y térmicos habidos durante dicho periodo. Se han consultado las cifras arrojadas por el observatorio de Riaza (Segovia), al ser uno de los complejos más próximos a las masas forestales elegidas, la de Montejo (Madrid), Tejera Negra (Guadalajara) y La Pedrosa (Segovia).
En cuanto a las lluvias, se distinguen unas oscilaciones anuales muy amplias, identificándose diferencias de hasta el 100%. De hecho, las informaciones se sitúan entre los 500 y los 1.000 milímetros de precipitaciones cada año. Las anualidades más secas se correspondieron con los años 2005 y 2007, dos periodos de prolongada sequía en los que las hayas sufrieron un estrés hídrico reseñable.
Sin embargo, durante el decenio de 2010 se ha comprobado, por un lado, un relativo incremento de las lluvias, pero, al mismo tiempo, una reducción de los días de agua. Una realidad que hace pensar en un aumento de la torrencialidad de las precipitaciones. Precisamente, éste es uno de los efectos del cambio climático, el estímulo de aguaceros que descargan en muy poco espacio de tiempo.
En cuanto a las temperaturas, ha habido un incremento de las mismas en los últimos 20 años. Sobre todo, en verano, estación en la que los valores habrían aumentado un par de grados respecto al inicio de la serie. Un ascenso que estaría afectado a los ecosistemas relictos, ya que este calor estival se produce en el momento de mayor sequedad del entorno.
Así, se comprueba que, a lo largo de los últimos años, el Sistema Central ha sufrido un proceso de intensificación de las lluvias –al producirse en un menor número de días–, generando un incremento de los chaparrones torrenciales. Al mismo tiempo, el calor veraniego ha aumentado. Unas circunstancias que se pronunciarán en los próximos años, debido al cambio global, poniéndose en peligro formaciones boscosas únicas, como los hayedos de esta cordillera.
¿Qué pasa con los humedales?
También se ha de hacer una referencia a los humedales ibéricos, otro de los ámbitos que se están viendo afectados por el cambio climático. Si se atiende a la directiva europea de hábitats –la 92/43/CEE, de 21 de mayo de 1992–, existen varias clasificaciones de dichos ecosistemas. Entre ellos, los de alta montaña, los de aguas permanentes sobre sustratos básicos –kársticos–, o los mediterráneos estacionales.
Éstos últimos cuentan con unas características muy particulares. “Son lagunas temporales, que normalmente cargan agua durante el otoño y la primavera y que, luego, sufren un proceso de desecación anual”, explica Leopoldo Medina. Sin embargo, “hay años, como el actual, que, debido a una excepcionalidad en las precipitaciones, ni siquiera se llenan”.
Estas formaciones se distribuyen por el interior peninsular, particularmente en Castilla–La Mancha y Castilla y León. Pueden tener una profundidad que oscila entre los 20 centímetros y el metro y medio, mientras que su longitud se sitúa entre los 25 y 150 metros. “Se emplazan en rañas, que son superficies aluviales, y pasan desapercibidas para la mayoría de los investigadores de los grandes humedales ibéricos”, explica el investigador del Real Jardín Botánico–CSIC. A pesar de ello, la Unión Europea los ha declarado “hábitats prioritarios”.
Los humedales estacionales de tipo mediterráneo, al estar aislados del agua subterránea, dependen, casi exclusivamente, del régimen de precipitaciones. Por ello, son “muy excepcionales”, conteniendo plantas de gran especificidad. Pero su dependencia pluviométrica los convierte en víctimas prioritarias del cambio climático. Al reducirse las lluvias y aumentar las temperaturas, se estimula la evaporación de su lámina de agua.
Sin embargo, las consecuencias del calentamiento global no sólo se circunscriben a los ecosistemas acuáticos o forestales. Afectan, incluso, a la conformación del paisaje. “Al variarse la flora, también se produce una transformación en los procesos geomorfológicos. Si hay menos vegetación, el suelo se halla más desprotegido, pronunciándose los procesos erosivos”, explica Fernando Santander, de la UCM. Además, la actual tendencia marca que las lluvias serán menos abundantes, pero cuando se produzcan, se incrementarán los “fenómenos catastróficos”. Es decir, ascenderá su componente torrencial, perjudicando, aún más, al modelaje geológico.
Posibles soluciones
A pesar de que los indicadores no son positivos, existen algunas medidas para intentar reducir el impacto del cambio global. Por ejemplo, y desde el punto de vista forestal, se debe mitigar la “competencia intraespecífica”. Es decir, se ha de aminorar la rivalidad entre las especies mediante una gestión sostenible de los hábitats, que “posibilite que la coexistencia sea mayor”, explica Adrián Escudero, de la URJC. Asimismo, se podría estimular la expansión de ciertas especies arbóreas –como las hayas– hacia cotas más elevadas, para que puedan salvarse del aumento térmico.
Y, por supuesto, se ha de continuar con las políticas de estímulo a las variantes autóctonas, remendando, incluso, políticas emprendidas en el pasado. Por ejemplo, durante la dictadura franquista se impulsaron reforestaciones con variantes de crecimiento rápido, como el pino. Una circunstancia que sucedió en las cercanías de Tejera Negra, y que, actualmente, se está intentando solventar desde Castilla–La Mancha, potenciando las hayas. “Todo esto es adaptación al cambio climático”, confirma el catedrático de Ecología de la URJC.
Sin embargo, el calentamiento global es un proceso de una envergadura de tal magnitud que se tienen que tomar medidas mucho más contundentes. “Debemos transformar nuestra perspectiva de vida de forma urgente, de hoy para mañana”, augura Leopoldo Medina, del Real Jardín Botánico–CSIC. “Lo único que contemplo es atenuar la pérdida de especies. Nos encontramos en una situación de cuidados paliativos”. Una opinión que es compartida por Fernando Santander, de la UCM: “Las únicas alternativas que se han de adoptar en estos momentos son de mitigación”.
En cualquier caso, “si queremos resolver el proceso que tenemos encima, necesitamos cambios de gobernanza global”, enfatiza Adrián Escudero, de la URJC. “Es muy difícil que con acciones individuales se pueda solucionar algo”. Se requieren, por tanto, decisiones a nivel internacional, que sean rápidas y eficaces para atajar los efectos del cambio climático. Un asunto que es real y que se está dejando notar en diferentes puntos del planeta. Y no sólo a los ecosistemas aislados de nuestro país. También a otros muchos procesos. ¡No lo dejemos pasar!
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