Viaje a lo real maravilloso de México, el que evocaban nuestros abuelos

Córdoba, en el Estado de Veracruz, México.

En esta revista nos comprometimos desde el principio con el asombro. Asombro para explorar y descubrir el mundo, del que el progreso nos había desengañado al dar por conquistada la naturaleza y sus misterios. Pero desde que la crisis sanitaria, climática y geopolítica le enmendó la plana al futuro y nos trajo la incertidumbre, el asombro crece como cualidad para redescubrir el planeta, con más respeto y desde nuevos lenguajes, como defiende el escritor naturalista Robert Macfarlane. ¿Y qué mayor descubrimiento que el horizonte semántico de un Nuevo Mundo donde las cosas eran tan recientes que carecían de nombre? Mientras viajo por primera vez a la América que evocaban nuestros abuelos, leo en la prensa que Bruselas prepara una ofensiva diplomática para frenar la influencia de China y Rusia en Latinoamérica. Y mientras​​​ remontamos los pasos de Hernán Cortés y los exploradores en busca del Dorado, que hoy serían los «materiales críticos» pero que en nuestro caso es la fuente del eterno asombro, ese patrimonio de la humanidad que en América Latina es lo «real maravilloso», como lo definió Alejo Carpentier o lo entendieron los autores del boom, pienso en los tira y afloja que históricamente acercaron y alejaron al Viejo y el Nuevo Mundo.

Hoy, esa marejada ideológica suena a tecnología, inseguridad, ecología, indigenismo, feminismo o al revisionismo histórico que ha tumbado tantas estatuas de Colón… Controversias que influyen en los marcos y relatos políticos e identitarios que, como en África, pueden decidir el orden mundial. Y que tanto nos dicen de cómo viven el complejo mundo actual nuestros paisanos de ultramar. Allá, al otro lado del mar, de este idioma con dos orillas.

Para muchos descendientes de emigrantes, América era un recuerdo en el fondo de un viejo arcón familiar. Arcón viajero que surcó los mares y un día volvió a casa para plantarse en tierra, echar raíces y no volver a moverse. De Pascuas en flores, el arcón se abría y sonaba como una caracola: a mar. Pero también a boleros, a tangos y rancheras, a soportales y palacios de ecos coloniales. América también se nos representaba gigantesca y exótica, pintada sobre una cajita de latón, entre palmeras, en forma de transatlántico, como los muchos que llevaron a esos emigrantes a Cuba, Argentina o México. Por eso cuando llegué a Veracruz me pareció que sus palmeras se combaban para darme la bienvenida y que todos aquellos cuentos eran ciertos. Y esa misma noche, cuando la luna brilló en el mar a los pies de San Juan de Ulúa, la fortaleza de Cortés, me pareció que las olas rompían acompasando la voz de Agustín Lara: «Yo nací con la luna de plata… Y nací con alma de pirata…».

Parque Zaragoza, en Veracruz, México.

Días después, al ver con mis propios ojos los tupidos manglares que Valle Inclán evocó en su Tirano Banderas, recordé lo que Alejo Carpentier decía: que a diferencia de muchos, Valle fue capaz de penetrar y traducir los arcanos del mundo latinoamericano, las raíces de lo real maravilloso. Y para demostrarlo, Carpentier recordaba las cartas de Hernán Cortés al emperador Carlos V, incapaz de expresarle las maravillas del Nuevo Mundo, que según Bernal Díaz del Castillo parecían «cosas de encantamiento». Hoy pasa algo parecido con las pantallas, la nueva horma mental: no sirven para contar el potencial de estímulos de la realidad latinoamericana. Así como la visual cultura estadounidense se exportó medrando sobre su culto a la imagen y las apariencias, la latinoamericana no cabe en una pantalla, arraigada como está a la tierra, el vitalismo y la experiencia.

Inventario sensorial del Nuevo Mundo 

Nuestro asombro empezó por el sentido del tacto nada más bajar del avión: la humedad te rodea por los hombros y el pescuezo como un adelanto del shock o jet lag cultural al que tendrás que aclimatarte. A más de 30 grados y con una humedad relativa próxima al 90%, el aire más que respirarse se bebe. Te unge, en un bautismo tropical. Es tan denso que sirve de superconductor a la sensualidad flotante del ambiente: aromas, colores, sonidos… «¡El Trópico es el sexo de la tierra!», dijo Miguel Ángel Asturias. Quizá ese vapor amniótico fue lo que produjo espejismos en los primeros europeos, pero solo adentrarte unas cuadras ya te das cuenta de que estás en otro mundo, cuyos árboles y pájaros evolucionaron en un universo paralelo.

La decadencia colonial convive con modernas avenidas entre calles maltrechas y resquebrajadas, sublevadas aquí y allá por la imperiosa fuerza de grandes raíces y árboles, de pesada sombra verde, intensa, tan distinta de nuestro verde claro. «Verde limón» canta Natalia Lafourcade en Mi tierra veracruzana. Las aceras están salpicadas de puestos de fruta fresca y madura, y su voluptuosa alegría llega en forma de fragancias florales y multicolores que impregnan el aire, entre voces, acentos y sonidos folclóricos: aquí suena salsa, allí una marimba, más allá son jarocho… Hasta las campanas del Zócalo, que es la plaza mayor, nos reciben tocando La Bamba, el himno oficioso. Se oye también algo de reguetón por las ventanas, pero afortunadamente poco. Veracruz, el puerto más importante de México, se enorgullece de preservar su cultura porteña, algo que la hermana con Cuba, no tan lejana…

Resistiendo a la globalización, Veracruz conserva rincones como la Tlacotalpeña o Cantinita de Lara, donde las parejas todavía bailan agarradas al son de los bongos y las maracas. Sobre las calles y mercados reaparece siempre el exuberante arbolado, que se confunde con los infinitos hilos y cables de la luz que cruzan el cielo, y por donde corretean las ardillas como si fueran ramas o lianas, extensiones naturales del bosque tropical que rodea la ciudad, hasta un punto que ya no sabes dónde empieza la urbe y acaba la naturaleza, entreveradas en el mismo hábitat. Aquí los parques no son jardines cultivados, es la propia naturaleza abriéndose paso. Me cautivan unos árboles pintorescos como magnolios, de hojas grandes, carnosas, redondas y brillantes, llamados «uveros».

Entre la fauna local, aves exóticas como los pelícanos, los buitres zopilotes volando en círculos, el colorido bienteveo o el negro zanate mexicano. Los contrastes sociales saltan a la vista en hoteles y rascacielos envueltos por casitas humildes; de niños vendiendo ropa o tacos en las calles, de expresión seria, que iluminan al reír. Nos insisten en que esto no es Riviera Maya, ni Cancún, ni ninguno de los destinos de moda. El año pasado todavía era tan común el uso de mascarillas que al ver por el centro a un hombre sin ella nos advierten: «No llevaba cubre bocas, pero tampoco zapatos». Y como para explicar esos contrastes y recordarnos dónde estamos, un chilango nos dice: «¿A dónde creían que venían? Bienvenidos al Tercer Mundo».

Calakmul, la mayor reserva de bosque tropical de México.

¿Qué fue de la ruta Quetzal?

Seguimos los pasos de Cortés, desde la costa donde desembarcó y hundió sus naves, a los primeros paisajes que presenció, río arriba como Grijalva, pero por carretera, en carros rentados, camiones y autocar. Con el trasfondo de la Isla de Sacrificios o la batalla de Centla, nuestra primera parada es La Antigua, la Veracruz original, fundada en 1519. Visitamos la ermita del Rosario, la primera iglesia de la América continental, y la Casa de Cortés, ejemplo de esa fusión entre la arquitectura y la naturaleza, pues fue levantada con piedras de coral arrancadas al mar, y luego engullida por los árboles que hoy retuercen sus muros. Otro asombro es la ceiba, imponente y majestuosa. Hay varias y parecen dinosaurios vegetales, que allí siguen desde los tiempos en que arribaron los españoles. En una tiendita callejera nos ofrecen otra carnosa fruta, que al parecer solo nace aquí y en Cuba…

La siguiente parada es Cempoala, donde Cortés hizo su primer contacto con nativos americanos. El lugar impresiona por su atmósfera silenciosa, sagrada y solemne. Intacta. De hecho, la fortuna quiere que contra el Sol que cae sobre uno de sus templos se recorte la orgullosa silueta de una iguana. De vuelta a la carretera, vemos a lo lejos las atrayentes montañas que se pierden en el horizonte, y tras las que se ocultaba Tenochtitlan, el imperio de Moctezuma y el resto de América; con volcanes como el Cofre de Perote, sobre cuyas estribaciones se yergue Xalapa, la capital del estado veracruzano, visitada por Humboldt, y «pueblos mágicos» como Coatepec, adornado por las tradicionales banderitas de colores y las figuras de la Catrina, o Xico, «la puerta de las montañas de América» como la describió Cortés en sus cartas al rey. Seguimos sus pasos entre cafetales, inmensas cascadas como la de Texolo y «bosques de niebla», poblados por gigantescos y prehistóricos helechos arborescentes.

Vamos en busca del asombro, el asombro… Y nos preguntamos cómo sería el que sintieron los españoles ante aquel nuevo mundo, o el de los nativos ante los españoles, con sus barcos y caballos. En una de las paradas, un viejo ataviado como un indio, con su arco al hombro y sus flechas en el carcaj, canturrea y toca la flauta mientras va pidiendo por las mesas. Cuando nos oye da un brinco y grita: ¡Españoles! ¿Platicamos de lo que hizo acá Cortés? La sombra colonial es allí tan larga que era imposible no recordar la figura de Miguel de la Quadra-Salcedo, su humanismo ecológico y antropológico, y su esfuerzo por renovar los lazos culturales entre España y Latinoamérica, que hoy se prestan a tantas relecturas con personajes como Gonzalo Guerrero, el Bailando con lobos hispano, o con olvidadas exploradoras, como las extremeñas Inés Suárez o Mencía Calderón.

Sabores que alegran la lengua (y el lenguaje)

Callejeando de día por Veracruz, para escapar de los golpes de calor y del Sol, que está picoso como un chile habanero, nos refresca el agua de Jamaica, la michelada, los cócteles de camarones o los electrolitos de coco. Callejeando de noche, en la penumbra húmeda y caliente, embriagadora, de los árboles tropicales, y bajo el brillo mortecino de los postes de luz, probamos por las cantinas todo tipo de brebajes mágicos: desde el torito de cajeta o de cacahuate, hechos con licor de caña, a la zarzaparrilla. ¡Lástima que nos quedó por probar el pulque!

Desayunamos fruta abundante, desde mangos y papayas a guanábana y otras que ni conocía, como la pitahaya, el jugoso fruto del cactus. Y para comer y cenar, tacos. Tacos en sus más variadas formas y rellenos: pastor, cochinita, garnacha… Además de platos típicos como el arroz a la tumbada o los inolvidables chiles en nogada. Hasta la leche de su célebre café lechero sabe más a leche, no sé si por su tipo de pastos o de vacas… Nos dicen que en tierras veracruzanas, no lejos de Tabasco (que le dio nombre a la salsa), está Coatzacoalcos, de donde era la Malinche, la amante intérprete de Cortés.

Pienso en la deuda que la dieta europea tiene con Latinoamérica, porque el verdadero tesoro dorado fue el maíz, la patata, el pimiento, el tomate, el aguacate o el chocolate, palabras de origen náhuatl que alimentan nuestra cultura. En las playas probamos las deliciosas empanadas de queso y los «sabrosos e inigualables raspados» de tamarindo, guanábana, o mango con chile, que dejan quedar nuestros secos barquillitos de playa por el suelo… Al encuentro con el mar, otro asombro para el tacto: el agua es tan cálida y cristalina que casi no sabes dónde acaba el aire y empieza el agua, como si el aire se licuase y te mojara.

¡Es el mismo océano que baña Galicia!, pienso, pero bajo otra frecuencia o dimensión, como es el mismo idioma ante un nuevo paisaje lingüístico. Porque así como aprendemos sabores nuevos, aprendemos palabras nuevas (güey, güero, paliacate, cuate, chamaco) y significados nuevos que querríamos importar, como sus frutos, para alimentar nuestra experiencia vital: tametzona (haber luz de luna), jojopoca (soplar a la lumbre para avivarla) o cuacochi  (dormir en un árbol). De hecho, la máxima expresión del ritmo de vida tranquilo es un anciano de mirada apacible que cada tarde se sienta inmóvil durante horas al cobijo de un árbol y de su sombrero jarocho.

Fotograma de la película ‘Roma’, de Alfonso Cuarón.

Aromas que invocan a los dioses

Actualizamos nuestro asombrario e inventario olfativo al respirar la sombra afrutada de un árbol desconocido. Pregunto qué es y me dicen «una guayaba», y la vieja canción de los abuelos adquiere sentido por primera vez: «el son de los puertos, dulzor de guayaba». Entre el aroma veracruzano de los cigarros, del cuero de los artesanos o de las tortillas de maíz, descubrimos un negocio de jabones con olor a carbón, lavanda, chocolate… ¿Puede haber un jabón con aroma más autóctono que chocolate? ¿A chile? Cuando llegamos a Ciudad de México, que merece un reportaje aparte (y donde tan presente estuvo el recuerdo de Roma, de Cuarón, o Amores perros, de Iñárritu), nos embriaga un perfume que al poco tiempo me dicen que procede de una resina llamada «copal». Humeante y penetrante, inunda el ambiente en un festival indígena que han instalado en la inmensidad del Zócalo, frente a la Catedral, el mismo lugar donde se erguía el Templo mayor de Tenochtitlán, sobre una gran laguna cuyas raíces todavía parecen latir bajo tierra. Venimos de recorrer la historia de los olmecas, mayas y totonacas en el Museo de historia y antropología, y tras presenciar la impresionante Danza de los voladores de Papantla, nos cuentan que los mayas y mexicas hacían rituales quemando copal en ofrenda a ídolos como Tlaloc, dios de la lluvia y la tormenta.

Los dioses parecen allí más presentes que en Europa, porque los elementos se desatan con frecuencia. Durante nuestra estancia hicieron acto de presencia en las tormentas más violentas que he presenciado, descargando rayos que caían como latigazos del cielo y encendían el mar o las montañas. Y vientos repentinos que en forma de tornados se llevaban por delante tumbonas y sombrillas en las playas. Además de los numerosos volcanes y terremotos, que allí se sienten a flor piel… ¿Cómo no creer en dioses cuando la fuerza de la naturaleza, de un continente que se siente más virginal e indómito que el nuestro, se abre paso en las ciudades hasta desbaratarlas? ¿Tiene el mismo sentido allí el concepto rural? Nos movemos en pequeños y destartalados autobuses (camiones), a toda pastilla por los bulevares, con las ventanillas bajas, mezclados con el paisanaje, las puertas se abren y la gente se sube o se baja casi en marcha. Al pasar ante los apretujados barrios, donde cada casita vende algo, suena Bunbury por la radio, y mi compañero de viaje dice que México le parece un gran mercado mirando a la calle.

Lo real maravilloso, nuevos ojos para nuevos tiempos

La conquista del paraíso parecía habernos dejado sin lugares para el asombro del descubrimiento o la exploración terrestre. Nos condenaba, en un planeta sometido y explotado, al consumismo o la evasión virtual. Pero cada vez parece más claro que la que estaba sometida y asfaltada era nuestra conciencia, nuestra atención, o sea la percepción que da sentido al paisaje como horizonte ilimitado de experiencias y posibilidades, incluida su dimensión maravillosa: el agua del mar en el que nos bañamos es la misma que hace millones de años bebían los dinosaurios. La naturaleza no deja de renovarse invocando ese respeto solemne, que para los pueblos antiguos era lo «sagrado».

Chavela Vargas.

Afortunadamente, nadie que viaje por México puede librarse de lo real maravilloso o de la compañía de fantasmas ilustres que nos enseñan a mirar. ¿Cómo no pensar en Frida Kahlo o Chavela Vargas, en García Márquez o Mercedes Sosa? ¿En el legado cultural y la potencia vital que representa Latinoamérica? En las míticas entrevistas de Soler Serrano, oí a Alejo Carpentier atribuir lo real maravilloso al barroquismo surrealista del frondoso paisaje latinoamericano, y a la fértil idiosincrasia heredada de las cosmogonías indígenas. Destacaba la sabiduría intuitiva y el civismo ecológico del indio, no sometido a nuestra lógica civilizatoria. Oí también a Ernesto Sábato denunciar la cosificación del ser humano moderno bajo el progreso técnico y artificial, y defender una vía intermedia, entre la deshumanización colectivista del comunismo y la deshumanización individualista del capitalismo. Y también oí a Octavio Paz despreciar al Estado por su monopolio del poder, materializado violentamente en la desmadrada Ciudad de México, resultado de su doble herencia centralista (la de los aztecas y la de los castellanos). «La política debería ser el arte de convivir, no de cambiar al hombre», añadía, lo que me hace pensar en el transhumanismo, las tecnoutopías y en Cortázar, cuando criticó nuestra cultura por «la monstruosa hipertrofia de la razón» en desmedro de otras facultades humanas; el desequilibrio de un humanismo que «pone el acento en el sapiens más que en el homo».

«Latinoamérica está muy bien posicionada para lo que pueda ser el futuro», nos decía el científico Andrés Moya en esta entrevista: universalizar la ciencia desde lugares como Latinoamérica ofrecería una alternativa humanista al Leviatán tecnológico que nos impone Silicon Valley en su delirante carrera de evasión, hasta del propio sueño americano. En México, la influencia gringa es indiscutible, así que sondeamos a los locales en temas como la tecnología, la violencia, la corrupción, el revisionismo histórico o el feminismo, que ha sustituido la estatua de Colón en Ciudad de México por la «Glorieta de las mujeres que luchan». Y su perspectiva, por supuesto, es otra. No podemos aplicar a la ligera nuestro rasero para juzgar su realidad, no cabe en nuestros marcos. La versatilidad social para adaptarse y vivir a las duras y a las maduras, prueba que su umbral de tolerancia se ha curtido en una larga experiencia acumulada: «Mi piel es de cuero, por eso aguanta cualquier clima», cantaba Residente.

Una precisión final… Así como el realismo mágico es más próximo a la fantasía o la hipérbole que a la realidad, lo real maravilloso apela al realismo desde otra perspectiva: la experiencia maravillada del mundo que tienen sus protagonistas. Y ese prisma vitalista es desde el que algunos autores parecen hoy invitarnos a mirar el mundo que viene, el Antropoceno, como un «Nuevo Mundo». Liberado de la hipertrofia racional y virtual del Viejo Mundo, que tanto banalizó y cosificó el paisaje al desmitificarlo. Porque esa desmitificación, primero nihilista y luego consumista, no nos trajo siempre una mirada más veraz y completa de la realidad, sino reduccionista, cínica y despechada tras el desengaño religioso. Y lo que América puede enseñarnos es que no importa que el mundo no sea sobrenatural o mágico, porque sigue siendo sobrehumano y maravilloso, y en él la ciencia y la razón son compatibles con la duda, el misterio y la humildad ante las fuerzas agentes de las que depende la biosfera, los dioses reales. Aunque no seamos superiores a ellos, nuestras acciones sí tienen consecuencias sobre el conjunto sensible de la vida, y esa responsabilidad exige una actitud de respeto y de asombro por la que debiera empezar toda civilización que se precie digna de un Nuevo Mundo.

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