Viaje al hipermercado del arte

Collage: Liliana Peligro

Collage: Liliana Peligro

Collage: Liliana Peligro

En una fascinante nueva entrega de ‘Solo ante el peligro’, el autor se adentró el fin de semana en las procelosas aguas de la gran feria/muestra/mercado ARCO, en su 35 edición. Y a punto estuvo de sufrir una transmutación genética en avispado coleccionista.

A mí cuando voy a ARCO siempre me pasan cosas muy raras, por eso he llegado a la conclusión de que una feria de arte contemporáneo se puede definir como un territorio para lo insólito, lo imposible o lo improbable. Por ejemplo, el año pasado, mientras paseaba entre galerías, entré en un estado angustioso, no sé si bajón de tensión o ataque de pánico, el caso es que tuve taquicardia, un extraño sentimiento de irrealidad (como si una fina lámina trasparente me separase del mundo), un yunque en el pecho que me dificultaba respirar y una angustiosa sensación de muerte inminente. Total: que no sé si sufrí el Síndrome de Stendhal, ése que el escritor sintió ante la irresistible belleza de la ciudad de Florencia, o que ver tanto arte contemporáneo junto me dio pa’ chungo.

Otro año sufrí una alucinante transmutación en persona VIP (conseguí las preciadas entradas con barra libre y lujo asiático). Sucedió que en esa edición una de las obras consistía en unas escaleras que permitían al común de los mortales trepar y ver desde arriba qué aspecto tenía la very important people y cuan placentera era su existencia. Así que estabas allí tomándote un gin tonic con un montón de gente de clase media observándote y envidiándote desde las alturas. Posteriormente me desclasé voluntariamente y me convertí, subido en aquella escalera, en chusma envidiosa. Así que este año, una vez más, peregrinamos a ARCO como se va al Parque Warner: en busca de emociones fuertes.

La primera ocurrió nada más entrar: me encontré con Michel Foucault, o al menos con un señor que era exactamente igual que él, y que parecía haber regresado de la tumba para recriminar a los artistas contemporáneos que siguiesen aprovechándose de sus conceptos filosóficos para vender humo, que ya está bien. En ARCO, un año más, constatamos la muerte de la pintura: hay poquita y un cuadro muy elocuente de Lino Lago: un retrato de Felipe IV destrozado por las gotas de pintura amarilla que alguien ha arrojado sobre el lienzo. La idea: para un cuadro que hay, es víctima del vandalismo. También descubrimos a mucha gente queriendo convertirse en obra de arte andante por el sencillo método de la selfie con obra el fondo, y también cómo se ha popularizado el metachiste de hacerse una foto admirando un extintor. Juro que en otras ediciones he visto a gente admirando el extintor sin asomo de ironía. Es que, además, los extintores de ARCO vienen en unos soportes muy artys que confunden al despistado.

Y si hace unos años una señora se tropezó con una escultura carísima de Bernardí Roig y la destruyó (la señora resultó ser Norman Foster, toma ya), este año la indómita Liliana Peligro casi se carga una obra de metacrilato que unos galeristas belgas colocaron en el suelo. De hecho, hay tanto arte por los suelos en ARCO que si mi Tía Enriqueta visitara la feria seguro que se tropezaba con todas las obras y se sacaba una buena indemnización del seguro, como una vez que se cayó en el suelo mojado del Mercadona y le dieron 6.000 euros. Pero sobre supermercados hablaremos más tarde.

Lo más difícil de ARCO, creo, es ser galerista y hombre al mismo tiempo. Las galeristas mujeres, jóvenes y viejas, son muchachas y señoras normales, que venden arte. El joven y viejo galerista masculino suele ser un tipo extraño: los jóvenes son efébicos, indolentes y amanerados, lucen tupé y americana un par de tallas más pequeña que la debida. Y, como el hombre envejece de forma muy poco estética, con su calva y su barriga, los galeristas más mayores, me refiero a esos que adquieren pinta de sindicalista del metal, se tienen que poner un foulard para comunicar que son espíritus sensibles y pueden vender belleza.

Porque ARCO, no lo olvidemos, es una tienda. Una tienda en la que (a los pocos que pagan) cuesta 40 euros en entrar. Una tienda para los ricos en la que nos dejan pasear a los pobres. El arte contemporáneo, desde las vanguardias para acá, cada vez depende menos del objeto y más del discurso que le rodea, así que más que arte plástico deberíamos, en algunos casos, hablar ya de literatura o filosofía apoyada en el objeto. Una de las obras de arte era una mochila de montaña arrojada en el suelo, el año pasado había un vaso de agua: justificar tales cosas sí que es un arte, y no es ironía; el arte está hoy en día precisamente en el discurso, que normalmente critica la sociedad de consumo y bla bla bla. ¿Cuánto cuesta una excusa? Una pasta. Así, a veces parece que algunos artistas hacen sus obras con el mismo espíritu que los bancos centrales cuando imprimen billetes de la nada, en eso que llaman expansión cuantitativa.

En la feria ArtMadrid, que también visité el finde, algunas galerías ponían los precios de las obras en las cartelas, como si fueran lo que realmente son, es decir, una tienda. A según quién, esto le puede parecer una ordinariez, pero a quién quieren engañar: da la impresión de que se tiene que mantener la tácita mentira sostenida por todos de que el arte no es una mercancía. Aunque veamos los desorbitados precios del mercado del arte y aunque a la salida de ARCO pasen tu mochila por los rayos X para ver si estás robando algo, como si estuvieras en el supermercado. Me pregunto si, cuando te compras una obra, tienes que pagar también los 5 céntimos de la bolsa de plástico.

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