Un viaje por los inmensos bosques de Pensilvania y su cuidada gestión
Pensilvania se ha hecho famosa porque era uno de los siete Estados bisagra que decantarían el triunfo de Trump en las elecciones en EE UU. Al final ganó el republicano extremista; allí y en todo el país, algo que se veía venir cuando en otoño recorrimos más de 1.000 kilómetros a través de impenetrables bosques por el oeste de Pensilvania en busca de sus historias, de sus rudos leñadores con camisas a cuadros, amish vestidos como actores de ‘La casa de la pradera’, pequeños aserraderos perdidos en la montaña, conductores de gigantescos camiones de morro adelantado y tortitas con sirope de arce. Os invitamos al viaje. No hay otro lugar en Estados Unidos con mayor extensión de esta foresta de ensueño, famosa por la extraordinaria calidad de sus maderas nobles.
Pocos conocen la extraordinaria riqueza forestal de este gran espacio norteamericano, el único con la palabra bosque en su nombre, las selvas (sylvania) de Penn (un almirante de la flota inglesa del siglo XVII), Pensilvania. Y eso a pesar de ser el origen de las duelas de roble americano con que se hacen las barricas de vinos tan españoles como los crianzas de Rioja o Ribera del Duero, pero también de Jerez e incluso los grandes whiskies escoceses o los bourbons americanos, alegres regalos de la madre naturaleza a la siempre disfrutona especie humana.
Más de la mitad del Estado, el 58%, está cubierto por bosques naturales bien conservados. Suman 6,7 millones de hectáreas arboladas, una extensión casi tan grande como toda la superficie de Aragón y la Comunidad Valenciana juntas. El 90% pertenece a especies frondosas de crecimiento lento como robles blancos y rojos, arces, cerezos negros y hayas americanas que en otoño se visten con una impresionante gama cromática entre el rojo intenso, el verde fosforito y el amarillo brillante. Pocos lugares hay en el mundo más hermosos que este inmenso océano de clorofila. Y que sean tan americanos, pues en el país del capitalismo, 740.000 pequeños propietarios se reparten el 69,2% del bosque, quedando el resto en manos del Estado.
Es un mundo salvajemente natural donde nadie planta árboles porque los bosques surgen bravíos sin necesitar reforestaciones, ajenos a las locuras de Trump por más que sus habitantes lo apoyen en masa. No hay otro lugar en Estados Unidos con mayor extensión de esta foresta de ensueño, famosa por la extraordinaria calidad de sus maderas nobles, pero también por atesorar una rica biodiversidad donde reinan especies tan simbólicas como la majestuosa águila calva, el gigantesco oso Grizzly o el no menos impresionante ciervo Elk. Son inmensas extensiones naturales que se extienden a lo largo de cientos de kilómetros por un maravilloso mar de árboles mayor que todos los hayedos y robledales de España juntos.
Un desierto convertido en hermosa (y rentable) selva
Pero no siempre fue así. Pensilvania, una de las primeras colonias inglesas al otro lado del Atlántico, fue el principal centro maderero que durante siglos abasteció el desarrollo industrial americano. Pequeñas localidades como Williamsport se convirtieron en el centro de la industria maderera mundial, con tal avidez que a golpe de hacha muy pronto los bosques comenzaron a desaparecer. A principios del siglo XX, la mayor parte del Estado estaba completamente deforestado. En apenas 100 años, los gigantescos bosques desaparecieron, hasta el punto de que estas tierras que ahora contemplamos de nuevo cubiertas por inmensos bosques eran conocidas como “el desierto de Pensilvania”.
¿Cómo se obró el milagro? En realidad no fue tal. Tan inmensa destrucción alimentó una nueva corriente conservacionista americana que logró proteger los primeros parques nacionales, pero al mismo tiempo promover modernas prácticas de silvicultura sostenible importadas desde Francia y Alemania. No fue necesario plantar árboles; llegaron solos en cuanto se dejó de cortarlos sin freno.
120 años después de tan importante toma de conciencia, los bosques han vuelto a crecer de forma natural y ahora están bien gestionados, produciendo una madera de gran calidad pero sin poner en peligro el recurso; todo lo contrario. Desde 1955, la producción de madera se ha quintuplicado, “convirtiéndose en un ejemplo de la extraordinaria capacidad de regeneración de la naturaleza”, explica Mike Snow, director ejecutivo de la American Hardwood Export Council (AHEC), asociación que promueve la calidad, sostenibilidad y potencial estético de esta madera en los mercados de todo el mundo y que nos ha invitado a un viaje de prensa por tierras americanas para conocer sobre el terreno la realidad de su floreciente economía verde.
Como destaca Snow, Pensilvania “es un excelente ejemplo de cómo los bosques de frondosas del este de los EE UU se regeneraron con la ayuda de una estrategia a largo plazo para garantizar su protección para las generaciones futuras”. Porque, completa David Venables, director de AHEC Europa, “las comunidades rurales y las personas que viven y trabajan en estos bosques han desempeñado un papel central en lo que son hoy: una rica fuente de vida silvestre, biodiversidad, agua limpia, alimentos, recreación y, por supuesto, madera”.
Las cifras resultan apabullantes: 60.000 puestos de trabajo (la mayoría hombres, una brecha que cuesta cerrar) y 2.000 pequeñas empresas dependen en este Estado de la madera. Con un impacto económico directo superior a los 20.000 millones de euros, es el principal motor económico de las zonas rurales, por delante de la agricultura, según confirma Jonathan Geyer, director ejecutivo de Hardwoods Development Council en el departamento de Agricultura de Pensilvania.
Dando voz a silvicultores privados y estatales, científicos, educadores e investigadores, leñadores y aserradores, es posible hacerse una idea respecto a la complejidad y resiliencia de estos bosques, pero también de los desafíos a los que se enfrentan debido al impacto del cambio climático y las veleidades de los mercados internacionales.
El bosque de los crianzas y reservas
Huele fuertemente a madera recién cortada en este aserradero cercano a la localidad de Clarion, uno de los ocho que la empresa Speyside Bourbon tiene repartidos por los bosques de Estados Unidos. Cortan y secan duelas, tablas de roble americano con las que luego hacen barricas para envejecer vinos, licores, ron, whisky, tequila e incluso vinagres o la famosa salsa Tabasco. Es un trabajo muy manual, casi artesanal. Pero al contrario de lo que podría pensarse, está en alza imparable, como confirma Michael Harold, uno de sus responsables. “En los últimos 20 años se ha disparado la producción de barricas en el mundo empujada por el mercado chino”. Y lo explica guiñando un ojo con complicidad: “No tienen robles y les gusta el whisky bueno”.
Confirma este momento boyante la empresa matriz propietaria de las instalaciones, la francesa Tonnelleries François Frères, líder mundial en el sector. Frente a la tentación de la macroindustria deslocalizada, sus directivos apuestan por pequeñas instalaciones como ésta de Pensilvania, ubicadas a pie de los bosques de donde obtienen una madera de gran calidad gracias al manejo sostenible de los robledales cercanos, sin más cuidados que la lluvia y el sol de las montañas. Al mismo tiempo, promueven una economía local en zonas rurales donde ofrecen pleno empleo con buenos salarios. Sorprende lo escasamente automatizado que está todo el proceso, tan alejado de esa inteligencia artificial que parece haber desplazado a las personas. “La calidad exige control”, justifica Harold.
Algunos de los robles que esperan a ser convertidos en barricas tienen casi 100 años. Son colosos absolutamente perfectos en sus formas, rectos, sin huecos, nudos ni deformaciones. Una vez transformados en duelas, se someterán a un proceso de secado natural, apilados en grandes estructuras a modo de tetris por cuyos huecos el aire puro del cercano robledal sigue haciendo su magia. Más tarde se llevarán a las tonelerías, donde expertos artesanos ensamblarán las 25 duelas que conforman una barrica media de 225 litros, las tostarán por dentro con fuego para aportar aromas únicos y distribuirán por medio mundo. Un roble produce madera para hacer unas tres barricas, por lo que podríamos decir que cada bodega es un auténtico y muy reposado bosque. También que en una copa de vino de crianza saboreamos, además del paisaje español, los bosques americanos.
Esquiando sobre árboles
Otro divertimento humano para el que resulta fundamental la madera americana son los deportes de invierno. Apostó por ello y ha triunfado Nick Gilson, propietario de una mítica factoría de tablas de snowboards y esquís elaborados en tulipero. Es un tipo de álamo americano que crece abundante en los bosques alrededor de su fábrica en Selinsgrove, un pequeño pueblo forestal en las estribaciones de los Apalaches de apenas 5.000 habitantes. Disléxico y con problemas de adaptación al férreo modelo educativo tradicional, su primer prototipo lo hizo Gilson a los 14 años en el sótano de sus padres. “No entendía por qué las tablas y los esquís eran planos por debajo cuando todo lo demás en este mundo es curvo”. También tenía muy claro que debía hacerse en madera local. “Es la madera dura más liviana y de menor densidad que existe, crece rápido, procede de bosques bien gestionados y cabe en la parte trasera de nuestra camioneta”, explica gráficamente.
Al fabricar las tablas prácticamente por encargo no es necesario almacenar grandes cantidades, otra de las estrategias en sostenibilidad de la empresa para reducir su huella de carbono. “No es greenwashing, funciona”, advierte Nick Gilson. Trabajan de forma artesanal, haciendo a mano cada una de las piezas ante la atenta mirada de tres grandes perros que pasean por el taller como Pedro por su casa. Son parte de la familia creadora, apacibles supervisores de una manera diferente de aprovecharse de los frutos del bosque.
Granjeros de árboles
Brownlee Lumber es un aserradero familiar en el sentido estricto de la palabra. En 1973, los hermanos Dan y Charles Brownlee compraron una arrastradora de troncos y un camión maderero. A los pocos años ya tenían varios equipos de tala y una flota de camiones. En 1978 construyeron un aserradero propio y, una década después, añadieron un horno de secado. “Es una verdadera historia de éxito estadounidense”, se vanagloria Dan Brownlee, próximo ya a jubilarse, pero feliz con que sus tres hijos sigan apostando por el proyecto familiar.
Brownlee reconoce que algunos de sus sobrinos y nietos no acaban de entender que sea necesario cortar árboles para utilizar su madera, ni que esas talas ayuden a tener más bosques, más rentables y mejor conservados, “pero es fundamental que lo expliquemos porque es verdad”. Como señala a sus familiares más proteccionistas, “somos como granjeros que cuidan árboles para alimentar un mercado donde la madera es todo ventajas, tanto ambientales como de calidad”.
Lo confirma, sentado a su lado, Jonathan Geyer, del departamento de Agricultura de Pensilvania: “Entender el bosque es entender la madera y su importancia”. Y lo ratifica David Whitten, director de Bingaman & Son Lumber, otro aserradero familiar de la zona cuyos propietarios, al no tener hijos, han decidido ceder la empresa a sus trabajadores. “Nosotros cuidamos los bosques, porque dependemos de los bosques”.
Cuidados con ciencia y conciencia para paliar los efectos del cambio climático, mal que les pese a los negacionistas, Trump incluido. Porque incluso en estas selvas norteamericanas se sufren los efectos del recalentamiento, como certifica un siglo de investigaciones desarrolladas en el centro Kane del Bosque Nacional Allegheny, todo un referente mundial en silvicultura y buenas prácticas forestales. Una de sus responsables es Susan Stout, cuyos trabajos no dejan de indagar en la complejidad de los ecosistemas y que, como reconoce, “nos obliga a adaptarnos, porque el cambio climático está cambiando los bosques”. Llueve menos y han aumentado las plagas que matan más árboles, a lo que se une el impacto de las especies invasoras.
Mejor de uno en uno que a matarrasa
La pista forestal se sumerge en el bosque nacional Susquehannock, un mundo otoñal de robles rojos, arces, hayas y cerezos pintados en mil colores cuyas hojas caen cual lluvia dorada al paso del coche. En un momento dado, los vehículos se detienen y la comitiva de periodistas se dirige a pie por un sendero embarrado. Un tremendo rugido de motor, acompañado de crujidos y ramas rotas, como si las fuera arrancando a manotazos un gigante enfurecido, anuncia la llegada de Alex Zimmerman. A sus 27 años, maneja con pericia una inmensa máquina cuyas ruedas cubiertas con gruesas cadenas son casi tan grandes como él. Con ella arrastra un viejo cerezo recién cortado.
Alex es leñador vocacional. Le contagió la afición su abuelo Denny Payne, quien a sus 75 años sigue saliendo todos los días con su motosierra, enseñándole los secretos a un nieto que ya es capaz de cortar y transportar los árboles él solo en el gran bosque, sin ayuda de nadie. Lo saluda efusivamente Dan Brownlee, pues toda esa madera irá a su aserradero Brownlee Lumber en la cercana Brookville. Supervisa las cortas Eric Monger, forestal del DCNR (Departamento de Conservación y Recursos Naturales) del Gobierno estatal, entidad propietaria y gestora de estos bosques.
Monger y su equipo han marcado previamente con pintura en la corteza los árboles que se podrán cortar, ni uno más. Todos están perfectamente identificados y cartografiados con precisión milimétrica, elegidos entre una gran mayoría que no se tocará. El próximo ejemplar lo veremos caer en directo. Es un arce de unos 70 años que la motosierra de Alex Zimmerman derriba con destreza en apenas un minuto. El brutal sonido retumbando en el bosque nos deja paralizados unos segundos. Dan Brownlee se acerca al árbol caído, lo revisa y analiza; incluso lo calibra con una cinta métrica. Una amplia sonrisa confirma el mejor veredicto, es un ejemplar de excelente calidad, sin defectos.
“Mother Nature works”, la madre naturaleza hace su trabajo, coinciden en repetir tanto leñadores como técnicos y responsables de los aserraderos. Porque en Pensilvania la regeneración natural resulta asombrosa. Lo certifica Eric Monger frente a dos parcelas forestales completamente diferentes, una sin tocar desde hace un siglo y la otra talada a matarrasa hace diez años. A su izquierda se extiende un bosque centenario, como de película, con pocos árboles muy viejos. A su derecha, una maraña de árboles muy jóvenes luchando por la luz, con cuya potencia secuestran una inmensa cantidad de carbono, mejorando los suelos e impidiendo la llegada de especies invasoras. “Un bosque más joven y diverso es más resiliente, por eso es importante favorecer su regeneración”, explica con convicción el ingeniero forestal.
Es otra manera de aprovechar la potencia de estos bosques, con talas a matarrasa en parcelas pequeñas a las que ya no volverá una motosierra en los próximos cien años. Pero el impacto visual resulta terrible; es un inmenso roto cubierto de ramas muertas donde parece haber caído un meteorito. Las motosierras de Alex y su abuelo son aquí sustituidas por una inmensa procesadora forestal que, como si fuera un robot gigante, agarra uno a uno los árboles, los despoja de ramas y corta en secciones perfectas, listas para cargarlas en el camión. Todo en una misma acción asombrosamente automatizada, rapidísima, gracias a la destreza de Braun Andrews, quien maneja desde el interior de la cabina los más de 30 botones y palancas de la gran máquina como si fueran el joystick de un juego de ordenador.
Sorprendentemente, el dueño de este lote estatal, cuya extracción supervisa personalmente, es Aaron Hershberger, perteneciente a una curiosa comunidad religiosa que rechaza los avances tecnológicos. Es un amish, descendientes de inmigrantes de lengua alemana que siguen aferrados a una vida sencilla, vestimenta tradicional, reacios a adoptar comodidades modernas e incluso la electricidad. Una fidelidad que no le impide haber desarrollado una importante actividad empresarial en el mundo forestal, donde emplea a una cincuentena de personas. Estos árboles de Susquehannock son especialmente valiosos para él, porque al ser propiedad estatal cuentan con la doble certificación FSC y PEFC. “El 90% de la madera que compro es siempre certificada”, ratifica Hershberger. Aunque su pasión, confiesa, son los animales de la granja familiar. “También tengo un rebaño de ovejas”.
COMPROMETIDA CON EL MEDIO AMBIENTE, HACE SOSTENIBLE ‘EL ASOMBRARIO’.
Comentarios
Por Greg, el 14 enero 2025
«Un bosque más joven y diverso es más resiliente, por eso es importante favorecer su regeneración».
Totalnente falso. Cuanto más viejo, más resilientr, además de que alnacena mucho más carbono.