Un viaje a ‘la casa más lejana’ en la gran playa de Cape Cod

Cape Cod.

Cape Cod.

Gracias a los libros, la literatura, ayer viajábamos al desierto de Mojave junto a Mary Austin. Hoy nos vamos a la costa, al espectacular paisaje de Cape Cod (costa este de EE UU), con ‘La casa más lejana’, de Henry Beston, publicado en 1928 y recuperado ahora por Volcano Libros. ‘El Asombrario’ te lleva un día más la fuerza de la naturaleza a casa.

Henry Beston nació en Massachusetts en 1968, fue conductor de ambulancias en la Primera Guerra Mundial con el ejército francés y se casó con la escritora Elizabeth Coatsworth, con quien vivió en una granja en Maine, hasta que murió en 1968. La casa más lejana se ha convertido en un clásico en su país entre los escritores pioneros en exaltar la relación del ser humano con la naturaleza, en la línea de Thoreau, John Muir y Rachel Carson. (Por cierto, y este es un secreto que hasta ahora no os habíamos desvelado a los lectores de El Asombrario; el nombre de nuestra revista parte de El sentido del asombro, de Rachel Carson, inspiradora del ecologismo moderno; para ella, autora también de La primavera silenciosa, el asombro es el antídoto frente a la indiferencia, lo que nos hace mantenernos vivos y siempre con ansias de mejorar).

La casa más lejana de Beston tiene mucho que ver con el Walden de Thoreau, con las almas solitarias que buscan la verdad y la belleza, aislándose en la naturaleza salvaje. Leamos algunos pasajes de lo que escribe:

“Un año de vida en la gran playa de Cape Cod. Migraciones de aves, ascensión de estrellas invernales por encima del oleaje y del oriente, noche y tormenta, la soledad de un día de enero, el destello del barrón en pleno verano, todo esto puede encontrarse entre las tapas tal y como puede verse hoy mismo. Ahora que gozo de cierta perspectiva temporal, no obstante, emerge de las páginas algo más que llama por igual mi atención. Se trata de la percepción meditativa de la relación de la Naturaleza (e incluyo el conjunto de la imagen cósmica en este término) con el espíritu humano. (…) La Naturaleza es una parte de nuestra humanidad, y sin cierta conciencia y experiencia de este misterio divino, el hombre deja de ser hombre. Cuando las Pléyades y el viento que ondula la hierba dejan de formar parte del espíritu humano, una parte de carne y hueso, el hombre se convierte, como si dijéramos, en una especie de forajido cósmico”.

“El mundo de hoy está exangüe por la falta de cosas elementales, de fuego ante las manos, de agua manando de la tierra, de aire, de tierra amada bajo los pies. En mi mundo de playa y duna, estas presencias elementales vivían en toda su esencia, y bajo su arco desfilaban un incomparable festival de naturaleza y el año. El flujo y el reflujo del océano, el embate de las olas, los encuentros de las aves, los peregrinajes de los habitantes del mar, el invierno y la tormenta, el esplendor del otoño y la santidad de la primavera; todos formaban parte de la gran playa. Cuanto más tiempo llevaba allí, más ávido estaba de conocer esta costa y compartir su vida misteriosa y elemental; me sentía libre de hacerlo, no tenía miedo a estar solo y poseía cierta inclinación propia de un naturalista de campo; no tardé en decidirme a quedarme y probar a vivir un año en la playa de Eastham”.

“Los tres grandes sonidos elementales de la naturaleza son el sonido de la lluvia, el sonido del viento en un bosque primigenio y el sonido del océano en una playa. Yo los he oído todos y, del trío de voces elementales, la del océano es la más maravillosa, bella y diversa. Es, pues, erróneo hablar de la monotonía del océano o del carácter monótono de su sonido. El mar posee multitud de voces. Escuche el oleaje, ofrézcaselo a sus oídos, y oirá en él todo un mundo de sonidos: ecos sordos y rugidos profundos, revolcones y pisotones formidables y acuosos, siseos largos y espumosos, súbitas ráfagas de disparos, chapoteos, murmullos, el rumor crujiente de los guijarros y, a veces, sonidos vocales que podrían ser la charla incomprensible de los habitantes del mar”.

Henry Beston en la playa de Cape Cod.

“Un año entre cuatro paredes es un viaje por el calendario de papel; un año en plena naturaleza es la consecución de un formidable ritual. Para participar de él, hay que tener ciertas nociones de las peregrinaciones del sol, y algo de ese sentido natural de él y esa sensibilidad por él que hizo que incluso los pueblos más primitivos marcasen los límites estivales de su avance y, en diciembre, el punto final de su declive. (…) Es mucho lo que perdemos, en mi opinión, cuando perdemos este sentido y esta sensibilidad por el sol. A fin de cuentas, la aventura del sol es la gran obra dramática natural que rige nuestras vidas, y no sentir júbilo y recogimiento ante él, no participar de él, es cerrarle una anodina puerta al espíritu poético y nutritivo de la naturaleza”.

“Nuestra fantástica civilización ha perdido el contacto con muchos aspectos de la naturaleza, y con ninguno de forma más rotunda que con la noche. Los pueblos primitivos, reunidos a la entrada de una cueva en torno a un fuego, no temen la noche; temen, más bien, las energías y las criaturas a las que la noche otorga poder; nosotros, en la era de las máquinas, después de habernos librado de nuestros enemigos nocturnos, experimentamos ahora cierta aversión por la noche per se. Con la proliferación de las luces, hemos confinado lo sagrado y la belleza de la noche a los bosques y el mar; las aldeas, incluso los cruces de caminos, la rechazan de plano. ¿Acaso tienen miedo de la noche los individuos modernos? ¿Temen esa inmensa serenidad, el misterio del espacio infinito, la austeridad de las estrellas?”.

Frente a la postura un poco irascible y algo desafiante de Thoreau ante el conjunto de los hombres, la actitud de Beston se despliega cordial y sociable. Leemos en el prólogo del libro de Volcano: “Su postura frente al lector es inclusiva, whitmanesca, invitándonos a compartir, holgazanear y explorar junto a él”.

Y nada más whitmanesco que esta secuencia de exaltación de la belleza del cuerpo masculino, con la que terminamos hoy nuestro viaje a la naturaleza. Nunca perdáis la compañía del asombro:

“El otro día vi a un joven nadador en el oleaje. Tendría unos veintidós años, calculé, poco menos de seis pies de altura, una complexión espléndida; a media que se desvestía deduje que debía de llevar todo el verano nadando, pues su piel estaba bronceada y tostada por el sol. Allí desnudo en la playa empinada, plantado en el rebalaje en pendiente, esperaba la oportunidad con las rodillas flexionadas en posición de nadador y, de pronto, dibujando un gran arco en el aire, saltó de cabeza a la pared de una ola imponente e inmensa. Una y otra vez repitió la jugada, emergiendo tras la ola rompiente con una mirada de ojos salados, una sacudida de la cabeza y una sonrisa. Era una escena hermosa: el oleaje atronador en la inmensidad del mundo natural, el cuerpo bello y compacto en su desnudez vigorosa y simétrica, la pasmosa zambullida por el aire, con los brazos extendidos hacia delante, las piernas y los pies juntos, el corte emergente de las manos rectas y el ritmo alternado de aquellos hombros tostados y poderosos. Absorto en aquella escena de un ser humano bello siendo por un momento libre de todo salvo de su propia humanidad, encuadrado en una escena de la naturaleza…”.

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